viernes, 28 de agosto de 2009

CONDICIONES NORMALES DE PRESIÓN Y TEMPERATURA.


-¿Te van los tríos? –me dijo Roberto con cara de yo no fui.
-¡¿Los tríos?! –repetí, casi atragantándome con el café y en un intento por ganar tiempo, pues había entendido perfectamente.
-Sí, los tríos, ¿te van?- volvió a decir mientras se recostaba sobre el respaldo de la silla, exhalaba una bocanada de humo y los rayos de sol del atardecer se colaban por la ventana del bar dibujando figuras alargadas sobre la mesa.

Traté de armar la respuesta a toda velocidad evaluando cuál sería la intención de Roberto al hacerme semejante pregunta: si me estaba testeando, si me estaba jodiendo, o si en realidad me lo proponía solapadamente. Quería contestar lo correcto porque hubiera hecho cualquier cosa por ese hombre que sabía hacerme feliz y no era mi intención defraudarlo siendo o muy bizarra o muy angelota. Con la misma velocidad determiné que lo mejor era contestar con lo primero que tuviera a la mano, con la verdad.

-¿Sabés que nunca fantaseé con eso? –le dije, eligiendo con cuidado las palabras-, tal vez por mi educación, por mis represiones morales, o por no mostrar un costado ambiguo, pero ahora que lo decís, creo que me gustaría probar.
-Y, ¿a quién preferirías además de mí, a un hombre o a una mujer?
-Bueno, en tren de suponer, y como no soy tan moderna, creo que elegiría otro hombre, pero con una condición: que yo no lo conozca.

Me di por contenta con mi desempeño porque Roberto sonrió complacido y porque me dio un beso raro, como de diez felicitado. Después cambió de tema.

El jueves pasado cenamos en su departamento. Ni bien llegué descubrí que las cosas eran sutilmente diferentes. Una medialuz sostenida por velas teñía el ambiente de naranja y amarillo, un dejo leve de sándalo bisbiseaba en el aire, la mesa estaba tendida para dos y un vino rojo acababa de ser descorchado. Roberto, entre distendido y achispado, me besó en el cuello, un vórtice de púas erizadas se enroscó en mi espalda.

“Sentate Helena, relajate”, me dijo mientras los vaivenes de un vino de terciopelo teñían mi copa. “Tengo una sorpresa, un cocinero, te lo quiero presentar. ¡Caleb!”, llamó.

Un moreno alto y fibroso, ataviado solamente con un delantal negro y largo anudado a la cintura se presentó de inmediato. Estaba descalzo y era completamente calvo; su cabeza, una bocha lisa y redonda, tan así, que sentí el impulso de acomodar mi mano sobre ella, pero lo refrené. Tenía la nariz ancha y los labios llenos. Cuando habló, con cierto acento que no pude descifrar, se inclinó como en una reverencia revelando sus dientes parejos y blancos.

“Encantado”, casi susurró Caleb besando mi mano, “espero que le guste lo que hago”, y con un pase mágico hizo volar una servilleta para descubrir unos panes pequeños y unas mezclas de quesos que prometían hierbas. Las llamas de las velas se reflejaban en su piel y creo que el aroma del sándalo provenía de su persona.

Roberto le sirvió una copa de vino y le pidió que nos acompañara.

“Sólo un momento”, dijo, “debo volver a la cocina, los sabores tienen sus tiempos, las cosas deben ocurrir en el momento preciso, nada puede forzarse en la cocina, ¿no cree?”, me preguntó.

