sábado, 18 de octubre de 2014

LÁGRIMAS DE COCODRILO





Este cuento está incluído en la selección de cuentos de Editorial Dunken "Desnudos sobre el papel"








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El espejo del Nilo devuelve mi reflejo y me veo tal cual soy, mi piel es escamosa, dura, seca, un verdadero escudo contra los peligros que debo afrontar; una barrera infranqueable entre el mundo y yo. Gracias a su protección nuestra especie ha atravesado las eras.  Nos permite señorear las aguas y la ribera sin que nada nos perturbe. Pasamos de la tierra al río casi en secreto, y tenemos la habilidad de camuflarnos en inocente tronco a la deriva  con la corriente como único motor. Sólo nos delatan los ojos amarillos bajo los párpados rugosos. Somos implacables. Asistimos con deleite a la mezcla de horror y de sorpresa que, cuando ya es demasiado tarde, rezuma la última mirada de la víctima.

Después de pasar algunas horas tendida sobre unos pastos de la orilla el hambre me decide a deslizarme al mundo líquido en busca de algo para comer. Hace ya un rato largo, tal vez días, que la garza desprevenida en procura de agua fresca se convirtió en un manojo de plumas blancas y sangre entre mis fauces. En aquel momento sentí que algo inédito pasaba conmigo… por alguna razón desconocida, me apesadumbró el ave. Recuerdo que mientras destazaba sin piedad músculos y huesos una recóndita tristeza me embargó, pero luego la olvidé o la tragué junto con la cabeza coronada por un penacho que fue lo último que pasó por mi garganta. Un sentimiento similar, que me extrañó profundamente, apareció tiempo atrás cuando encontré deshecho el nido que había construido bajo unas matas... y lo peor, mis hijos, todavía huevos, habían desaparecido. Eso ya había sucedido antes, pero nunca me había importado: ley de la vida, ley de la selva, ley de los cocodrilos del Nilo.

No sé, tal vez deba consultar, quizás sólo sea la vejez,  temo que mi piel se esté ablandando. No puedo asegurarlo pero me parece que con cada movimiento, en especial cuando sacudo la cola para darme envión, algunas escamas se desprenden, saltan en el aire, reflejan los rayos del sol y finalmente caen, después de un par de acrobacias, para desaparecer bajo el agua con un suspiro. No me produce dolor, incluso disfruto de los destellos verdes que libera cada una. Lo que me pasa es más profundo: hay alguien más bajo esta piel. Un ser que hace un minuto le ha perdonado la vida a la gacela que me ofreció graciosamente el cuello al acercar su confiado morro castaño al río. No pude, se me hizo agua la boca, pero simplemente no pude y una lágrima se instaló en el nacimiento de mi tercer párpado.

Comprendo la gravedad del problema que empeora minuto a minuto. Es una reacción en cadena iniciada ignoro cuándo o por qué pero, intuyo, nada será capaz de detenerla.

Es hora de que salga de este río, me afirme sobre mis dos pies y camine en procura de lo que estoy buscando, está visto que mis días de cocodrilo han terminado.




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jueves, 16 de octubre de 2014

LOS ELEFANTES








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El reloj despertador marcó las seis y aulló esa hora como todas las madrugadas.

Lejos de remolonear, Amanda saltó de la cama recordando lo que se había prometido la noche anterior: cumplir con todas las obligaciones del día sin perder ni un minuto.

“Un buen desayuno es la clave para empezar bien la jornada”, se dijo y dispuso sobre la mesa de la cocina el zumo de arándanos, las tostadas y el café con leche. Declinó el impulso de encender la radio, las noticias de la República amargarían cualquier alimento. Se sentó en uno de los bancos de la cocina y disfrutó de los sabores y del aroma del café. Se felicitó por haber despachado sin remordimientos a su último candidato. “La privacidad matinal vale oro”, sentenció mientras el último sorbo de café se deslizaba por su garganta arrastrando miguitas de tostada.

“Bien, después de alimentar el cuerpo hay que alimentar el espíritu, luego un bañito y ¡a trabajar!”

Encendió la computadora y buscó en Internet la meditación guiada por su gurú favorito. Tendió la colchoneta sobre el piso y se acomodó boca arriba.

