lunes, 28 de diciembre de 2009

EL CUERVO

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Afuera, la silueta de un cuervo posado en una rama se recortaba contra el redondel de la luna; adentro, la oscuridad me devolvió a Leonora.

Ella entró en mi habitación. Como siempre, me perturbó su soltura, su dejadez animal que le permitía deslizarse, como un gato, entre despreocupada y orgullosa. Solo la cubría la clara sedosidad de su piel. Derramó su mirada verde desde mi cabeza hasta mis pies; adiviné en sus ojos una intención desconocida, prevenido quizás, por sus párpados entrecerrados y una sonrisa enigmática.

Me detuve en el centro del cuarto y ella me rodeó, diría que casi me rozó al pasar. Su perfume me tendió la trampa de la que ya era cautivo. Lo cierto es que, en ese momento, pareció ignorarme; abrió la cama y señalándola con un índice despótico me dijo:

- Sacate la ropa y acostate boca abajo.

Obedecí mientras Leonora encendía una vela, apagaba la luz y se demoraba en la búsqueda de algo sobre lo que no supe hasta minutos después. Sin mediar palabra se sentó “a caballo” sobre mis muslos. Pude sentir el calor de sus piernas y la suavidad de su vello; una mezcla de excitación y curiosidad me invadió de inmediato.

Muda, derramó una sustancia oleosa y cítrica sobre mi espalda. Sus manos iniciaron una labor minuciosa deteniéndose en cada músculo, sobando sus límites, masajeando, golpeando, recorriéndome desde la nuca hasta la cintura en una suerte de camino tan resbaloso como sensual. Desarmó, uno a uno, los nudos liados por las tensiones y la tristeza reciente. Enredó mis vértebras entre los ochos que trazaban sus dedos. Me fui aflojando, relajando; podría haberme dormido de no ser porque ella seguía sentada sobre mí. Cada vez que estiraba sus brazos para alcanzar mis hombros apoyaba sobre mi espalda sus pezones que, repetían –con dilay de un segundo- los movimientos de ella y trazaban sobre mi piel la escritura de un dios. Percibía con claridad su aliento cuando estirándose masajeaba mi cuello. Recuerdo la punta de su nariz sobre mi oreja; su respiración reposada, su exquisito silencio.

La oscuridad no era completa, la flama se duplicaba en el espejo que cubría las puertas del placard. Con el rabillo del ojo miraba el reflejo de Leonora. La imagen no podía ser más sensorial, ni más inquietante: una amazona de pelo largo y cobrizo sobre mí: un oscuro animal rendido. Quería grabar en mi retina su perfil, su melena que recobraba los fulgores de la llama y la perfecta geometría de sus nalgas. Pensé: “de tener talento, plasmaría esa imagen en un lienzo”.

De pronto se ubicó un poco más atrás y, untándose nuevamente las manos, se dedicó a mis glúteos, los amasó con cierta agresividad que disfruté en medio de sensaciones turbadoras. Se consagró luego a mis piernas, deteniéndose en gemelos y tobillos hasta lograr que olvidaran todos los caminos recorridos. Por último se abocó a mis pies. No puedo recordar algo más maravilloso.

Mi cuerpo era una mezcla de nubes y deseo. Ignoro cuánto tiempo pasó desde que comenzara su amorosa tarea pero noté que la vela ya se había consumido considerablemente. En esos cálculos estaba cuando ella susurró en mi oído:

-Date vuelta.

Mansamente acaté su mandato, podría haberme pedido que me tirara por la ventana que también hubiera accedido sin chistar. Arrodillada sobre la cama, volvió a mirarme, reparé en la simetría mágica de su torso y en la concavidad de su abdomen. Lentamente se acostó sobre mí, me besó profundamente en la boca, como sólo ella sabía hacerlo y luego pasó su lengua por mi garganta. Armó un camino descendente de besos pequeños –como pellizcos- que alcanzó mi ombligo y llegó a mi pene que para ese momento se elevaba tenso. Lo besó, lo lamió y lo guardó en su boca mientras acariciaba mis testículos. Confieso que no podía aguantar más, necesitaba entrar en ella imperiosamente. Así lo entendió porque dijo:

-Ahora te toca a vos- y rodó sobre la cama sujetándome en su abrazo hasta quedar abierta para mí. Pese al relax previo no tardé ni un segundo en penetrarla. Me rodeó con sus piernas mientras yo empujaba con una violencia desconocida. Estaba claro que ese masaje sensual había sido un regalo prodigado para ambos ya que rápidamente su respiración se aceleró y arqueó su espalda (¡qué línea tan hermosa trazó su cuello!) gritando mi nombre. Caímos los dos, flojos, laxos, felices, satisfechos, cómplices, amados, uno solo en dos.