“Con seguridad tiene razón”, respondí respetando su formalismo, “pero no soy experta.” Caleb bebió un sorbo de vino y me pareció que apresaba los sabores aplastándolos entre la lengua y el paladar. Cerró los ojos y respiró profundamente. Yo no podía sacarle los ojos de encima; su andar, sus modos y su voz eran irresistibles, como si encerraran un enigma de imperiosa resolución. Se movía poco, con ademanes leves y se comunicaba a través de claros susurros. Desprendía una fuerza vital, magnética que me impedía dejar de mirarlo. Roberto, a su vez, medio repatingado en su silla y con un codo sobre el respaldo, disfrutaba morosamente de la situación. Creo que se sentía un espectador privilegiado o, ahora que lo pienso, como el director de una película satisfecho con sus actores.

La cena transcurrió en ese tono y en ese entorno ambivalente de fulgores suaves y sabores violentos: vinos de cuerpo espeso y notas sedosas, carnes asadas, delicadamente especiadas y vegetales frescos con aderezos dramáticos. Caleb servía cada plato en porciones pequeñas como para dejar con las ganas de un poco más, pero enseguida nos regalaba otro manjar más apetecible que el anterior. No descuidaba detalle y se afanaba para que tanto a Roberto como a mí no nos faltara nada. En sus idas y vueltas no se privaba de rozarme con su mano al retirarme un plato, o de acercarse más de lo necesario para llenar la copa e, incluso, casi a medianoche, me besó fugazmente los labios cuando me preguntó si estaba satisfecha o quería un poco más.

La atmósfera se tornaba lúbrica, se iba cargando de sensualidad a cada minuto, como cuando se gesta una tormenta. Un irremediable deseo en estado puro era la sazón de la comida. Tal vez era ese el ingrediente secreto del cocinero.

Roberto y yo hablábamos sobre nosotros, sobre un viaje que haríamos a Marruecos, sobre unos monjes que ofrecían un seminario sobre sexo tántrico. Fluía el erotismo, nos cruzaba con corrientes tan corpóreas que podía verlas, ellas animaban sus ojos y la forma en la que, de a ratos, me acariciaba. Pero no nos movíamos de la mesa, ambos pretendíamos dilatar ese momento irreal, tan suspendido en el tiempo. Todo era oportuno, medido, justo. Habrá sido por eso que me pareció natural que Caleb me retirara la silla y me condujera al dormitorio seguidos por Roberto quien, detrás de mí, me desarmaba la trenza que apaciguaba mi pelo.

Entre los dos me desvistieron. Nadie dijo nada, no era necesario, pienso que cualquier palabra hubiera roto el delicioso silencio que se había instalado entre nosotros tres. Se estableció una comunión que no había experimentado antes con nadie, ni siquiera a solas con Roberto.

No sé, la verdad es que no sé si podré tener una noche igual. Lo dudo, porque hubo algo mágico, aportado por mi curiosidad, mi asombro y mi dejar hacer o por el plan meticuloso de los hombres. Se notaba la preparación previa, el cálculo de los detalles y, sin embargo, percibí que ambos se sorprendieron por mis reacciones y disfrutaron más de lo que suponían. Hay cosas que no se pueden fingir. No sé porqué me acordé de la química y de sus condiciones normales de presión y temperatura. Tal vez porque concurrimos en el momento indicado al lugar preciso, una cita armada entre los tres, un mutuo acuerdo que fue más allá de una idea loca de Roberto solo para ver qué pasaba. Creo que él vio más allá de mí y venció mis propios temores.

Ha pasado poco tiempo desde esa noche, apenas unos días, pero todo vuelve a mi cabeza con la fidelidad de una cinta de video. Me debato, a veces sumisa y otras tantas dueña y señora de la escena, entre la fiereza de Caleb y el amor sabido de Roberto. Disfruto del recuerdo del intercambio de pieles y sabores, de las manos, de las bocas, de los sonidos animales y de los sentimientos nuevos que me vi obligada a abrigar. Renové mi pasión por Roberto, avivada por esta faceta lúdica y experimental pero ahora sólo me martiriza la pregunta: ¿cómo hago para vivir sin Caleb?

viernes, 21 de agosto de 2009

TATOO



Sentado en un asiento del lado de la ventanilla alternaba mi atención entre la fauna que poblaba el 522 y el paisaje tantas veces repetido de Agraciada, de la rotonda del Palacio Legislativo y de la calle Yaguarón.

