domingo, 31 de enero de 2010

CUESTIÓN DE SUPERVIVENCIA

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Mi buen trabajo me costó conseguir un permiso especial para entrevistarla. No es nada fácil que las puertas de una cárcel de máxima seguridad se abran para un ignoto periodista free-lance. La celadora, gruesa y con aire de tapir malayo, me acompañó hasta un recinto pequeño. Aparté de mi mente la sensación de claustrofobia, le agradecí al tapir y me senté a esperarla frente a una mesita desvencijada.

Helena apareció escoltada por otra matrona del servicio penitenciario. Había imaginado a una mujer de aspecto temible por eso me sorprendió su fragilidad de gorrión. Le perdí el miedo nomás verla pero me volvió la cautela cuando con voz ajada me pidió un cigarrillo.

–¿Fuma? –pregunté– No sabía… le dejo el atado.
–Gracias, me envicié acá, Si me disculpa la ironía, hay que matar el tiempo de alguna manera. ¿Por qué quiso entrevistarme? ¿Qué quiere? ¿Ser el nuevo Truman Capote? Me asombró la alusión literaria y debe habérseme notado en la cara porque agregó: –Se puede ser culta y asesina, una cosa no invalida la otra.

Intenté una sonrisa y le dije:

–Me atrapó la historia cuando la leí en el diario. Siempre me interesaron los crímenes pasionales.
–Entonces no le voy a servir para nada. No fue un crimen pasional, fue cuestión de supervivencia.
–Empecemos por el principio, ¿le molesta si grabo la conversación?
–Para estas alturas ya nada me molesta.

Encendí la grabadora y la ubiqué sobre la mesa de madera que nos separaba, Mientras tanto, Helena ya fumaba un segundo cigarrillo. Dio una larga chupada y exhaló la nube de humo gris mirando el techo como buscando ahí el principio de la historia.

–A Roberto lo conocí en un bar, en Flores. Me gusta, bah, me gustaba leer en los bares, la gente y los ruidos no me distraen. Me dan sensación de seguridad y por eso leo tranquila. Él se plantó delante de mi mesa y me preguntó qué leía. Le dije “Siéntese”, mientras giraba el libro para que él lo viera: Emma, Jane Austen. “Ese no lo leí, ¿me lo presta?” Le contesté que quería más a ese libro que a él y que tal argumento alcanzaba para justificar mi negativa. “Ya me vas a querer”, me dijo entrecerrando sus ojos de mirada oscura. Nunca me pasó nada igual, quedé prendada de su magnetismo. Dos cosas supe al instante, que él no era bueno para mí y que ya nunca me lo podría sacar de la cabeza.

Helena hizo silencio parecía atrapada en su recuerdo. Luego continuó:

–Él pidió un café y yo una gaseosa que jamás llegamos a consumir, Roberto me miró y dijo: “Vamos”. Dejó sobre la mesa los billetes que saldarían la cuenta y salimos del bar. Pasó su brazo por sobre mis hombros como preludiando la historia que acababa de empezar. Me besó casi con furia antes de entrar a su auto; recuerdo haber pensado en un conejo atrapado entre las garras de un águila. “Vamos”, dijo otra vez y yo no pude objetar nada, era imperativo que siguiera a ese hombre hasta donde él quisiera llegar.

Afuera atardecía. La luz entraba por una claraboya, por lo que la pequeña sala de reuniones se fue llenando de rosas y de rojos que creaban un aura mágica sobre la mujer delgada y teñían las volutas de humo que ascendían morosamente en espiral y se quedaban remoloneado largo rato pegadas al cielo raso. De pronto, como si las palabras le pesaran y quisiera deshacerse de ellas continuó el relato.

–Se metió en el primer telo que apareció en el camino, ninguno de los dos estaba como para elegir. La urgencia era dolorosa, si me lo pregunta no podría recordar ningún detalle, ni la calle siquiera. Le parecerá una exageración lo que le cuento pero le juro que fue así, éramos dos animales grandes con los instintos desaforados. Roberto respiraba con fuerza como si se bebiera el aire mientras se movía sobre mí. Me miraba con ojos de asesino y supe, íntimamente, que alguna vez tendría que matarlo.

