martes, 25 de mayo de 2010

MOSQUITA MUERTA

**********************************************************



–No me acuerdo– repitió la mujer. Hizo un escudo con las manos, como queriendo no ver, lo apoyó sobre su cara y siguió llorando. Sentada en una silla de madera su espalda se curvaba en dramática C y con cada hipo revelaba las costillas de su cuerpo flaco.

El inspector Anselmi hizo un gesto de resignación al entender que el interrogatorio no prosperaría. Le alcanzó a la mujer un vaso con agua y, de verla tan deshecha, la piedad le resquebrajó el alma curtida de policía viejo.

En los diez años que llevaban juntos se había tejido entre Lucía Estrella y Juan Argañaraz una telaraña de amores y pasiones que había salido airosa de numerosos vendavales sin mayores pérdidas que un par de piolines rotos. Pero cierto día, un olfato animal alertó los sentidos de Lucía Estrella previniéndola contra la nueva vecina, Blanca de la Piedad Estevez –una mosquita muerta al decir de la panadera– a quien descubrió echándole el ojo a su marido por sobre el cerco de ligustrina.

Forzando su descaro al máximo la Blanca se presentó un atardecer en casa de Lucía porque necesitaba la ayuda de un hombre para cambiar la garrafa del gas. “Soy sola”, les había enrostrado como excusa. Lucía Estrella pescó de inmediato la conexión entre Blanca y Juan. “Era tan fuerte”, le habría comentado a una amiga, “que si hubiese sido una soga hubiera podido tender la ropa”.

Pronto, Juan sintió el asedio de dos mujeres, su mujer y la Blanca. Ninguna cedía ni un tranco de pollo por lo que el hombre, solo por la obligación de cumplir la fantasía de bigamia consentida servida en bandeja, la propuso.

Al principio la cosa marchó, tal vez empujada por la novedad. Pero la rabia se enroscaba entre los muebles y los celos, como rayos, atravesaban el cerco de ligustrina en todas direcciones, chocaban contra las paredes y se reflejaban hacia los cuatro puntos cardinales. El acuerdo incluía compartir el hombre, no el espacio, por lo que las mujeres podían pasar días sin cruzarse. Mas se chuseaban de una ventana a la otra y se mandaban maldiciones de todos colores mientras revolvían el guiso en el que bullían tanto papas y carne como odios y venganzas.

-No me acuerdo. –repitió la mujer sin parar de llorar – dicen que yo la maté, que salí como loca de mi casa y que le clavé la cuchilla en el corazón, pero yo no me acuerdo, ¡juro que no me acuerdo! -lloró otro poco y agregó entre lágrimas:
–La última imagen que tengo atravesada en la cabeza es la de esa turra alargando el cogote sobre el cerco de ligustrina para besarlo al Juan que estaba en mi patio... después, no me acuerdo más.



Registrado en Safe creativeCódigo: 1005256396302

Enviado a PN el 4 de marzo de 2008. Consigna 108. Trío Menos de 400 palabras.

2 comentarios:

Daniel Cavenago dijo...

lo tuvo que haber ensartado al esposo, no a la vecina

Rosario Collico dijo...

Dani, me parece que la mina se bancaba compartir al marido, lo que no aguantó fue compartir la ligustrina.