Me quedé colgado de un hombre, un flaquito fibroso de camisa roja, sería jubilado, quiero suponer, nada más por lo apacible, porque a las claras se notaba que no debía llegar temprano a ningún lado. El viejo, parado y sin inmutarse, con el vehículo en movimiento servía un mate dejando caer del termo un chorrito de agua caliente justo en el hueco donde se hundía la bombilla. Pude apreciar el prolijo acomodamiento de la yerba apoyada sobre la pared del mate, pensé en puentes y en diques, en grandes obras de ingeniería. Ignorando vaivenes y frenadas no derramó ni una gota. Finalizada la tarea acomodó el termo bajo el brazo y se dedicó a chupar el brebaje verde con la mirada clavada en la nada. Lo envidié porque nunca me animaría a cebar en esas condiciones y muchos menos justo delante del cartel que rezaba “Prohibido tomar mate”.

Unos minutos más tarde subió un vendedor de caramelos. Debo reconocerle la inventiva: sobre una tabla de madera con una manija que le permitía llevarla como si fuera una valija, tenía prendidas un montón de bolsitas de colores. Anunció con rima imposible, caramelos Sabala, de leche, de menta, ácidos, ticholos, chicles y hasta Mantecol. Increíblemente tuvo éxito, a pesar de la dudosa asepsia de las mercancías, dos pasajeras compraron sendas bolsitas.

La parada siguiente era la mía: 18 de julio. Suelo apresurarme para bajar primero, no sé bien porqué, un atavismo, qué se yo, pero una chica de pelo corto se me adelantó. De inmediato la califiqué de ventajera y taimada. Se abrieron las puertas y ella descendió un escalón. Yo bajé la vista para iniciar mi salida sin tropiezos. Por eso vi lo que vi y pasó lo que pasó.

En el sencillo acto de desprenderse del ómnibus su pierna izquierda me hipnotizó, simplemente me hipnotizó. Tenía una especie de inscripción que intuí china, un ideograma negro grabado a fuego y tinta sobre el tostado de su pantorrilla que venció mi voluntad para emprender cualquier otra cosa que no fuera ir tras ella. La palabra, vertical e incomprensible, comenzaba a media pierna para finalizar en el perfil de su tobillo de potranca fina. Fue inevitable, no pude resistir la orden de la carne firme, el mandato de los músculos tensos recortados por la contracción del paso bajo la tirantez de su piel. Acaté su ley ciego sordo y mudo a cualquier otro estímulo externo o interno. Olvidé por completo porqué había viajado hasta allí, ignoraba si debía cruzar la avenida o la calle Yaguarón. No sabía si me esperaban, si era de mañana o de tarde, si era temprano o tarde, –temprano o tarde ¿para qué?–. Creo que era jueves.

Solo supe que mi única misión en la vida era seguir aquella pantorrilla con luz propia que ya doblaba por 18 como quien va para la Ciudad Vieja. Salí del momentáneo estupor que obnubilaba mis coordenadas porque reconocí el Palacio Salvo recortado sobre el cielo azul sin nubes. No cuestioné el trazado de su itinerario, no sabía si era un deber o un capricho. Solo caminaba tras ella tratando de no perderla entre el mar de montevideanos y extranjeros que cubría los baldosones de granito rosado de la vereda.

Crucé Río Negro en rojo y casi me pisa un 427. No era mi hora, una viejita se persignó por el milagro mientras decía “diosmío”. La silueta blanca y roja del colectivo pasó ante mí como una pared móvil que por una fracción temporal muy breve me cerró el paso y la visual. Mínima interrupción del tiempo y del espacio que sin embargo desesperó mi corazón: advertí que había perdido la pierna de mis amores. Suspiré aliviado cuando la divisé a lo lejos entre otras muchas piernas desnudas y vestidas.