–No entiendo –interrumpí– ¿qué la llevó a pensar eso?
–Mire, desde chica he sabido interpretar las señales que las personas dejan a su paso, como las huellas en la arena mojada. Digamos que es un don. No puedo explicarlo científicamente pero cuando esa decodificación me llega sé que es inevitablemente cierta. De todas formas, en ese momento, aparté el pensamiento, para qué voy a negarlo, lo estaba disfrutando, era el mejor amante que había tenido.
–¿Y qué pasó después?
–Nos seguimos viendo regularmente. No éramos una pareja, no se crea, nada de casitas ni proyectos, lo nuestro era sexo nada más; jamás supe con qué club de fútbol simpatizaba. Yo no quería compromisos y él era un misterio que nunca pude develar. Lo cierto es que las cosas en poco tiempo se fueron de cause; a mí me gustaba la violencia en las relaciones y él se excitaba con esa peculiaridad que finalmente hizo suya. En los encuentros posteriores la escalada de agresiones (como parte del sexo) se tornaron cada vez más duras. Creo que él nunca había sido tan feliz. Pero eso no podía durar, las alertas en mi cabeza habían empezado a sonar. Una tarde después de una batalla me miré al espejo y vi sangre en mi cara. Lo miré y eso lo volvió loco, estaba cebado. Supe que corría peligro, que para Roberto el verdadero goce estaba en la dominación extrema y que sólo con más sangre mía calmaría su sed. Comprendí entonces que no bastaba con dejarlo y que debía prevenirme; empecé a llevar conmigo una daga pequeña, de las que se abren con un resorte, que podía esconder en cualquier lado. Olía un final cercano.

Helena interrumpió su relato, ya no hablaba para mí, las secuencias de esa relación infernal pasaban delante de sus ojos.

–La última tarde me llamó excitado y confuso. Aún por teléfono se le notaba el apremio. Estuve a punto de decir que no, pero yo también era parte de ese mecanismo enfermo y accedí. Me acuerdo que me vestí como para una ocasión especial, perfume, escote, tacos... una mezcla de miedo y calentura me hizo correr por la calle.
Nos encontramos en el hotel de siempre; no me había equivocado, Roberto estaba fuera de sí. Ni bien llegamos a la habitación me aplastó contra la pared. Todavía recuerdo el ruido de mi cráneo y el dolor. Quedé aturdida y floja. Sus ojos encendidos me miraban con hambre; supuse que había tomado. Me echó sobre la cama y empezó a luchar contra mi ropa y la suya. Entendí que las cosas estaban peor que nunca y aproveché la distracción proporcionada por la tozudez de mis botas para deslizar la navaja –escondida en el bolsillo trasero de mi pantalón– bajo la almohada.

–¿No pensó en irse? –la interrumpí– usted ya sabía que eso iba a terminar mal, ¿por qué no se fue?
–No pude, o mejor dicho, no quise, no se olvide que yo era parte del juego y esa locura, que ahora era de él, la había empezado yo.
–¿Y qué pasó después?
–Encendí la mecha del final, le crucé la cara de una bofetada. Roberto masculló un “ya vas a ver” y comenzó a ahorcarme, sí, rodeó mi cuello con sus manazas y empezó a presionar. Pensé que me quebraría la garganta, el aire dejó de llegar a los pulmones, sentí que me aflojaba, que mi cuerpo se desprendía de mí. Eso debió sorprenderlo porque aflojó la presión de sus manos. Tenía un segundo para reaccionar y lo hice, era él o yo. Tomé la navaja y no pensé: se la clavé en el corazón. Sus ojos me miraron incrédulos antes de desplomarse sobre mí. No sé cuánto tiempo pasó hasta que pude llamar al conserje del hotel. Lo que viene después ya lo sabe, la policía, el juicio, la sentencia…

–¿Por qué no alegó legítima defensa?
–Porque hubiera sido mentira. Entre Roberto y yo no cabían legítimas defensas. Sé que si yo no hubiera tenido ese segundo de lucidez en el que usé la navaja quien estaría conversando con usted sería él y no yo. Creo que tácitamente habíamos planeado la muerte del otro desde el primer encuentro aquella tarde en el bar de Flores.

La celadora tapir anunció que la visita se había terminado.Nos pusimos de pie y Helena adelantó su mano invitando a la mía a un último saludo.