La miré, tenía el pelo desordenado sobre la almohada y su piel era bronce a la luz naranja de la vela. Jamás -y eso que he vivido- había sentido algo así por una mujer. “Esto es, sin dudas, el amor”, pensé. Entre dos besos le pregunté:

-¿Leonora, cuándo volverás?
-Nunca más.

El graznido de un cuervo rayó el silencio del amanecer. Desperté desconsolado y solo; me senté en la cama revuelta empapado de sudor. El semen se pegoteaba entre las sábanas y tenía el rostro mojado por las lágrimas. Creí percibir en el aire un leve aroma de naranjas.

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Este cuento fue publicado en Perras Negras el 1º de nov 2007 bajo la consigna "Cuento erótico" y está inspirado en el poema "El cuervo" de Edgar Allan Poe.
Protegido por safecreative

EL CUERVO
Edgar Allan Poe
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)

UNA VEZ, AL filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

imagen:http://enunlugardelared.files.wordpress.com/2009/04/cuervo-2.jpg

domingo, 13 de diciembre de 2009

LA TRAMPA DE PUERTO BLEST



“Hablá mamá, decime la verdad”


Aunque la verdad no había sido dicha hasta ese día y ni siquiera era una verdad concreta –solo un montón de cabos sueltos, voces deshilachadas, precisiones desdibujadas por la cola del tiempo– él la intuyó por siempre. Se había sentido distinto a todos desde que tenía memoria y se mantuvo reacio al amor que el familión se obstinaba en prodigarle. Ni siquiera había llorado en el funeral de su padre. Hay cosas que están dentro de uno, que no han llegado a través de las palabras ni se han leído en documentos con la firma de un notario, que poseen la contundencia del hierro. Son certezas que, aunque el universo las niegue, tienen en quien habitan la validez del propio reflejo.

Los últimos dos años habían tenido la crueldad de un tornado tal vez para oponerse a la benevolencia de los anteriores treinta y cuatro. De pronto le estalló en plena cara una crisis de identidad que incluyó detectives, psicólogos y abogados. Todavía, casi dos años después, no había perspectivas de solución.

Roberto era el típico niño bien, educado en los mejores colegios y acostumbrado a que sus menores caprichos fueran satisfechos. Como era previsible terminó ocupando un lugar de privilegio en la empresa familiar y casado con una reina de belleza cuyo amor duró sólo lo suficiente para darle a Teo, el hijo de ambos, el único ser en cuyos ojos podía reconocerse. “Son igualitos”, le decían cuando estaban juntos y él explotaba de orgullo porque nunca antes había sido igualito a nadie.

“Hablá mamá, decime la verdad”

Hasta el día de la revelación de su madre todo había sido una sensación furtiva oculta tras el ademán como de espantar moscas que se dibuja en el aire ante un malestar pasajero con la vana intención –ni siquiera mencionada- de no lastimarse. Recordaba alguna lejana conversación entre sus tíos pescada de contrabando durante una tarde de verano que, aunque abonaba la bola negra que crecía en su interior, había decidido ignorar. Y algo más: aquella visión en la Terminal de micros de Retiro, cuando tendría catorce o quince años, la cara de aquel chico desconocido -su propia cara en realidad- pegada a la ventanilla del ómnibus que se iba a Córdoba que no había podido olvidar. Tal vez las cosas hubieran seguido así, en una continua negación, si el destino, tan despiadado como inexorable, no le hubiera tendido la trampa de Puerto Blest.

En enero de 2006, todavía casado con Helena y en un intento de salvar el matrimonio (que ni un viaje a la Luna hubiera logrado componer), eligió Bariloche como destino de vacaciones. Roberto pensó que el ambiente diferente, las bellezas naturales y la propuesta de una no rutina devolverían algún rescoldo a una pasión extinguida. Nada de eso pasó, un gesto de asco perpetuo se instaló en la cara de Helena ni bien despegó el avión y permaneció allí hasta el regreso a Buenos Aires. Pero como ya estaban en el baile, y había que bailar, concertaron la excursión a Puerto Blest.

