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Caminaba por las calles de Olivos una tarde cualquiera. A mis espaldas, la
luz del sol, naranja o roja, proyectaba
sobre la vereda mi sombra estilizada. Fue ella, mi sombra, quién inició todo: íbamos las dos muy tranquilas,
cuando tal vez vencida por la curiosidad giró noventa grados y atravesó el portón
abierto de una casa abandonada. La maleza se empecinaba en crecer hasta en los
intersticios de los muros. Avancé por el sendero que la bordeaba siempre siguiendo a mi sombra, que
ahora se dibujaba sobre una pared lateral de la construcción.
En el jardín del fondo, me tumbó el olor pesado, denso, narcótico, como
de flores viejas. Reconocí en mis fosas nasales el hedor de los muertos
aprendido, años atrás, en alguna nefasta incursión infantil a un cementerio montevideano.
Caminaste hacia mí desde la nada. Me impactaron tus ropas pasadas de
moda y el resplandor poco natural que te precedía. Tu sonrisa algo ladeada
alcanzó para calmar mi nerviosismo.
Estuve a esto de abrazarte pero me detuvo el brillo del hacha con la que,
en un segundo, me cortaste el cuello.
El olor caliente de mi propia sangre se parece mucho al de aquellas
flores viejas.
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