–Mándeme un ejemplar del reportaje cuando lo publique, mejor aún, envuelva con él un cartón de cigarrillos.



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viernes, 29 de enero de 2010

HOUSTON

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Mientras trataba de poner la bombita nueva me dio por pensar. Siempre pienso mientras hago otra cosa, es un vicio. Sobre todo cuando se trata de aquellas tareas que no me gustan, seguro que para hacerlas más llevaderas. Pero esta vez deseché todo pensamiento que me desviara de mi cometido, no podía fallar.

El asunto vino más o menos así: se quemó la lamparita del recibidor, la que dejo encendida cuando salgo para encontrar algo de calor a mi regreso. Me da un poco de miedo entrar oscura en la casa así que no me demoré en conseguir la escalera, ya que una conjunción de circunstancias irremediables –mi baja estatura y el cielo raso altísimo– no me permiten la alternativa de un banquito.

Tuve la precaución de cortar la luz porque me pareció patética la perspectiva de morir electrocutada, sin perjuicio de lo cual, me calcé zapatos con suela de goma (más vale que sobre y no que falte, ¿no?). Me até a la cintura un delantal con bolsillo al frente para poner la bombita nueva hasta que llegara el momento del cambio; eso me aseguraría las manos libres. No soy muy ducha en las alturas, mas bien les temo, y tengo gran respeto por las escaleras; tal vez se deba a que una de mis pesadillas recurrentes es que me desnuco cayendo por una de ellas; la recuerdo filosa, de mármol, rosado y frío. ¡Ah! y como último accesorio de protección me puse los anteojos, no porque no viera, sino como escudo contra probables motas de polvo que, en el vaivén del manoseo, pudieran ensañarse con mis ojos.

Me felicito íntimamente por tener en cuenta estos detalles que garantizarán el éxito de mi empresa. Si no estuviera aferrada a la escalera me palmearía la espalda pero el terror a caerme entorpece el ascenso; ni loca renuncio a la seguridad de la madera clara.

Por fin –estirando el brazo en alto– accedo a la lamparita quemada. La desenrosco y, con movimientos medidos, la pongo en el bolsillo. Con la misma mano y con un floreo, tomo la nueva que emerge reluciente; la dirijo al portalámparas. Un acople de naves espaciales me viene a la cabeza: “Houston, tenemos un problema”, pero no, enseguida me doy maña para enroscar la lamparita. Me aseguro de que quede bien ajustada y comienzo el descenso.

Ya en tierra firme, conecto la luz y enciendo el interruptor. ¡Habemus lux! –sonrío satisfecha– y lo celebro destapando una cerveza fría.

El líquido helado ahoga las lágrimas en mi garganta al pensar –eso pasa por pensar y suelo hacerlo mientras hago otra cosa– en que la cerveza fría debía habértela servido a vos después de que, sin tanta vuelta, cambiaras la lamparita en dos patadas.

Caigo en la cuenta, –y la certeza es como un golpe– de que hace ya un año que no estás conmigo.

Cuento enviado a La Nación el 24 de marzo de 2008. Enviado a PN el 12 de julio de 2008.

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jueves, 28 de enero de 2010

LA BAILAORA

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Parece casual, pero ella ha planeado todo al milímetro… bueno, a decir verdad, todo no.

El colmao espera impaciente como un monstruo que contiene la respiración. Han pagado por verme, están ansiosos; tan ansiosos como yo, que aunque mil veces haya entrado a escena, muero y resucito cada vez, lo juro por la Macarena.

Oscuridad rota por un reflector. Su luz blanca, baña mis manos que fabrican mariposas en el aire negro. Sobre la madera noble inicio el taconeo, lento y cadencioso. El reflector dibuja un círculo sobre mis pies; ellos marcan un ritmo seco y claro casi el golpe certero de un martillo alimentado a pura furia o a pura poesía. Hablan las castañuelas picando la atmósfera con su voz de vieja.

La luz se hace plena sobre mí, revela la preciosa bata de cola, roja como la sangre de un toro, que se adhiere a mis caderas y allí se rompe en una catarata de volados espumosos que me acarician las piernas. Arqueo la espalda y, con un ademán de todo el cuerpo, echo la cabeza hacia atrás, derramando sobre el público y sobre ti, amor, mi legendaria cabellera negra, el sello de la diva.

