Rocco
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El
llamado de la carne me tenía trastornada. Venía aguantando por días la
tentación pero ni bien bajé los pies de la cama aquella mañana de abril supe que ese día el
pecado sería inevitable a menos que otra tentación más fuerte acallara la
primera
Aún
con la certeza bajo las cejas me hice la distraída y emergí como si tal cosa a
la rutina. Me dí una ducha caliente que despejara la noche y preparé un café
con leche como para despabilar a un rinoceronte. Aún con el sabor crujiente de
las tostadas en la boca armé la vianda para llevar al trabajo: milanesa de soja
con puré de calabaza. Eso sí cada cosa en una bandeja distinta para que la
desagradable sorpresa de la contaminación de olores no me sorprendiera en el almuerzo… una ya se
conoce.
Las
horas transcurrieron con la celeridad de quien rotula al tiempo como el valor
más preciado. El trajín laboral acalló mis preocupaciones matinales; sabía que
estaban allí agazapadas pero las cubrí con una manta de papeles, llamados,
reuniones y firmas. Al caer la tarde las muy turras se hicieron fuertes y
gritaron hasta dejarme sorda. Tenía pensado ir al cine con unos amigos pero no
tenía cabeza ni para charlas ni para entender una película de modo que cancelé pretextando una gripe incipiente y me
tomé el primer taxi que respondió al brazo extendido. Bajé en el chino de la
vuelta de casa para comprar queso, leche, espinacas, huevos, manzanas, kiwis y
bananas. Con la bolsa de las compras en una mano y el maletín en la otra puse
rumbo a mi hogar. Si lograba resistir me prepararía una omelette de espinacas y
una ensalada de frutas para la cena.
No
sé bien por qué pero no más abrir la puerta supe que había perdido la batalla.
Dejé las llaves sobre el mueble de la entrada, la cartera en el sillón y llevé
las bolsas con comida a la cocina. Después caminé lentamente hasta mi cuarto.
Sentada
sobre la cama y apelando a la razón hice un último esfuerzo: debía entender que
lo que aturdía mi mente era una locura y que ya habían pasado años desde que
había dejado todo eso por mi bien y por el de los demás seres vivos. Fue inútil
no logré ser convincente en lo absoluto.
En
una mezcla de pavor y excitación me desvestí, colgué la ropa, guardé los
zapatos y desprendí una a una mis uñas
pintadas de rojo tanto de manos como de pies, las puse en una cajita de madera
de sándalo después de sacar de la misma cajita las garras que hace añares
decidí dejar al resguardo como recuerdo
de mi vida anterior. Del arcón que está bajo la ventana recuperé mi vieja piel atigrada en gris y
negro, me calcé colmillos y bigotes y volví a ser un gatazo de ley. Me estiré,
arqueé el lomo para sonarme las vértebras, moví las orejas buscando sonidos
lejanos y comprobar la pobre eficiencia
del oído humano, acomodé mis pupilas a
la luz del anochecer y elevé suavemente mi nariz rosada buscando en el aire
trazas de vidas pasadas. Subí a la cama, salté a la cómoda y de allí al
televisor… qué bien se siente la musculatura elástica, qué placer pensar en el
salto y saltar o saltar sin siquiera pensar en el salto. La felicidad del
cazador entró por la ventana abierta junto con los olores y los ruidos del
jardín oscuro, todo un paraíso de sensaciones y posibilidades. Sin pensarlo
más, me tiré panza arriba sobre la alfombra, restregué el hocico contra la pata
de la cama para dejar mi marca y luego de dar una vuelta por la casa quieta
salí por la puerta de la cocina hacia el jardín no sin antes afilarme las uñas
en el sofá.
Trastabillé
mareado por la alegría del animal libre pero me recuperé apelando a una carrerita
corta que me ayudó a terminar de acomodar mi vida de mujer moderna a la de gato
histórico. Sin dificultad alguna, con la misma energía que consume una
respiración trepé al ceibo y caminé por una rama larga casi horizontal que me
permitió balconear sobre todo el jardín. Semiescondido por las hojas y las
flores rojas imaginé que desde abajo sería invisible y eso me encantó.
