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Felisberto anda por ahí, no sé bien dónde se oculta pero está. No hace falta que lo vea, lo intuyo, lo huelo, lo presiento.
Debe ser tímido, nunca ha consentido un encuentro frontal pero me ronda, vigila mis pasos, controla mis anhelos. Por momentos lo adivino a mis espaldas, como un ángel o un asesino misterioso otras veces me atisba desde la tela de araña que adorna aquel rincón.
Hemos alcanzado un mudo acuerdo: él se esconde y yo no lo busco pero aprendí a oler en el aire sus huellas invisibles y eso me apacigua; aunque esté sola con mi alma sola, Felisberto anda por ahí. Algunas veces se enreda en mi sombra o es su sombra la que se esquina en el vano de la puerta. Lo descubrí en la mancha de humedad que flota sobre el techo del living, apenas le veo el perfil y su cabellera enrulada se mece con la brisa. También lo delatan el olor del chocolate -que lo aventaja como un pregón- o el canto de algún grillo perdido en pleno invierno.
Felisberto es y no es, no puedo abrazarlo ni acariciar su piel pero me ayuda a elegir las naranjas más dulces, hace que los fósforos no se apaguen hasta que el horno haya encendido, sopla sinónimos en mi oreja, siempre tengo monedas para el colectivo y jamás he vuelto a destaparme por las noches. Las plantas del balcón crecen fuertes aunque me olvide de regarlas y cuando sopla el viento sur es Felisberto quien sostiene las maderas y evita el ruidoso entrechocar de la persiana que antes aseguraba mi pasaporte al insomnio.
Le dejo regalos que él nunca acepta: un bombón de café, una copa de vino, un cascabel y hasta una bufanda roja y blanca tejida con mis propias manos.
Se quedará en casa, lo sé, porque ambos nos necesitamos para ser. Tal vez por eso ya no me preocupa la soledad pues aunque no pueda verlo, Felisberto anda por ahí.
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miércoles, 6 de abril de 2011
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