Es el turno de tu guitarra, que le cantará entre tus manos a nuestro amor secreto. La luz me ciega pero puedo oler tu perfume almizclado enroscándose en las notas que tocas para mí.

Bailo esta noche sólo para tus ojos. Muchos nos miran pero somos sólo dos, puedo sentirlo. Tu música replica mis movimientos. Conversamos, tu guitarra y yo; por momentos son murmullos quedos y al siguiente, gritos quemados por el fuego.

Termina el show, amor. Los aplausos quiebran el clima de catedral. Nos aclaman pero no los oigo. Saludo con una lenta reverencia y dirijo, con mi mano, las loas hacia ti.

Vuelan las rosas encarnadas sobre el escenario. Al descuido recojo una, camino con lentitud y la dejo, con un beso trémulo, en la boca de tu guitarra. El público delira con ese gesto drástico largamente ensayado.

La coreógrafa, entre sombras, también recibe su porción de alabanzas; ella ha planeado, al milímetro, con garabatos de tiza, tanto mis idas y vueltas como el lugar exacto de tu taburete y el del atril de tu partitura.

Las cosas seguirán así, mantendremos la concordia entre los tres mientras no le vayan con el chisme de que su marido, el guitarrista, es mío.



Enviado a Perras Negras el 6 de agosto de 2006. Consigna 26 Instrumento musical.

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lunes, 25 de enero de 2010

FERREIROS DEBE MORIR -parte II- (El regreso)

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“Negocios son negocios”, me había reiterado el gerente de programación del canal para convencerme. Y era cierto, la enorme suma de dinero que me pagarían por mi trabajo era la única razón para que hubiera aceptado volver a dirigir en una novela a ese estúpido, engreído, energúmeno y enorme –estaba cada vez más gordo– Roberto Ferreiros. No podía entender que semejante bodoque, quien no podía articular más de dos palabras seguidas sin babear, fuera el galán de un millón de mujeres en este país y de otros tantos en Latinoamérica. Eso era lo que aseguraba la presidenta del club de fans del actor, una horrible mujer de pelo platinado cuyas cejas depiladas en forzado arco pintaban en su cara una expresión de perpetua maldad que ostentaba aun durante el sueño (suposición mía porque –a Dios gracias– nunca he dormido con ella).

Pero un nuevo ingrediente se sumó para alimentar la hoguera de mi odio y era más poderoso que el que Ferreiros fuera un pésimo actor, que su panza lo anulara como galán y que escupiera al hablar (las salpicaduras captadas por la cámara eran un asco): Abigail Adams.

–Quiero presentarte a la estrella de la novela –me dijo una tarde el gerente de programación. Corrían los días previos a que empezara la grabación del mamotreto que tenía que dirigir y me arrastró de un brazo por los largos pasillos del canal–. Abigail, querida –susurró meloso–, te presento a Robles, tu director.

–Ay chico, ¡qué chévere cuanto honor!– me dijo la venezolana reina de belleza extendiéndome la mano.

No sé si besé su mano o su mejilla, si le dije “el honor es todo mío” intentado agravar mi voz y recordando alguna línea de una película de Mirtha Legrand, o si simplemente me morí. Debo haber muerto porque solo vislumbré un esfumado de la escena; he usado ese recurso muchas veces en mis trabajos y sé de lo que hablo. Para cuando volví de entre los muertos me había enamorado perdidamente de Abigail. En dos minutos planeé divorciarme de mi segunda mujer (incluso calculé cuánto debería pasarle por mes de acuerdo al tiempo que llevábamos casados), negué cualquier posible relación sentimental de Abigail con otro hombre y planeé dos o tres maneras posibles de abordarla con éxito. Después me dediqué a mirarla. Era mezcla rara de diosa y pantera, no, en serio, debía tener algo de sangre indígena y de vikingos. Vaya uno a saber. Esos mestizajes suelen resultar tenebrosos, pero en este caso la genética de Abigail regalaba, a quien pudiera mirarla, una piel sedosa de un exquisito dorado oscuro y una cabellera rubia que reptaba sobre su espalda deteniéndose justo dónde comenzaba el fabuloso trasero que adivinaba bajo la tenue falda roja. No lo he dicho todavía pero, seguramente por deformación profesional, tengo visión de rayos X. Y eso que todavía no hablé de sus ojos que eran rasgados y verdes. Debajo del izquierdo, un pequeño lunar castaño la convertía en lo que la definía: única.