Los gatos no tenemos reloj y el tiempo no
tiene significado alguno; ni sé cuánto estuve allí inmóvil recibiendo información del ambiente como si la cabeza
fuera una precisa antena parabólica: una larguísima fila de hormigas negras
devastaba el rosal, un escarabajo pataleaba patas arriba esperando tal vez el
milagro que lo devolviera a la caminata, luces de casas vecinas se iban
apagando una a una dejando que las estrellas por fin se hicieran visibles sobre
el cielo negro. Unos metros más abajo
revoloteaba una polilla grande, seguí su trayectoria con toda la cabeza y tal
desafío me precipitó rama abajo. De un zarpazo tan violento como delicado puse
a mi presa contra el césped. Percibía su enojada vibración contra las
almohadillas de mi mano derecha… la solté y la volví a pisar… la solté y la
volví a pisar… la solté y la volví a pisar. Cuando me cansé del juego y para liberarla del tormento me la
comí. Qué delicia el aleteo de la proteína pura bajando por la garganta. Me
dormí hecho un ovillo entre las raíces del árbol. Puede que haya soñado que era
una mujer de uñas pintadas de rojo, que trascurría sus días entre papeles y
teléfonos y que no comía carne por convicción o compasión.
Los
pájaros trajeron el amanecer a mis orejas, reconocí zorzales y jilgueros,
benteveos, calandrias y torcazas; para ser un gato tenía una vasta cultura
ornitológica. Me estiré lentamente, desarmando los músculos ya despiertos,
separé cada vértebra haciéndome largo y finito. Bostecé bizqueando los ojos
amarillos. Entonces los vi y recordé inmediatamente la razón de mi
metamorfosis, el motivo del impostergable pecado, la explicación del viaje de
vuelta a la naturaleza real de mis ancestros: un grupo de gorriones inexpertos
picoteaba las migas de pan que yo mismo en piel de mujer con uñas pintadas de
rojo solía tirar en el jardín para alimentar –sin saberlo- a mis futuras
víctimas. Cruel cadena trófica la vida.
Poseído
por el instinto o por el hambre preparé mi cuerpo de gato atigrado para el ataque
certero. Fui huso o lanza. Apenas
rozando el piso, concentré la atención en uno de los pájaros, alerté oídos, ojos y bigotes, afiancé la cola como
timón y apunté al blanco con la pata derecha mientras un movimiento oscilante
me recorría de principio a fin, en un segundo me lancé sobre la presa cortando
el aire como una flecha.
Pero
en el último segundo algo falló, tal vez la falta de práctica o la influencia nefasta
del vegetarianismo de prepo en un carnívoro original. Lo cierto es que el pájaro voló un instante antes de que le cayera encima, pude sentir en la punta
de las garras el miedo rezumado por sus plumas. Me quedé sentadito en medio del
jardín, relamiendo una carne que no fue, añorando una sangre que se diluyó
antes de ser tragada; seguí el vuelo del gorrión con la mirada y sentí una
mezcla de impotencia, pena y alivio.
Pero también lo envidié.
Resignadísimo
miré por última vez el jardín con ojos de gato. Me tentó la idea de trepar la
medianera y deambular un poco pero ¿para qué? El ser que me habita desde
siempre ya había decidido por mí. Entré a la casa por la puerta de la cocina y
mientras volvía a mi habitación me fui desprendiendo de la piel atigrada en
gris y negro, de las garras, de colmillos y bigotes. Inspiré y llené con aire
los huesos ahora huecos, acomodé un pico dónde antes hubo boca y luego morro y vi
crecer las plumas que me cubrieron por completo. Aclaré los ojos redondos y
salí volando por la ventana abierta.
4 comentarios:
Como cuando el silencio es posible
y las palabras empiezan a temblar.
Qué bueno R!!! Dan ganas de volver a ser eso que nunca debimos dejar de ser.
Jorge, gracias por leer y tomarte el tiempo de comentar. Un abrazo
Ale, ahora tengo un tiempito libre y pude escribir algo de nuevo. Es increíble qué bien se siente hacerlo. Que mi abrazo llegue hasta París.
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