No obstante el sol hacía frío. Se felicitó por haber llevado la campera; compró los tickets y se dispusieron en el último lugar de la fila de turistas que, como ellos, pretendían subir a la embarcación que los llevaría a través de uno de los brazos del Nahuel Huapí hasta ese puerto recóndito, perdido entre las montañas.

Nunca pensó, al subir la escala, que su interés por navegar el Blest se desvanecería en los segundos siguientes cuando la guía de turismo que les daba la bienvenida, le dijo:

–¿Otra vez por acá, tanto le impactó el paseo?
–No entiendo– dijo Roberto desconcertado.
–Se lo pregunto porque es raro que un turista haga la misma excursión dos días seguidos, como usted vino ayer…
–Yo no vine ayer. Nunca había estado aquí antes.
–Entonces tiene un doble. Búsquelo, no debe andar lejos –dijo la mujer con una risotada final y de inmediato tomó el micrófono para darles a los pasajeros las instrucciones de la zarpada.

No pudo explicar, en ese momento, la desolación helada que se le montó en el alma. Nada, ni el azul profundo del agua, ni la tumba del Perito Moreno, ni la fantasmal presencia de la cumbre del Tronador, eternamente festoneada de nubes negras, logró sacarlo de su abstracción. Sólo quería volver a la ciudad para mirarse al espejo o para buscar al otro.

Esa noche, en el restaurant, el mozo lo saludó con demasiada afabilidad. Roberto le preguntó:
–¿Nos conocemos?
–Sí, bueno, en realidad no, usted vino hace unos días y yo lo atendí, me acuerdo porque me dejó una buena propina.

Roberto no pudo probar la pizza de tomate y roquefort, sólo jugueteó con la porción en su plato. Intentó explicarle a Helena lo que creía que estaba pasando, pero ella estaba lejos de allí, hablando por celular quién sabe con quién. De inmediato pensó que era una suerte no haberle dicho nada a su mujer ya que jamás le había planteado sus temores, sabía de antemano que la respuesta de la reina de belleza sería: “Roberto, no rompas más, ¿querés?”

Los dos días siguientes los pasó ensimismado, rumiando conjeturas, buscando –en las veredas, en el interior de los autos, en las ventanas de las casas y en los lobbys de los hoteles– su cara en otro hombre. Un nuevo incidente, parecido a los anteriores, puso otro ladrillo a su teoría: Se probaba un sweater verde, de micropail, especial para esquiar, cuando la vendedora le preguntó:
–¿Usted ya lo llevó en azul, no es cierto?

Cuando el avión llegó al Aeroparque, no respetó la fila de los taxis, puso a Helena en uno y él se tomó el siguiente auto, sin más explicaciones que: “Tengo que ver a mamá”

“Hablá mamá, decime la verdad”, le dijo a su madre aquella noche con la decisión de quien no se va sin saber.

La anciana trató de eludir la respuesta, pero al mirar a Roberto a los ojos entendió que la farsa se había terminado; sólo pudo llorar con las manos sobre su cara.

–Tu padre no quiso darme detalles, siempre que le preguntaba se ponía tenso y al final aprendí a no hacerlo más. Nosotros no podíamos tener hijos y en esa época no existían las técnicas de ahora. Sólo sé que una noche, llegó de viaje desde Córdoba, creo, y te trajo envuelto en una manta celeste. Nunca quiso que te dijéramos nada, no se estilaba en aquel entonces. Yo respeté su deseo porque me había dado lo que yo tanto quería.
–¿Y vos, no quisiste saber más?,¿qué hago yo ahora?,¿quién soy?, ¿tengo hermanos? Vieja, hay alguien igual a mí, tengo que saber, tengo que encontrarlo. Me voy a volver loco si no armo bien mi rompecabezas…
–¡Sí!, de eso me acuerdo –lo interrumpió la mujer como rescatando una visión casi borrada–, él me dijo aquella noche, y recuerdo que a tu padre se le atragantaron las palabras como si quisiera despojarse del recuerdo, que tu madre había muerto y que tenías un hermano gemelo que se lo llevó otra persona. Pero más vale no revolver, Roberto, ¿para qué querés saber?
–Mamá, hace treinta y cuatro años que vivo la vida de otro. Necesito saber quién soy, buscar mis orígenes, encontrar el rastro de mi sangre. Tengo que darle a Teo una historia real, mi historia tiene que ser real. Tal vez no lo entiendas, vieja, pero es una tarea ineludible que tengo que empezar ahora.