Si conté todo esto es para explicar mis acciones posteriores.

El tema Abigail no me resultó fácil, la rubia era escurridiza como una anguila y conocía perfectamente la magnitud de su poder de modo que pospuse su captura para más adelante. Calculé que cuando termináramos el rodaje de la novela ambos estaríamos más tranquilos. Ferreiros me estaba poniendo los nervios de punta, al promediar el rodaje mi relación con ese boludo era insostenible. Baste decir que para aguantar sus veleidades de divo me apuntalaba con Valiums y Alplaxes con el desayuno y Jack Daniel’s a discreción.

Pero un día, cuando ya teníamos casi todo grabado, las promociones de la novela estaban en el aire, habíamos ofrecido la conferencia de prensa de presentación y sólo faltaba la escena de la muerte de Ferreiros me enteré.

–Este tipo es un pelotudo por dónde se lo mire –le dije a mi asistente– ¡¡Ferreiros, te dije que cuando escuches el disparo simplemente te caigas sobre la cruz que te marqué en el piso y nada más!! –grité medio desaforado al interrumpir la novena toma de una escena que debía ser fácil. Nada más fácil: la cámara uno registraba el revolver en la mano de Abigail que asomaba por la ventanilla de la limusina, se escuchaba el disparo y la cámara dos tomaba a Ferreiros cayendo sobre la vereda de la locación elegida. Eran exteriores legítimos, para lo cual habíamos pedido el permiso a la municipalidad, cortado el tránsito, dispuesto las luces, los micrófonos, el catering sin el cual nadie mueve un dedo…En fin, era un despliegue de treinta personas entre actores, extras y técnicos y el muy infeliz se empeñaba en arruinar todo.¿Cómo?, simplemente sobreactuando: tomándose el pecho con ambas manos, mirando alternativamente –y varias veces– al cielo y al suelo, abriendo y cerrado los ojos, temblequeando la mandíbula con la boca abierta, cayendo ridículamente y dando varias vueltas sobre sí mismo antes de quedar despatarrado en la mitad de la calle.

Para mejor hacía un calor de morirse y todos teníamos un humor de perros. Alguien me alcanzó una revista de espectáculos para que me abanicara. Se detuvo mi corazón cuando vi la tapa: Abigail y el salame de Ferreiros aparecían abrazados en una fotografía atrapados –aparentemente– in fragantti a la salida de una discoteca.

Dos cosas me decidieron, la foto y el hecho de que no iba a permitir que Ferreiros arruinara otra novela. Ya sé que alguno objetará mis métodos pero en el amor y en los negocios todo se vale. Soy el director y eso me da mucho poder (siempre que no se trate de gastar más dinero). Nadie me lo ha dicho abiertamente pero se rumorea sobre mi fama de meticuloso, quisquilloso y perfeccionista… no dejo cabos sueltos.

–Cortamos para comer –grité–. En media hora los quiero a todos en sus puestos. Abigail, corazón, dejame el revólver para que los muchachos de efectos especiales lo preparen nuevamente para el disparo.

Todo salió como lo preví.

La piel de Abigail es más sedosa de lo que imaginaba y la novela tuvo un éxito arrasador. La inexplicable muerte de Ferreiros en la escena final víctima de balas verdaderas nos aseguró como cincuenta puntos de rating desde el primer capítulo. Creo que la policía aún sospecha de la presidenta del club de fans, la gorda platinada de cejas depiladas en forzado arco y ataviada con exquisito mal gusto quien en algún momento oportunísimo hizo declaraciones poco felices sobre Abigail y el tarado de Ferreiros (Dios lo tenga en su santa gloria y no lo deje volver).


Cuento enviado a PN el 28 de enero de 2008. Consigna: "El fin justifica los medios"


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jueves, 21 de enero de 2010

FERREIROS DEBE MORIR (Parte I)

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–¡Coooorten!– dijo el director

Se levantó de su silla de lona y empezó a llamar a los gritos a los actores de la toma siguiente. Se rodaba un exterior de la telenovela que cada tarde hacía inexplicablemente 30 puntos de rating. Midió la luz y le marcó la escena al galán, un tal Roberto Ferreiros quien debía subir al globo aerostático con cierta gracia. Tomó dos notas mentales:
1) Imperativo: ocultar al ojo de la cámara la panza bamboleante del fulano.
2) Limitar el catering

Por fortuna era el último día de rodaje con ese tipo insoportable, un modelito venido a más, inflado por la prensa del espectáculo y con novio poderoso en el show–business.
–¡Acción!– gritó y se concentró en el rodaje.

