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Una leve punzada en las sienes anticipó el cosquilleo en el antebrazo que me provoca el chip de Telecom cada vez que recibo un holograma. No deja de ser un poco molesto, pero ya me acostumbré; una putea contra la tecnología, se resiste, pero al final se termina cediendo ante lo inevitable. Parpadeé dos veces para darle la aceptación correspondiente y de inmediato se corporizó Edno, tan rubio y tan volátil. Hizo su remanida presentación teatral para impresionarme: se desenroscó como un caracol y sacudió su cascada de rulos. Luego, y en un susurro –que pretendió ser tentador pero que quedó a mitad de camino entre un mohín seductor y una velada orden–, su imagen tridimensional me dijo: “Te espero a las seis en el lugar de siempre”, y volvió a replegarse en su caracol.
No lo diluí de inmediato porque considero una descortesía no permitir que esa especie de espíritu falso vague un poco por mi dimensión antes de olvidarlo. Fiel a mi costumbre, le contesté con un holograma básico, de los que casi no se piensan, que sí, que iría, que tenía mucho trabajo y que era viernes (las vías paralelas interurbanas estarían imposibles en la rush hour), pero que de todas maneras nos encontraríamos para tomar un café o un glob (a él le gusta más el glob, yo no lo tolero, es muy clash, con todas esas tetraburburbujas). Subrayé el hecho de compartir una bebida en un lugar público para que mi amigo no albergara ilusiones más osadas. No sé qué me pasa, pero ya no soporto la idea de intercambiar fluidos con estos seres andróginos que se declaran funcionales a tres ó cuatro sexos. Sé que mi discurso sonará a precámbrico y, jamás lo admitiría ante un jurado, pero la sola idea de entrelazarme con Edno… ojo que lo quiero muchísimo, pero es demasiado, demasiado todo, quiero decir, mucho rulo dorado, mucho brillo, mucho lurex apretadito, mucha sustancia artificial para subir o para bajar el humor, mucha tecnología incorporada al cuerpo (yo a duras penas me banco el chip en el antebrazo). Edno es un amor de persona, pero pensar en una relación con él me provoca la misma reacción que imaginarme apareándome con un avestruz (un pájaro gigante extinguido hace años).
Creo que para marcar las diferencias de entrada, me vestí íntegramente de negro. Un material nuevo parecido a la vieja seda natural (lo sé porque he guardado como un tesoro un rectángulo azul, crujiente y casi vivo que debe haber pertenecido a un chozno italiano) me envolvía morosamente ajustándose acá y allá dónde mejor me conviene. Recogí mi pelo oscuro en un chignon bajo y como único detalle de luz me puse un par de metazircones en las orejas.
Eran casi las seis, sabía que el exterior estaría atestado de naves en todos los niveles. Tal vez me hubiera convenido tomar un taxi pero adoro la comodidad de mi C163, con su interior íntegramente tapizado en legítima pléxetel lila que tranquiliza por sedación espontánea inducida. Elegí el nivel de velocidades intermedias. Sé que mi nave personal puede volar mucho más rápido, pero “¿qué apuro hay?”, me dije, “sólo me encuentro con Edno en el café del downtown, nadie se quema”. La música –una selección de clásicos– que brota de las paredes es un hallazgo, no hay mejor calidad de sonido para habitáculos compactos. Para completar el placer de la caída del sol, que ya se evidenciaba por el oeste, me prendí un Cardio10, ahora sí que es fantástico fumar, no hay humo y reduce el colesterol. Las agujas de la Catedral se recortaban negras sobre el cielo amarillo. De no ser porque ya estaba llegando con evidente retraso a mi cita, hubiera dado una vuelta más para disfrutar del paisaje. Los viernes tienen esa magia, se alargan al atardecer como haciéndonos el favor de unos minutos más.
Dejé mi C163 en la zona de detención correspondiente y caminé las dos cuadras que me separaban de mi amigo. Cuánto hacía que no caminaba y pensar que –según viejos archivos– hubo un tiempo en el que la gente no solo caminaba sino que hasta corría a propósito, sin huir de nadie. Qué raros hemos sido los humanos.
Edno me esperaba radiante como siempre. Su actitud ratificó dos cosas: mi calificación de “demasiado” y sus verdaderas intenciones.”Querida estás divina”, me dijo con su trompita reformada hace dos años delineada en azul. Lamenté no haber traído mis anteojos negros, así de brillante lucía Edno. Reitero que es un ser maravilloso y el mejor amigo que he tenido nunca. Será por eso que no pude decirle qué me parecieron, en verdad, sus botas nuevas de taco alto.
Ya en nuestro box, pedimos las bebidas. Edno aspiró una nueva variedad de cocaína que no crea adicción. “Un toque para empezar bien el viernes”, me dijo ofreciéndome –todavía no he dicho lo generoso que es Edno–. “No, gracias, ya sabés que no me gusta”. Después, y notablemente más achispado, empezó a contar sobre un megaproyecto edilicio en la zona norte del río. Él era el arquitecto a cargo de la obra. Orgullo y perfume de moda exudaba su piel en iguales proporciones. Me alegré por él. Cuando lo juzgué oportuno, traté de hablarle sobre algunos temas personales: pavadas sumamente importantes, esas cosas que uno piensa durante el día y necesita compartir casi con furia. Pero no pude, no me dejó meter ni un bocadillo, su verborrea no le permitía ni escuchar una coma ajena. “Tenemos que festejar”, repetía una y otra vez mientras le hacía señas a la camarera, una muchachita desleída con la calva pintada de verde. “Traenos otra vuelta”, le dijo, “pero del etiqueta negra”.
No sé cuánto estuve escuchando su éxtasis laboral que acompañaba con ademanes que abarcaban el mundo. Mientras tanto vagué por las otras mesas. En todas ellas, hombres, mujeres, o lo que fueran, gesticulaban y hablaban, -para mi gusto– en voz demasiado alta. Quise desesperadamente regresar a mi burbuja en el pent house del edificio más alto de la ciudad. Ninguna cara me seducía como para volver sobre ella, ninguna persona se me antojó interesante o curiosa.
Cuando volvía de mi recorrida visual mis ojos recalaron en la ventana de la cocina que daba al salón. Un hombre, sí, era un hombre, de pelo corto y castaño lavaba los platos con la mirada perdida en el chorro de agua. El contraste entre Edno y el ayudante de cocina era notable. Mientras que la acicalada figura de mi amigo me resultaba francamente repelente, el morocho de la cocina me atraía como un imán.
Miré a Edno, quien no aflojaba con su discurso exultante, las caras de la gente que nos rodeaban y se me hizo tangible una verdad apenas sospechada: no lograba encajar en aquel mundo bullicioso y altamente sofisticado; no había caso, por más que lo intentara me sentía fuera de tiempo, pasada de moda. Recordé, entonces, un calificativo del que, aunque desconocía el significado exacto, podía intuir me describía perfectamente.
Mientras me despedía de Edno y echaba una última mirada en dirección a la cocina entendí que en esta época de sólo presentes, era una mujer chapada a la antigua.
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Enviado a PN el 5 de abril de 2008
sábado, 3 de julio de 2010
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