La consigna de este cuento era "lazos de sangre"

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martes, 8 de diciembre de 2009

RÍO DE MARIPOSAS


Perseguidos por los jíbaros, afortunadamente sin éxito, atravesamos la exagerada selva. El cielo de árboles era negro de tan verde. Ojos de felinos dueños fiscalizaban la huída sopesando, tal vez, la posibilidad de detenerla. Hallamos una picada y descendimos adivinando al final un afluente del Amazonas que oportunamente se presentó rumoroso y denso.

La habilidad de todos menos la del entomólogo -quien se dedicó a guardar raros insectos en un frasco- hizo posible la balsa. Casi a salvo en ella, a un remo de distancia de cocodrilos y otras alimañas, nos entregamos al río. Unos kilómetros más adelante nos internamos en la bifurcación que juzgamos acertada.

De pronto los sonidos cambiaron, se silenció el griterío de pájaros y monos. El mundo quedó mudo de no ser por el sordo aleteo lejano que anunciaba el futuro.

Una bandada de mariposas gigantescas, del tamaño de caballos alados se acercaba rauda. El batir de sus alas de terciopelo de profundos azules, rojos y dorados embravecía el agua tornando imposible nuestro equilibrio.

Tal vez por afinidad o por venganza se comieron primero al entomólogo.



Enviado a La Nación Consigna ”relato de aventuras”. (Menos de 180 palabras) 2005
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domingo, 6 de diciembre de 2009

CAZADOR



Este cuento de menos de 200 palabras (esa era la condición) fue publicado en la revista del diario La Nación el 16 de enero de 2009



En un revoltijo de sábanas y sensaciones amargas despierto esta mañana con una premonición de muerte atravesada en la garganta; no sé, quizá, un mal sueño o un mal recuerdo.

Estiro los músculos, enroscados en los huesos y trato de recobrar el sentido a la luz de la mañana nueva pero pronto advierto que cualquier oscuro presagio no es tan negro como la realidad: soy un ser minúsculo de no más de un palmo amanecido en mi cama de siempre, en mi cuarto de siempre, en mi casa de siempre.

Apenas sobrepuesto a la verdad, me descuelgo por las cobijas hasta el suelo. Maldigo el momento en el que elegí la alfombra, me hundo hasta la cintura. Fatigo penosamente esa selva de pelo azul para alcanzar la puerta como si el rectángulo luminoso me deparara la explicación lógica o la salvación.

Pronto comprendo que nunca he de llegar. El gato, que agazapado me escudriñaba tieso, inmóvil desde un rincón, se abalanza sobre mí. Atrapado entre sus zarpas huelo su aliento de alimento balanceado e intuyo su felicidad por atrapar una presa de sangre caliente tan distinta de las moscas y polillas con las que despunta su atávico vicio de cazador.

martes, 1 de diciembre de 2009

DE LOS ESCRITOS DE CALEB


(Este cuento es la precuela –horrible palabra– de “Condiciones Normales de Presión y Temperatura” que puede ser leído en este blog)

Recibí el llamado de Roberto un lunes por la tarde. Dijo que un amigo le había dado mis señas particulares pero no especificó quién y yo tampoco lo pregunté; no hace falta preguntar todo. Pensé en rechazar su solicitud, últimamente tengo mucho trabajo, pero algo, tal vez el hastío de su voz, me persuadió de darle una oportunidad. Lo cierto es que le hice un lugar en mi agenda. Tuve, para ello, que posponer mis clases de masajes Thai o de digitopuntura, ya no recuerdo.

Lo cité en el salón de té del Jardín Japonés; para los negocios nada mejor que la quietud de un parque en medio de la ciudad; hay algo en esa mixtura de energías antagónicas que me resulta benéfico.