La cámara le hizo un plano corto a Ferreiros, tomando su famoso perfil – tal vez el otro no existiera dado que nadie lo había visto jamás–. El rostro del hombre debía expresar dolor y determinación en aquella hora amarga que señalaba el guión. No lo lograba.

Otra cámara con plano abierto registraba el lento ascenso del globo en medio de otros que completaban el escenario de la locación. Aprovechaban una competencia de globos aerostáticos que se realiza anualmente en San Luis. Había que abaratar costos.

El actor se tomó de los tensores y subió al borde de la canasta. La intención de saltar era clara. Ferreiros debía morir.

-¡Cooorten! Se imprime…

Con Ferreiros muerto la cosa sería más fácil. Un día más de grabación con ese salame y se pudría todo. El director celebraba por adelantado el no verlo nunca más.

A la ola de llamados, cartas y mails se sumó al piquete que un grupo de pulposas matronas con pancartas ofensivas armó frente al canal, el mismo día en el que entendieron que el capítulo siguiente se iniciaría con el cuerpo inerte de Ferreiros sobre el campo.

–Si Ferreiros se muere, nosotras no les vemos un piojoso programa más, ¿Mesplico?– le dijo a la cronista de “Intrusos en el Espectáculo” una gorda vestida con exquisito mal gusto. La mujer de cabellera platinada y cejas tan depiladas que dibujaban en su rostro una expresión de perpetua maldad era, a todas luces, la presidenta del club de fans del actor.

En la calle, vallada por la policía, las mujeres rugían por Ferreiros.

Unos metros más arriba lejos de los gritos, el gerente de programación recibió un par de llamados de los directivos del canal e hizo otros tantos.

–Negocios son negocios –le explicó por teléfono el gerente al director– Ya di orden a los escritores para que Ferreiros caiga justo sobre un camión cargado con colchones.

El director cortó, se tomó dos valium con un trago de Jack Daniel’s y repitió con resignación:
–Negocios son negocios.

Este cuento fue envidado a LNOL el 28 de febrero de 2006 - Consigna globos y a Perras Negras el 5 de agosto de 2006
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martes, 19 de enero de 2010

CHAU ROBERTO

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La primera invasión de mariposas gigantes se desató el mismo día que empezó a llover vapor. Recuerdo que me asomé a la ventana atraída por las corrientes desmadejadas de agua falsa que, como jirones de nubes, quedaban enganchadas en las rejas de los balcones

Un aleteo cada vez más cercano me obligó a mirar hacia el oriente. Nadie habrá visto jamás espectáculo más hermoso: un enjambre de mariposas grandes como gaviotas, de alas aterciopeladas cruzaba el aire denso dibujando una caprichosa espiral.

No las había admirado más que un segundo cuando una de ellas reparó en mí y se lanzó en picada desde la lejanía.

–Cuchi-chuchi-cuchi– llamé al batracio alado, al tiempo que describía con mi mano derecha un velocísimo movimiento frotando brevemente el pulgar, el índice y el dedo mayor. Me asusté cuando a menos de un palmo de distancia le vi la boca llena de dientes de piraña.

Cerré la ventana justo a tiempo. De lo contrario el maldito arácnido me hubiera descosido la yugular. El marsupial de colores brillantes se estrelló contra el vidrio con un ruido entre gomoso y de maderitas rotas.

Para calmar mis nervios preparé un té tilo y sintonicé con el microondas el canal que daba noticias las veintiocho horas del día. Alguien nos diría qué hacer con esta nueva calamidad.

Para variar, llamó Roberto y me avisó con sus modos ampulosos la vieja novedad. Los terribles mamíferos implumes le dieron una nueva excusa hacerse el galán conmigo:

–Uno de esos asquerosos crustáceos entró por la ventana y se comió al contador a dentelladas, yo salté por la ventana del piso 32 y acá estoy, fresco como una lechuga– me dijo entre atemorizado y adrenalínico.

