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El
reloj despertador marcó las seis y aulló esa hora como todas las madrugadas.
Lejos
de remolonear, Amanda saltó de la cama recordando lo que se había prometido la
noche anterior: cumplir con todas las obligaciones del día sin perder ni un minuto.
“Un
buen desayuno es la clave para empezar bien la jornada”, se dijo y dispuso sobre la
mesa de la cocina el zumo de arándanos, las tostadas y el café con leche.
Declinó el impulso de encender la radio, las noticias de la República amargarían
cualquier alimento. Se sentó en uno de los bancos de la cocina y disfrutó de
los sabores y del aroma del café. Se felicitó por haber despachado sin
remordimientos a su último candidato. “La privacidad matinal vale oro”,
sentenció mientras el último sorbo de café se deslizaba por su garganta
arrastrando miguitas de tostada.
“Bien,
después de alimentar el cuerpo hay que alimentar el espíritu, luego un bañito y
¡a trabajar!”
Encendió
la computadora y buscó en Internet la meditación guiada por su gurú favorito.
Tendió la colchoneta sobre el piso y se acomodó boca arriba.
La
melodiosa voz de clara cadencia oriental daba indicaciones a quien quisiera
escucharlo:
“Inspire profundamente, contenga la
respiración, exhale despacio por la boca”. Un
sonido como de elefantes blandos -que provendría de un bansuri- inducía a la
calma y reforzaba la idea del relax. “Concéntrense
en la rodilla izquierda”, decía la voz levemente aflautada, “relaje el cuerpo, reconozca cada músculo,
sienta cada hueso”
La
mujer, aplicada como pocas, seguía al pie de la letra las algodonosas
directivas. Inspiraba. Contenía. Exhalaba. Distendía religiosamente pies,
pantorrillas, muslos, caderas, abdomen, ombligo, hombros…
Para
estas alturas el techo ya era un cielo celeste surcado por ruidosos papagayos que
dejaban surcos de humo azul como de aviones a chorro.
“Otra inspiración profunda… lleve el
oxígeno a sus pulmones… expulse el aire lentamente y arrastre las malas
energías”
Los
elefantes barritaban lejos entre los profusos matorrales de bambú. La manada,
tan numerosa como pacífica, dejaba su huella sonora en cada paso; retumbaban sobre la hierba como timbales sordos… o quizás fueran timbales nomás. Se acercaban.
La voz se escuchaba ya muy lejos,
costaba trabajo entender las órdenes del hindú:”Inhale, llene su cabeza de luz, su cuerpo está pesado, flojo, se
hunde…”
Efectivamente
el cuerpo de Amanda, desarticulado, se derrumbaba sobre la
colchoneta o sobre la húmeda hierba de la India. N o quedaban huesos, ni tendones, ni músculos. La piel, a
duras penas, contenía una gelatina babosa. Los pájaros seguían rayando el cielo
y los elefantes, ya a su lado, levantaban una fina polvareda gris. Un
elefantito le rozó la mejilla con la trompa, áspera impresión de labios
polvorientos.
El
gurú, de voz cada vez más aguda (¿no sería una mujer?) cantó unos pocos versos
que repetían: shaaaanti, shaaaanti, shaaaanti.
Seguramente fuera una especie de bendición que su mente aceptó agradecida desde
el fondo de un pozo.
Mientras
tanto los elefantes habían llegado a la orilla del río, chapoteaban en el agua,
bebían y se daban alegres topetazos. El exquisito aroma del barro mojado
llegaba hasta la nariz de Amanda. Pensó en seguirlos, pensó en levantarse y
caminar hasta alcanzarlos o, tal vez, bastara con gatear hasta ellos, no estaba
segura de poder reconectar los tobillos con los pies o las rodillas con los
muslos. Mejor se quedaría allí un rato más, se sentía cansada, a lo mejor
dormiría un poco y luego podría bañarse con los elefantes.
“Cuando lo crea conveniente, mueva pies
y manos con suavidad, tome conciencia del entorno, escuche los ruidos del
ambiente, abra lentamente los ojos…”
Tuvo
Amanda un último pensamiento antes de abandonar al gurú y a los elefantes:
“Mañana cumpliré sin falta con todas las
obligaciones del día sin perder ni un minuto.”
Meditación presente en el cuento:
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