Roberto me esperaba en una esquina del salón. La luz gris de aquel miércoles le confería una tonalidad verdosa a su cara ensimismada. Parecía pequeño, hundido en el sillón; lo asocié con algo deshuesado, un pulpo o una medusa. Era él, lo reconocí de inmediato, su imagen concordaba perfectamente con la voz que recordaba. Para quien sabe escuchar es la voz de una persona un rasgo identificatorio de excelente calidad; casi mejor que una foto.

–Caleb– le aseguré mientras extendía mi mano hacia él.

La sorpresa o un temor súbito le abrieron los ojos, lo despertaron del letargo en el que flotaba y lo devolvieron a la realidad. Creo que no me esperaba o, mejor dicho, no esperaba lo que soy: un enorme negro calvo ataviado con un sari anaranjado. Sé que es un atuendo originariamente femenino pero he logrado adaptarlo a mi masculinidad. Por lo demás me resulta comodísimo.

Su mirada me recorrió de arriba abajo mientras estrechaba mi mano en desordenado y aparatoso apretón. Sus ojos se anclaron en mis pies o quizá en las sandalias de yute que los protegían. No se consigue calzado en serie en este número por eso es que un artesano las hace para mí siguiendo un diseño personal. Cuido mis pies al igual que el resto de mi cuerpo. Ellos son el basamento del templo que habita mi espíritu.

–Yo lo llamé…–empezó a decir Roberto pero lo interrumpí.
–Primero el placer, pidamos el té.

Fue sólo después que de que el servicio estuvo en la mesa que retomé la palabra.

No sé cuánto me conviene revelar sobre mis técnicas pero sostengo que cuando uno conoce a alguien hay que tomarse el tiempo para medirlo. Se debe propiciar un espacio de reconocimiento mutuo, de clarividencia. Se pretende establecer una idea sobre el otro con el aporte de la intuición y de los detalles que la vista, el olfato, el oído y el tacto nos permitan recolectar. Entiendo que puede ser una técnica generadora de cierto nerviosismo, sobre todo en un neófito, pero con el tiempo se descubre que es volver al instinto animal; es olerse para ver qué tan peligroso o amigable es aquel que se nos opone. Después llegará el momento del intercambio verbal en el que puede esconderse la mentira. Es entonces cuando uno confronta la imagen elaborada en la mente con el sujeto real que tenemos delante y que decidirá, en ese momento, qué exponer y qué guardar para sí.

Medí a Roberto y supe que él también, a su modo, me medía. Noté su intranquilidad por el parpadeo repetido y por la forma en la que vanamente intentaba secarse la transpiración de sus palmas restregándoselas contra el pantalón. Se mostraba inquieto como si nuestra cita fuera un mal sueño del que quería despertar.

Puse mi mano sobre el dorso de la suya y le dije:
–Calma Roberto, hablemos. –Me reconozco persuasivo y sé que la combinación del contacto entre las pieles acompañado de un mensaje claro y tranquilizador desarma cualquier temor-. Cuentemé –proseguí– ¿qué desea?

Roberto exhaló; literalmente pareció desinflarse como un globo. Relajó sus hombros y se animó a pedir:
–Quiero algo nuevo.
Para facilitarle las cosas pues sabía que no le sería fácil hablar sobre sus deseos le pregunté:
– ¿Algo sólo para usted?, ¿algo que lo incluya? ¿Qué debería generar eso nuevo que usted quiere?
–Mire Caleb, le seré franco, es la primera vez que recurro a… a alguien como usted.
– ¿Qué se supone que debo entender por “alguien como usted”?
– Bueno, usted me entiende…
–No, no lo entiendo –repliqué–, no acostumbro a dar nada por entendido cuando de mi trabajo se trata.
– Está bien, le explico. Hace ya unos años que salgo con Helena, ¡qué mujer! –juntó las palmas como en una plegaria y elevó los ojos al cielo–, una mina hermosa, le juro. Nos conocimos por casualidad y enseguida hubo algo que nos atrajo como un imán. Los dos somos libres pero tenemos nuestras vueltas y además nunca junté coraje para pedirle que viviéramos juntos. Llámelo temor al fracaso si quiere, llámeme cobarde o cómodo… y a ella también ya que estamos porque tampoco ella me dijo nunca nada…
– No estoy aquí para juzgarlo a usted o a su pareja.
– Gracias, sólo buscaba explicarle el contexto de la locura de llamarlo.
– Mire Roberto, no quiero calificar su llamado como una locura. Prefiero pensar que me necesita porque yo tengo algo que usted quiere. Ese “algo nuevo” que mencionó al principio. Ahora sé que se relaciona con Helena la mujer que, según sus dichos, forma con usted una pareja de cobardes.