–Ok, Rober –le dije– la tele dice que estos inmundos reptiles son un verdadero peligro, nadie sabe qué hacer, escondete. Pensándolo bien creo que lo mejor será que desinfles una de tus dimensiones, te pliegues y te guardes en el bolsillo interno del saco hasta nuevo aviso.

Sabía que Roberto me haría caso… era un bobo con papeles. Nadie podía volver a inflarse sin ayuda; este plomo irredento pasaría la próxima eternidad dentro de un bolsillo.

–Chau, Roberto– me dije y tomé un sorbo del tilo al que le había agregado un chorro de Johnnie Walkers para potenciar el relax prometido por la infusión.

Afuera, caía la tarde ruidosamente contra los árboles del jardín, aplastándolos como todos los amaneceres. Los malévolos equinodermos rondaban la ciudad buscando humanos desprevenidos. La noticias anunciaban con literales bombos y platillos la lista de víctimas fatales que, desangradas, esperaban que los mezclaran con algunos alógenos y los volvieran alimento para el ganado porcino –esto del reciclado estaba llegando a límites ridículos-.

Tuve hambre. Busqué en la heladera y, como siempre, el viento me despeinó no más abrirla.

“Ningún braqueópodo de porquería se va a interponer entre mi deseo de un alfajor Jorgito de chocolate y yo”. Uniendo la acción a la palabra, me puse una máscara para practicar esgrima, me vaporicé con una nube rosa de “Very Irresistible”–las chicas como una siempre nos perfumamos antes de salir– y tomé del paragüero una raqueta de tenis para enfrentar a esas alimañas.

Me encontré en la vereda con un espectáculo terrorífico: Las mariposas asesinas perseguían a los transeúntes, se metían en los colectivos y aún en las bocas de los subtes. Gente mordida corría desesperada de un lado a otro.

Temiendo lo peor avancé hasta el kiosco más cercano.

Camino a casa y dispuesta a saborear el alfajor envuelto en papel dorado, uno de los malvados miriápodos me saltó encima desde un tacho de basura. No pude pegarle con la raqueta porque venía con la mente fija en el alfajor. Supuse que me debía despedir del mundo cuando escuché que el horripilante molusco gritaba con una voz sorprendentemente aguda:

-¡¡¡Very Irresistible noooooooooooooooooo!!! La mariposa cayó muerta en la vereda con las patitas rayadas hacia arriba.

Fue así como, atando cabos, descubrí el antídoto que nos libraría de esa plaga de antipáticos platelmintos.

Como haría cualquier ciudadana de bien, avisé de mi descubrimiento a las brigadas rescatadoras, a los bomberos y a la guardia urbana. Se deshicieron en alabanzas porque no tenían ni la más puta idea de lo que hacer y ya habían recolectado alimento para ganado porcino hasta el 2026.

Obviamente confiscaron las existencias de la fragancia de Givenchy de todas las perfumerías. Yo no les dí mi frasco, soy buena gente pero no cometo excesos. Los científicos del gobierno averiguaron que la mejor manera de matar a esas turras era con fuego alimentado por el perfume. El humo rosa atacaba a las invasoras con mayor rapidez.

Cuando todo pasó, cuando los cadáveres de los coleópteros infames se pudrían gracias al fulgor de las antorchas alimentadas con el Very Irresistible algo me remordió la conciencia. Busqué en el celular las coordenadas del último mensaje de Roberto. Tal vez fue el tilo, o el Johnnie Walkers, o las emociones extremas, pero algo de eso obró en mí y salí decidida a rescatarlo de su universo plano. Como ya dije: soy buena gente.



