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El espejo del Nilo
devuelve mi reflejo y me veo tal cual soy, mi piel es escamosa, dura, seca, un
verdadero escudo contra los peligros que debo afrontar; una barrera
infranqueable entre el mundo y yo. Gracias a su protección nuestra especie ha
atravesado las eras. Nos permite
señorear las aguas y la ribera sin que nada nos perturbe. Pasamos de la tierra
al río casi en secreto, y tenemos la habilidad de camuflarnos en inocente
tronco a la deriva con la corriente como
único motor. Sólo nos delatan los ojos amarillos bajo los párpados rugosos.
Somos implacables. Asistimos con deleite a la mezcla de horror y de sorpresa
que, cuando ya es demasiado tarde, rezuma la última mirada de la víctima.
Después de pasar
algunas horas tendida sobre unos pastos de la orilla el hambre me decide a deslizarme
al mundo líquido en busca de algo para comer. Hace ya un rato largo, tal vez
días, que la garza desprevenida en procura de agua fresca se convirtió en un
manojo de plumas blancas y sangre entre mis fauces. En aquel momento sentí que
algo inédito pasaba conmigo… por alguna razón desconocida, me apesadumbró el
ave. Recuerdo que mientras destazaba sin piedad músculos y huesos una recóndita
tristeza me embargó, pero luego la olvidé o la tragué junto con la cabeza
coronada por un penacho que fue lo último que pasó por mi garganta. Un
sentimiento similar, que me extrañó profundamente, apareció tiempo atrás cuando encontré deshecho el nido que había construido bajo unas matas... y lo peor, mis
hijos, todavía huevos, habían desaparecido. Eso ya había sucedido antes, pero
nunca me había importado: ley de la vida, ley de la selva, ley de los
cocodrilos del Nilo.
No sé, tal vez deba
consultar, quizás sólo sea la vejez, temo que mi piel se esté ablandando. No puedo
asegurarlo pero me parece que con cada movimiento, en especial cuando sacudo la
cola para darme envión, algunas escamas se desprenden, saltan en el aire,
reflejan los rayos del sol y finalmente caen, después de un par de acrobacias,
para desaparecer bajo el agua con un suspiro. No me produce dolor, incluso
disfruto de los destellos verdes que libera cada una. Lo que me pasa es más
profundo: hay alguien más bajo esta piel. Un ser que hace un minuto le ha
perdonado la vida a la gacela que me ofreció graciosamente el cuello al acercar
su confiado morro castaño al río. No pude, se me hizo agua la boca, pero
simplemente no pude y una lágrima se instaló en el nacimiento de mi tercer
párpado.
Comprendo la
gravedad del problema que empeora minuto a minuto. Es una reacción en cadena
iniciada ignoro cuándo o por qué pero, intuyo, nada será capaz de detenerla.
Es hora de que
salga de este río, me afirme sobre mis dos pies y camine en procura de lo que
estoy buscando, está visto que mis días de cocodrilo han terminado.