miércoles, 21 de abril de 2010

DE CORAZONES Y DE FRÍOS

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Un rayo de sol, como una flecha, se clavó en sus ojos y le dejó el resplandor bailándole en las retinas. “Qué bella forma de morir”, pensó, “caer redonda en la vereda, muerta de sol”. Imaginó que el calor de tal herida le sacaría el frío de aquella mañana y el de la muerte misma. “Mirá las pavadas que se me ocurren”, se dijo mientras apuraba el paso para no llegar tarde al trabajo. “Tendría que haberme puesto las zapatillas negras y no estos tacos que me rompen la paciencia y los pies, total, ¿cuál es la diferencia? Estoy llegando a cualquier hora por culpa de estas botas malditas”. Con una mano sostenía la cartera y con la otra se ajustaba el cuello del tapado negro para evitar, sin éxito, la coladura de un chiflete. El muy turro entraba por la nuca y se deslizaba por el tobogán de su espalda provocándole esa contractura del trapecio con la que se busca atrapar el calor; un calor que de a poco se le diluía.

Se preguntó entonces desde cuándo tenía frío.

Esperó obediente, paradita en la esquina, a que el muñeco del semáforo cambiara de naranja a blanco. Cruzó la calle, desconfiada como siempre, mirando hacia ambos lados y justo en medio de la cebra peatonal titiló en su cabeza la respuesta. El frío había empezado con el asunto de los corazones.

Ella regalaba corazones, claro que no eran los batracios sangrantes que suelen palpitarnos dentro, no, los que ella entregaba, como una ofrenda desinteresada, eran esos que uno dibuja cuando habla por teléfono, gorditos y simétricos pero de peluche rojo.

El primero se lo regaló a Julián. “Qué linda sos”, le había dicho el hombre con cara de bueno. Y ahí nomás en la mano de la mujer brotó un corazón del tamaño de una cajita de fósforos. No pudo explicarse cómo había aparecido y lo disfrazó de truco de magia para disimular su propio desconcierto. Después vinieron cuatro más, uno por cada cita hasta que en la quinta se dio cuenta de que Julián era violento: fue un instante, un zamarreo y una palabra apretada entre los dientes, pero bastó para la desilusión. Ese día empezó el frío. Y los corazones desaparecieron hasta que llegó Esteban.

Habitués del bar “La Rosa de Palermo”, se conocían de vista. Cierta tardecita Esteban se animó a pedirle permiso para compartir la mesa y unos minutos de charla, “lo que dure el café”, le dijo él. A ella le pareció tan espontáneo que de la nada le cosquilleó otro corazón en la palma derecha y se lo regaló junto con el gesto que le habilitaba la silla. Dos semanas y dos corazones más tarde ella supo que era casado y que sólo buscaba divertirse. “No es mi intención juzgarte, podés hacer lo que quieras”, había dicho ella, “pero debiste advertirme desde el principio, ahora me siento estafada. Ya no me busques”. Y volvió a sentir, en pleno enero, el abrazo del frío que solo disminuyó con una ducha caliente.

Después vino Fernando, el nuevo de la oficina, que resultó un mal bicho y en quien malgastó tres corazones; y por último Gustavo, el amigo de una amiga de una amiga, que se borró antes de la segunda salida por lo que solo tuvo tiempo para un corazón.

Terminando este recuento de fracasos, corazones y fríos llegó al trabajo, tan tarde como había supuesto. “No volverá a pasar, se lo prometo, García, se lo prometo” y se sacudió unos cristales de escarcha que se habían condensado en su pelo.

A la hora del almuerzo buscó de nuevo el calor del mediodía en el banco de una plaza. El hombre, un desconocido de hombros anchos y sonrisa amistosa se acercó y le ofreció su compañía. Ella lo miró, de su ojo derecho nació el riacho de una lágrima de hielo que atrapando otro rayo de sol, atravesó la comba de su mejilla y cayó sin ruido sobre la solapa del tapado. “No, váyase, ya no me quedan corazones”


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Enviado a PN el 2 de mayo de 2008

martes, 13 de abril de 2010

SILENCIOSA Y QUIETA

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–No me molestes –dijo el tigre– dejame en paz. No me gusta que revolotees a mi alrededor, me molesta para pensar. Dejame solo.

El tigre pegó un zarpazo que trizó el aire en cuatro curvas paralelas. La mariposa, más rápida, se salvó de milagro. Voló hasta una rama dejando una estela de polvillo dorado suspendido entre dos suspiros.

Desde las alturas, amparada por hojas y flores la mariposa hacía equilibrio sobre una ramita delgada. Sus alas, vibraban de furia cada tanto, sus ojos hervían en centellas y lágrimas y su boquita libadora dijo en un murmullo: “No entiendo qué pasa, todos alaban la belleza de mis colores y se alegran cuando los enredo entre los rulos y arabezcos de mis vuelos. Todos me aman menos él. El tigre es lo más lindo que he visto en mi vida pero no me quiere”.

Una oruga que caminaba por una rama cercana asomó su cabeza verde de entre unas hojas a medio morder y le dijo: “Mariposa, no desesperes, el tigre no es igual a todos. Miralo bien.”

La mariposa guardó en su corazón las palabras de la oruga y buscó un lugar tranquilo en la copa de un árbol muy alto. Desde allí lo veía cuando rasgaba la oscuridad del bosque con sus naranjas y sus negros, cuando acechaba mudo a sus presas, detenido entre dos pasos, como una estatua. Lo miraba cuando se afilaba las uñas en los troncos cercanos y desgarraba las cortezas igual que un gato grande o cuando, cansado, se ovillaba sobre un lecho de hojas secas con las que compartía el cobre del otoño.

Los días pasaron y la mariposa seguía en su mangrullo, silenciosa y quieta.

El tigre comenzó a rondar el árbol de la mariposa, lo cercaba en círculos cada vez más apretados. La buscaba. Sus ojos amarillos hurgaban las alturas; levantaba altivo la cabeza y husmeaba el aire buscando el rastro de quien ya empezaba a añorar.

Una tarde, el tigre se sentó bajo el árbol de la mariposa, la miró por un rato largo y luego le dijo:
–¿Qué te pasa mariposa que no te veo revolotear a mi alrededor?
–Me dijiste que me fuera, que te dejara solo. Cumplí tu deseo. Ahora no tengo ganas de hablar.

El tigre, tal vez triste, le dio la espalda y se internó en el bosque, pero volvió cada tarde a mirar a su mariposa que, silenciosa y quieta, seguía en la ramita.

–Mariposa –le dijo un viernes de junio– extraño el sonido de tus alas y la campanita de tu risa en mis oídos. Por favor, bajá, vení conmigo.

Desde ese día no es difícil encontrar al tigre entre los senderos del bosque ronroneando de felicidad como un gato grande. Sobre su oreja izquierda, silenciosa y quieta, la mariposa le cuenta secretos de amor en el oído y desparrama polvo de oro en cada risa.

Moraleja: Una mariposa, devenida en astuta araña, puede cazar un tigre… o lo que se le venga en gana.

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