Enviado a Perras Negras el 9 de abril de 2007. Consigna 61 Cuento sobre SITUACIONES IMPOSIBLES con la física, la química, la realidad o la cronología

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lunes, 18 de enero de 2010

TRES HELENAS

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Tres Mujeres - Pablo Picasso



Helena subió la ventanilla del auto, el viento comenzaba a molestar y arremolinaba su pelo negro. El shopping abría sus puertas a las diez. Faltaban cinco minutos en su reloj cuadrado. Pisó el acelerador sin remordimiento alguno. La oferta de sábanas de Falabella era el único motivo que la empujaba hacia allá aunque se estaba arrepintiendo, una tormenta amenazaba con estallar de un momento a otro. El cielo del norte eran solo grises y violetas. Le fascinaban esos fenómenos meteorológicos tan estremecedores, tan aparatosos pero temía quedar atrapada en medio de uno. Prefería contemplarlos desde la seguridad de su décimo piso en la calle Amenábar. La sorprendía el contraste que ofrecía aquella Buenos Aires tan segura de sí a la luz del sol pero que se tornaba vulnerable y peligrosa cuando se hallaba a merced de esos aguaceros tropicales cada vez más frecuentes.

A través del visor de su casco Helena miró el Nisson micrométrico que se ajustaba a su muñeca. Ese modelo, en particular, mostraba tanto el paso del tiempo -con una miríada de veloces pelotitas verdes-, como su presión arterial y la atmosférica por medio de sendos hologramas. Este último dato ponía en evidencia la inmediatez de una tormenta que ya se anticipaba por el este. Aceleró. El centro comercial se recortaba contra el horizonte oscuro. No le dedicaría más de doce préxeles a cambiar esas botas decididamente estrechas que se había equivocado al elegir. Amaba las tormentas pero le provocaban temor; desconfiaba de sus poderes ilimitados. Sería mejor disfrutarla a través de los paneles de vitrix ultrafino de su casa que levitaba en el nivel setecientos veintidós de Axur city.

Helena buscó el sol para orientarse. No lo encontró. Las nubes negras no presagiaban nada bueno. Clavó su mirada en el sur; casi adivinaba el Egeo. De allí provenía el aire que traía rumores de tormenta y despeinaba su pelo largo y rojo. Venía del mercado de Eleusis y, aunque le pesaba la canasta repleta de pescado fresco y pan, apresuró el paso. Le gustaban las tormentas, eran un espectáculo único para ver pero desde su casa pues les tenía miedo. Sabía que obedecían al enojo de los dioses y había aprendido a sospechar de ellos en secreto; los intuía malvados y vengativos. Para los señores del Olimpo cualquier mezquindad era buena excusa para desatar sobre sus griegos las peores calamidades.

Un rayo, vocero de tempestades, cuarteó el cielo verdoso. Con la irrupción del trueno todo pareció quebrarse. Los átomos del mundo se disgregaron y volvieron a reunirse en una fracción de eternidad.

Durante ese ínfimo espacio de fractura se transgredieron las leyes del tiempo y del espacio. Atravesando planos paralelos, tres Helenas se abrazaron protegiéndose entre sí del mismo temor que las hacía una.



Este cuento fue publicado en Perras Negras en septiembre de 2008 bajo la consigna "personajes que no se conocen

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jueves, 14 de enero de 2010

SIEMPRE QUISE CONOCER ITALIA

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El Vesubio en erupción - Joseph Mallord William Turner


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Cuento viejo publicado en Perras Negras el 25 de abril de 2006. Consigna: Biografía ficcional (más o menos 200 palabras)



Nací, aunque suene presuntuoso, en las entrañas de la Tierra; en ese caldero sulfuroso de magma burbujeante, sometida a presiones imposibles de tan infinitas, donde los elementos se mezclan en caldo hirviente y ensayan múltiples combinaciones minerales para que, en el momento preciso, pueda convertirme en la cáscara del planeta, basamento y ancla de sembradíos rubios, desiertos de arena y viento, bosques umbríos, vastas sabanas africanas galopadas por gacelas y leones, polos cada vez menos helados o ciudades atestadas de humanos nerviosos, destructivos y acelerados.

Mi experiencia en estado líquido ha sido rica, placentera. Por eones he recorrido el interior del planeta en moroso viaje, deteniéndome sin prisa en cada lugar. Tuve tiempo para soñar mi libertad y ya estoy lista para salir. Ardo –literalmente– por encontrarme con la atmósfera que apague mis fuegos con la brusquedad de su abrazo. Desesperada busco mi destino de roca. Sé que en algún lugar, por aquí cerca, se acumula energía que pugna por emerger tal vez por una grieta en medio del mar –que intuyo oscuro y aterrador– o quizá por el amado Vesubio… ojalá sea el Vesubio.

Aunque cueste una tragedia, siempre quise conocer Italia.


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