La melodiosa voz de clara cadencia oriental daba indicaciones a quien quisiera escucharlo:

“Inspire profundamente, contenga la respiración, exhale despacio por la boca”. Un sonido como de elefantes blandos -que provendría de un bansuri- inducía a la calma y reforzaba la idea del relax. “Concéntrense en la rodilla izquierda”, decía la voz levemente aflautada, “relaje el cuerpo, reconozca cada músculo, sienta cada hueso”

La mujer, aplicada como pocas, seguía al pie de la letra las algodonosas directivas. Inspiraba. Contenía. Exhalaba. Distendía religiosamente pies, pantorrillas, muslos, caderas, abdomen, ombligo, hombros…

Para estas alturas el techo ya era un cielo celeste surcado por ruidosos papagayos que dejaban surcos de humo azul como de aviones a chorro.

“Otra inspiración profunda… lleve el oxígeno a sus pulmones… expulse el aire lentamente y arrastre las malas energías”

Los elefantes barritaban lejos entre los profusos matorrales de bambú. La manada, tan numerosa como pacífica, dejaba su huella sonora en cada paso; retumbaban sobre la hierba como timbales sordos… o quizás fueran timbales nomás. Se acercaban. La voz se escuchaba ya  muy lejos, costaba trabajo entender las órdenes del hindú:”Inhale, llene su cabeza de luz, su cuerpo está pesado, flojo, se hunde…”

Efectivamente el cuerpo de Amanda, desarticulado, se derrumbaba sobre la colchoneta o sobre la húmeda hierba de la India. No quedaban huesos, ni tendones, ni músculos. La piel, a duras penas, contenía una gelatina babosa. Los pájaros seguían rayando el cielo y los elefantes, ya a su lado, levantaban una fina polvareda gris. Un elefantito le rozó la mejilla con la trompa, áspera impresión de labios polvorientos.

El gurú, de voz cada vez más aguda (¿no sería una mujer?) cantó unos pocos versos que repetían: shaaaanti, shaaaanti, shaaaanti. Seguramente fuera una especie de bendición que su mente aceptó agradecida desde el fondo de un pozo.

Mientras tanto los elefantes habían llegado a la orilla del río, chapoteaban en el agua, bebían y se daban alegres topetazos. El exquisito aroma del barro mojado llegaba hasta la nariz de Amanda. Pensó en seguirlos, pensó en levantarse y caminar hasta alcanzarlos o, tal vez, bastara con gatear hasta ellos, no estaba segura de poder reconectar los tobillos con los pies o las rodillas con los muslos. Mejor se quedaría allí un rato más, se sentía cansada, a lo mejor dormiría un poco y luego podría bañarse con los elefantes.

“Cuando lo crea conveniente, mueva pies y manos con suavidad, tome conciencia del entorno, escuche los ruidos del ambiente, abra lentamente los ojos…”

Tuvo Amanda un último pensamiento antes de abandonar al gurú y a los elefantes: “Mañana  cumpliré sin falta con todas las obligaciones del día sin perder ni un minuto.”



Meditación presente en el cuento:




miércoles, 15 de octubre de 2014

EL DON








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Esperó hasta dormirse y soñó con otra Navidad.

Su madre lo despertaba con una caricia y un tazón con chocolate caliente. Después, y de la mano, lo llevaba hasta el árbol de Navidad lleno de luces y adornos de colores. Una pila de paquetes descansaba bajo las ramas. Esta vez eligió uno enorme envuelto en papel rojo: la sorpresa del tren eléctrico iluminó su cara.

-¡Despierten!

Los tacones de la celadora retumbaron sobre las baldosas frías del dormitorio del orfanato.

Con sólo siete años había descubierto su don: podía programar sus sueños y soñarlos al pie de la letra.

El de la Navidad era su favorito.


Enviado el 15 de octubre de 2014 a la VIII edición de cuentos en cadena. (Menos de 100 palabras sin contar la frase de inicio que es la frase final del cuento ganador de la semana anterior








jueves, 9 de octubre de 2014

ÁNGEL DE LA GUARDA






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ÁNGEL DE LA GUARDA

“Ángel de la guarda…

Oscura camina sola; mal iluminada por la apagada luz de un farol.

dulce compañía…

Velado por la sombra de un zaguán espera a su próxima víctima, la espía, mide distancias mientras abrillanta sobre su manga astrosa  la hoja cruel de un puñal gastado.

no me desampares…

Sus pasos la acercan a la trampa ignorada.

ni de noche ni de día.”

Podría pasar hoy o podría pasar mañana. Fulminado cae como un montón de ropa sucia. Aquella falla congénita explota ahora.

Ella trastabilla al patear un puñal gastado que todavía gira en mitad de la vereda.