**************************************************************************************
La modernidad es fantástica pero no
tanto, obliga a mantenernos informados, a cambiar hábitos milenarios, a
recordar contraseñas y, ante la necesidad de hacer una transferencia bancaria on line a tener, sí o sí, la dichosa
tarjeta de coordenadas, una pavada tecnológica inspirada en la viejísima
batalla naval.
Así que me fui nomás al banco un
soleado –demasiado para mi gusto- mediodía de noviembre. A las tres cuadras
apuré el paso porque, aún del lado de la sombra, sentía chamuscárseme la piel y
los anteojos de sol no lograban el cometido de aplacar la luz.
Ya en el banco me sentí mejor, el aire
acondicionado me revivió lo suficiente como para integrarme a la fila de cuatro
personas que esperaban en el mostrador de informes.
Porqué no me avivé de comer algo antes
de salir de casa, nunca lo sabré. Si alguien me conoce al dedillo soy yo misma,
sé que no debo alejarme mucho sin un bocadillo previo, sin un tentempié
liberador de potenciales situaciones no deseadas. Tal vez la premura por la
dichosa tarjeta, tal vez el berretín de sacarme de encima el trámite bancario
inevitable me apuró más de la cuenta. Allí estaba, irremediablemente muerta de hambre, en el
quinto lugar de la fila.
La empleada que atendía el mostrador
tampoco colaboraba a mi bienestar. Esa chica, fea y con demasiado maquillaje,
tenía la lentitud de un condenado a muerte. Se me ocurre que cada uno de sus
movimientos debía ser consentido por sus tres neuronas por lo que para
despachar al primer cliente, una señora que iba a hacer un depósito en cuenta
de terceros, se tardó no menos de cinco minutos.
Mientras tanto, trataba de no pensar en
mis entrañas, más bien en el vacío de mis entrañas. Para ayudarme, me concentré
en la nuca del cuarto cliente, es decir, el tipo que estaba delante de mí.
Linda nuca, me dije y aunque no soy
afecta a los espejos empecé a buscar el reflejo del hombre en el vidrio del
banco que nos separaba de la calle, sólo por diversión para distraer al
estómago. Me gustó lo que vi, prolijo, buen perfil, de unos cuarenta años le
calculé y no me hice ninguna película porque ya sé cómo terminan mis películas.
Linda nuca, me repetí al tiempo que escuchaba el problema del cliente número
dos: una viejita que quería cerrar la cuenta. La empleada le pidió su documento
y el último resumen bancario para que pudiera ir a la fotocopiadora a sacar
unas copias: “Una me la quedo yo, otra se la queda usted y otra la mando a la casa central”, le dijo la chica
al tiempo que se ponía en marcha y desaparecía en un laberinto de mamparas. No
lo he dicho todavía pero desde siempre he tenido un oído de tísico, nada se me
escapa, a veces puedo sacar provecho de
este don como cuando percibo el aleteo de una bandada de palomas que bien
podría darme sosiego ahora mismo pero casi siempre padezco el incordio de
escuchar cada estúpida frase de cada estúpida persona que se cruza en mi
camino.
No bien regresada al escritorio la fea
con demasiado maquillaje selló con inusitada energía las copias, las firmó
sonoramente y despachó a la viejita con un “dese una vuelta el viernes”.
El tercer cliente era de Chacabuco, lo
supe porque se lo contó al hombre de la linda nuca mientras todos esperábamos
que la muchacha volviera de la fotocopiadora. El hombre llevaba un portafolio
raído rebosante de papeles con el que describió una curva en el aire antes de
depositarlo sobre el mostrador de informes ni bien la empleada le dedicó media
sonrisa a modo de saludo. “Buenas, soy Roberto Quemado Nuñez, yo tenía
reservada una sala para hacer una operación hoy a las dos pero mi cliente no
pudo venir por la huelga de transportes de modo que la quiero pasar para el
miércoles que viene a la una”. La chica le pidió el documento y se puso a
teclear en la computadora.
El trámite se demoraba y yo necesitaba
comer, fingí ataques de tos para tapar los ruidos de mi aparato digestivo…
inevitablemente iban a llamar la atención y eso es lo que menos necesitaba. Por
momentos perdía el sentido, es raro que no se me hubieran aflojado las
rodillas. El hombre del portafolio raído seguía discutiendo con la fea con
demasiado maquillaje y el cuarto cliente, alertado por mi fingido
ataque de tos, se volvió hacia mí: “¿Quiere una pastillita de menta?
Esa pregunta selló nuestros destinos de
forma irrevocable como si yo fuera la fila 5 y el hombre de la nuca la columna
D de la mentada tarjeta de coordenadas.
- No, no, le agradezco mucho pero la
menta me mataría, soy alérgica a muchas cosas: al maní, a la menta, al ajo… en
fin, algo en este banco me está afectando, me cuesta respirar. Me iría pero se
me están aflojando las piernas –agregué
frenando otro ataque de tos- y temo caer, ¿no me haría el favor de acompañarme
afuera? Reforcé el tono candoroso de la pregunta mirándolo a los ojos e
inclinando levemente la cabeza a la derecha. He comprobado que ese movimiento sutil predispone al inocente a satisfacer
cualquier deseo.
El cuarto cliente aceptó gustoso y me
ofreció su brazo del que me apuré a colgarme.
-¡Qué amable, muchas gracias!, no se
preocupe que enseguida se me pasa y volvemos a entrar así que no va a perder su
lugar en la fila – le dije al tiempo que salíamos a la calle.
Lo conduje con paso trémulo hacia la
sombra de un árbol cercano. Me cercioré de que no hubiera otras personas a la
vista y fingí dos cosas al mismo tiempo: un nuevo ataque de tos y un leve
vahído. El hombre percibió la flojedad de mis músculos y se inclinó para
sostenerme. Minuto fatal de la víctima.
Aproveché ese momento para atacar su
yugular y tomar la siguiente nota mental: no puedo salir de casa sin haber
comido lo suficiente.
26/11/2012
26/11/2012
3 comentarios:
Excelente Rosario! Tan bien llevada la trama que me envolviste como al señor de la "linda nuca".
Cariños
Gra
jajajaja!!!!!! Pensar que le pasó por tener linda nuca.Gracias
Llevás bien la trama. El problema con BLogspot es que los comentarios se derraman en Facebook.
Publicar un comentario