Apuré el paso tratando de remedar el suyo. Juré ser precavido al cruzar Convención. El tatuaje seguía su camino hacia la Plaza Independencia, sin quererlo me llevaba a uno de mis lugares favoritos. Adivinaba en el aire brumoso la cercanía del agua por ese dejo a resaca salobre que se pegó a mi cara como una telaraña. Una o dos gaviotas remontando el viento confirmaron la sensación marina.

A velocidad constante, la dueña de la pierna rodeó por un costado la estatua de Artigas y como quien entra a su casa pasó bajo la puerta de La Ciudadela. Sin objetar ni un milímetro el recorrido pase, a mi vez, a través de la vieja entrada de la ciudad.

Levanté la vista para buscar mi norte y no vi el ideograma que me tenía enajenado, la vi en cambio a ella recostada sobre un auto estacionado. Bueno, creí que era ella a juzgar por la ropa y por los detalles generales que venía observando desde hacía ya un rato largo. Confieso que –como un loco- me acerqué buscando la rara escritura negra en su pierna izquierda para no cometer un error. Ella me miró con sus ojos de relámpago. Esa es la mejor manera de describirlos porque eran grises y emitían algún fulgor misterioso.
–Me estás siguiendo ¿no es cierto?
–Perdón, mil perdones, no es mi intención molestarte y mucho menos asustarte; no sé qué me pasó. Te vi, mejor dicho vi tu pierna cuando bajabas del 522 y desde ese mismo momento no he podido resistir el mandato de ir tras tus pasos. Esa inscripción inentendible –le dije señalando el ideograma– me ató una cuerda al pescuezo; si no te sigo, hubiera muerto ahorcado en la mitad de la calle. Por favor, aclarame: ¿Qué dice tu pantorrilla?

Ella se rió llevando con gesto fresco una mano a la frente.
–No espero que lo creas –me susurró su boca muy cerca de mi oreja–, has sido obediente, el tatuaje dice: “Sígueme”.

jueves, 20 de agosto de 2009

CASI IGUAL


Aquella madrugada la llanura se extendía inaudita. El sol se empezaba a adivinar en el este rayando el cielo, todavía oscuro, de rosas y violetas. Gotas de rocío brillaban en la hierba como diamantitos redondos. Mezclado con el aire frío, el vapor que humeaban los belfos formaba volutas caprichosas y las crines se enredaban en el viento, al compás del galope.

Una yegua tobiana dirigía la tropilla en silencio. Tal vez los caballos leyeran su pensamiento pues la seguían obedientes sin mediar un relincho. Cruzaban el campo con una ligereza que apenas provocaba un rumor sordo, como de corazones latiendo. Bajaban y subían las suaves ondulaciones en una coreografía de tal belleza que parecía largamente ensayada.

El potrillo era feliz, se sentía aceptado por sus nuevos compañeros, la luz aún tenue y la proximidad de los cuerpos escondía las diferencias. Era casi igual.

Entre dos instantes se abrió el cielo y la divina voz tronó: -¡Pegaso!

Los caballos asombrados lo vieron desplegar sus alas blancas, levantar vuelo y dirigirse, veloz, al Olimpo no sin antes regalarles una mirada un poco triste.


imagen : http://usuarios.lycos.es/nubeazul8/hpbimg/Pegaso.jpg

miércoles, 19 de agosto de 2009

CAMILO GÓMEZ

Camilo Gómez Consigna Semana de mayo 2005.
Primer cuento escrito y enviado a La Nación.

Camilo Gómez despertó con el ruido de la lluvia sobre el techo y el chapoteo de algún caballo en el lodo que ahora sería su calle. Se levantó con la esperanza de que el mate cocido caliente, retuviera un tiempo más en su cuerpo, al alma que ya estaba harta de tanto frío. Se calentó las manos con el tazón mientras trataba vanamente de vislumbrar algún designio en las volutas del vapor verde del mate.

