viernes, 17 de septiembre de 2010

A TU SALUD

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Este cuento está incluido en la selección "Los vuelos del tintero" de editorial Dunken






Cuando Perica murió ninguna supo cómo digerir la novedad. No es que no entendiéramos el concepto de “se acabó” qué implica la muerte, no fue eso, nada más que la noticia del aneurisma nos sacudió como un terremoto aquella noche de abril en la que sonaron todos los teléfonos al mismo tiempo y quedamos tan descolocadas que tanto atinamos a llorar por ella como a reír tocándonos unas a otras para verificar nuestra carnadura y celebrar en cada abrazo que no nos había llegado la hora. No nos engañemos, el “mejor que haya sido ella y no yo” fue un pensamiento que, a las seis que nos quedamos hasta último momento en el velorio, nos rondó por la cabeza. Ninguna de nosotras, jóvenes y con vidas florecientes, hubiera tomado su lugar. Éramos buenas amigas, no extremistas de la amistad.

Las siete, incluyendo a Perica, nos habíamos coleccionado de la vida: del barrio, de la escuela, de una antigua vacación en San Bernardo o de algún amigo o novio ya lejano y prescripto.

Las seis, como un enjambre de anteojos negros, seguimos el ataúd de madera oscura y la cruz plateada hasta el cementerio. Las seis, como una sola oreja, escuchamos las palabras del pastor y mantuvimos en perfecta coordinación los hipos y sollozos sin superponernos y evitando notas discordantes. Movimos las seis cabezas de arriba abajo acompañando el descenso del cajón y contamos las paladas de tierra –sesenta y dos- que formaron una montañita leve. Seis flores blancas fueron nuestro último adiós.

Y después, después no pudimos ni decirnos “hasta luego” o “nos hablamos”. Fue imposible despegarnos. De haberlo hecho se hubiera roto la cohesión de nuestros átomos. Qué harían ahora seis mujeres que hasta entonces habían sido siete y sólo se habían juntado para festejar o, a lo sumo, para compartir alguna tristeza que es otra forma de celebrar la amistad. Cómo hacer para metabolizar la situación nueva de la que todavía ninguna había caído del todo.

Nos demoramos sin atrevernos a cruzar el portón del cementerio, tal vez, me animo a aventurar, nos daba pena dejar sola a Perica entre tanto muerto ignoto cuando la habíamos visto hacía tan poco, en casa de Merce me parece... la cosa es que ninguna se animaba a romper filas.

“Vamos a tomar algo”, propuso Teresa o pudo ser Soledad. Eso nos animó, nos puso la sangre a circular de nuevo como si de golpe la bandada de pájaras dispersa por la tormenta encontrara, en algún punto notable –el edificio de Telefónica o el monumento a los españoles–, el camino de regreso a casa.

Y así marchamos de tres en tres –porque las seis no entrábamos en la vereda– y del bracete, para darnos calor o para no caernos, hasta un bar medio roñoso.

“¿Qué van a tomar?”, preguntó el mozo dándole un marco de realidad a la circunstancia todavía ficticia que recién empezábamos a transitar. “A Perica le gustaba el vino tinto”, dijo por lo bajo Mercedes. “Tráiganos un tinto de la casa y una picada con salame y queso” pidió Laura y agregó como un dato irrefutable: “A Perica le gustaba picado fino”. “Y pan de campo, si puede ser”, remató Dolores, “¿se acuerdan?, Perica se bajaba la panera en dos minutos”. Y todas reímos, las seis, o las siete porque Perica estaba allí sentada entre nosotras a punto de contar otra historia exagerada.

El vino hizo su efecto, logró distender y relajar. De pronto, sin proponerlo siquiera, estábamos contando anécdotas sobre Perica y brindando a su salud… ¿a su salud? Sí, a tu salud Perica, dónde quiera que estés.

SAFECREATIVE Código: 1009177361173

Enviado a Perras Negras el 21 de noviembre de 2008. Consigna 138 “Después de sepultarla” menos de 800 palabras.