Roberto sonrió por primera vez y retomó su explicación.

–Caleb, amo a esa mujer, me caliento de sólo recordar cómo me mira, no puedo imaginar siquiera la posibilidad de su ausencia pero desde hace un tiempo empiezo a leer en nuestros hábitos algo que ya viví en otras relaciones, un vaticinio de final y no quiero un final. Me parece que necesitamos un golpe de timón que nos cambie el rumbo, si seguimos así encallamos en la rutina sin escalas. Por eso cuando me hablaron de sus servicios me decidí a llamarlo.

Me gustó la analogía entre su pareja y un barco con certero destino de naufragio, me pareció que Roberto, aún con su apariencia desleída, tenía la imaginación precisa para que la combinación entre Helena, él y mi persona diera buenos frutos.

–Espero que también le hayan hablado de mis honorarios. Le aclaro que soy caro pero valgo la pena.
–Helena justifica cualquier gasto; cuando la conozca lo comprenderá.
–Por lo que me cuenta, Roberto, creo que ustedes requieren lo que suelo llamar una “experiencia Caleb”. Créame, jamás tuve un reclamo.
–Suena un poco fuerte, ¿no le parece? Pero, dígame más. ¿Qué vendría a ser esa experiencia?
–Lo primero que tiene que saber es que no ocurrirá nada que ustedes no consientan, o mejor dicho, no pidan. Tengo la facultad de anticiparme a los deseos de mis clientes y sé como satisfacer cada uno de ellos. Eso sí, tiene que confiar en mí. Les estoy sugiriendo para usted y para Helena una aventura sensorial de primera clase.
–No entiendo nada, sepa disculpar, soy contador.
–Se trata de tensar los sentidos como una soga –le dije levantando ante sus ojos mis dos dedos índices enganchados el uno del otro–, llegar al límite preciso y aflojar. Ni saturar ni retacear; por eso se necesita un experto. Prescribo el placer en la medida justa como para que sean ustedes quienes establezcan cuál será el próximo paso. Helena y usted serán los actores principales en esta obra. Mi tarea es preparar el escenario y cumplir con algún rol tan secundario como imprescindible…
–Le confieso –me interrumpió Roberto despegando la espalda del respaldo del sillón y adelantando su cabeza hacia mí como para no ser escuchado en las mesas vecinas– que me provoca algo de temor pero por otro lado siento que me asomo a un abismo al que quiero caer.

No pude evitar reírme ante la esperadísima reacción de Roberto. ¡Predecible como todos los humanos!, eso es lo que hace fácil mi trabajo; todo se trata de pulsar la cuerda adecuada. Enseguida calmé sus temores:

–No tema Roberto, soy un experto, soy el mejor. No es vanidad es conocimiento puro basado en estudio y observación. La propuesta incluye alternar sensaciones, mezclar y separar, provocar combinaciones extremadamente sutiles o sutilmente extremas. Transitar planos paralelos tanto físicos como mentales, permitir, luego, su inclinación y el inevitable cruzamiento. Se trata de timbales y saxo, canela y pimienta, azahar y almizcle, plumas y satín…

En ese momento reparé en que la expresión de Roberto había cambiado. Su mirada se marchó de sus ojos hacia algún lugar vedado para mí. Se preguntaría, tal vez, qué desafíos sería Helena capaz de aceptar. No seguí hablando pues no quise interrumpir la visión que, a juzgar por su sonrisa boba, estaba disfrutando. De pronto regresó al salón de té del Jardín Japonés, a su sillón, a nuestra entrevista y preguntó abruptamente:
–¿Y qué tengo que hacer?
–Lo primero será cerciorarse de que Helena esté dispuesta a participar de una experiencia distinta. Es imprescindible que ella confíe en usted porque yo llegaré a ella a través suyo.
–Y si acepta, ¿qué hago?
–Haga el cheque a mi nombre. Yo me encargo de todo