"Adivinar el futuro no me dará de comer", se dijo.
Apuró la bebida y se fue decidido a la Plaza Mayor. Hacían ya varios días que algo se cocinaba en el aire. Algo del rey o del virrey, no sabía ni le importaba.

La plaza estaba llena de gente. Elegantes y menesterosos enfocaban su mirada a las ventanas del Cabildo, algo esperaban. Algunos gritaban, pero Camilo ya había empezado a trabajar. Nadie reparó en él mientras rastrillaba la plaza, pidiendo permiso.

Camilo sonrió mientras desplegaba sobre la mesa el botín recolectado en los bolsillos de la plaza.
"¡Qué viva la Patria!", gritó. Y se rió fuerte.

BIENVENIDOS

BIENVENIDOS
Lo que leerán a continuación lo conté muchas veces pero nunca lo escribí. Cada vez que lo evoco me parece tan mágico que merece quedar en palabras.

Siempre fui lectora, muy lectora. "Lo que se hereda no se roba", dice el refrán. Y es cierto. Cuando imagino a mis padres, a ambos los hago con lectura entre las manos, mi viejo sentado en la mecedora con La Nación desplegada ante la cara o en su cama, leyendo Primera Plana o algún libro con una pierna flexionada sobre la otra y muchas almohdas detrás de la cabeza. Mi mamá, en cambio leía acostada todo lo que le cayera adelante, no sé cuántas novelas policiales habrá leído en su vida, pero la colección era impresionante. También tenía otra locura, la lectura de madrugada, sentada frente a la mesa de la cocina con un balde de café con leche y un pucho como únicos testigos de sus andanzas solitarias.

Por eso digo, que no pude escapar a ese destino... recuerdo que cuando tenía 6 años me regalaron esos libritos chiquitos pero gruesos, de muchas hojas que tenían en la esquina superior derecha una imagen. Cuando uno corría las páginas rápidamente, pellizcando el libro, se revelaba un dibujo animado. Ese librito me llenó de orgullo porque era el primer libro gordo (como los de mis padres) que leía.

Toda esta parrafada sirve para decir que sólo leía y que jamás había escrito nada de nada. Tal vez ese hubiera sido mi destino de no haber leído el diario La Nación -en su versión digital- un 25 de mayo de 2005. En la página principal había un link con el título Semana de Cuentos que, para ser sincera, no sé porqué cliqueé. Me enteré entonces que se inauguraba un foro de escritores, que tendrían una consigna semanal y que habría un cuento ganador por semana. Esa primera consigna fue: "Es 25 de mayo y...".

La noticia no me llamó la atención en lo más mínimo ni despertó mi curiosidad. ¿Qué interés podría tener en un foro alguien que en su vida había entrado a ninguno y sólo usaba Internet para escribir mails/carta a la familia?

Lo cierto es que cerré el diario y me fui a duchar. Se me ocurre pensar en que el agua tiene para mí un efecto benéfico por encima de cualquier otro elemento. Mezclado entre las gotas de agua caliente un cuento, palabra por palabra, fue desgranándose sobre mi cabeza. Vi claramente a Camilo Gómez en su casa helada y pobre, olí su mate cocido y lo acompañé a la plaza donde algo se cocinaba aunque él no sabía bien qué.

El cuento debía tener 180 palabras, ¡poquísimas! pero finalmente esas palabras dictadas por lluvia quedaron firmes en la pantalla de la computadora. Cuando estuve conforme con ellas las mandé al diario bajo el nick rosario05. El jueves siguiente me enteré de que ese había sido el cuento ganador. Desde ese día no pude dejar de escribir y gracias a eso, además, empecé a coleccionar los amigos más afines que he tenido, la gente que escribe porque sí, porque no puede guardarse adentro lo que manos invisibles escriben contra los muros de sus cerebros.