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Las sombras de las tipas se recortaban sobre el asfalto creando en quien
las advertía un falso frescor. El calor agobiaba, Helena lo notó en los perros
que, con las lenguas afuera, arrastraban al paseador, un muchacho oscuro con un
piercing en el labio inferior que no
parecía tener más futuro que su presente.
Los perros pasaron al lado de ella dejando una nube de vapor y tufo de
la que quiso huir acelerando el paso. El
cambio de ritmo fue un error, consumió sus últimas energías y tuvo que
arrastrarse hasta el escalón de un umbral; allí se sentó a descansar.
No quería, pero debía llegar a su casa. Las cosas eran así: ella era la
mujer y Roberto el marido. Volvió a preguntarse si todavía lo quería, si podría
aguantar otro día más.
Se sorprendió cuando miró al sur y vio el “cigarro” paralelo al
horizonte; se acordó de aquel profesor, el Dr. Serrano, quien mil años atrás
les había explicado el fenómeno: “Si sobre la ciudad hay una masa de aire
cálido y húmedo y de pronto aparece un frente frío, cuando ambas masas se ponen
en contacto, el aire frío se mete como una cuña bajo el aire caliente y se
forma el cigarro, una nube negra y larga que es tanto más oscura cuanto mayor
sea la diferencia entre las temperaturas y cuanto más veloz sea el frente. Si
lo ven, huyan.”
Algunas hojas secas se arremolinaron en la vereda. Se puso en marcha,
una ráfaga de aire frío corroboró su recuerdo.
No alcanzó a poner la llave en la cerradura, Roberto abrió la puerta y
la metió adentro de un manotazo.
-¿Dónde estabas? ¿Con quién estabas?...Puta…te conozco.- Acompañó la
última “o” con un revés sobre la cara de
Helena que la dejó trastabillando.
-A trabajar fui, como siempre, vine caminando porque no soportaba la
idea de meterme en un colectivo. Dejate de joder, Roberto, dejame en paz.
Intentó dar un rodeo y evadir el área de peligro, pero el hombre la
sujetó del pelo y la arrojó al piso. Roberto estaba rojo de furia, se le
notaban las venas de las sienes y el cuello. Caminaba alrededor de Helena quien
seguía tirada en el suelo acurrucada esperando la primera patada que no tardó en
llegar. Roberto le habló entre dientes, como en un silbido que fue creciendo
hasta convertirse en gritos:
-Mentirosa, sos una puta mentirosa. Te vas con el primer macho que se te
cruza. Yo soy el boludo, el cornudo, el marido de la puta mentirosa. Puta… ¡Puta!
De rodillas comenzó a golpearla remarcando
cada insulto con un puñetazo.
El cielo negro se rajó en una mano de rayos y un trueno esencial desató
el granizo y la lluvia. Los golpeteos de las piedras sobre las ventanas y los
ruidos de la tormenta acallaron los agravios, los golpes, los gritos y los
forcejeos de Roberto sobre el cuello de la mujer.
Un último pensamiento cruzó por
la nublada cabeza de Helena: “Granizo... cae granizo, va a romperme los jazmines
del jardín.
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