martes, 8 de marzo de 2011

CAMACUÁ 237

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“229… 233… 237, Camacuá 237 2º F, es acá” se dijo el hombre de saco jaspeado mientras guardaba en el bolsillo el recorte del diario. El tipo de bigote fino que regaba la vereda como si la Tierra no tuviera problemas con el agua relojeó al desconocido con aires de empleado de seguridad y preguntó:

–¿A quién busca?
–Eeh, el 2º F, pusieron un aviso en el diario…
– ¿2ºF?, Doña Blanca, deje yo le hablo– y solícitamente apretó el justo punto de intersección entre las rectas perpendiculares que nacían en el 2 y en la F
del portero eléctrico que brillaba de recién pulido.
–¿Quién es?– chilló la voz que se deslizó por los cables hasta la vereda.
–Soy yo doña Blanca, Darwin, ¿cómo le va? Acá hay un señor que la busca, dice que es por un aviso del diario.
–Qué suba, que suba, gracias Darwin, ¡qué haríamos sin usted!

–Dice que suba.
–Escuché, gracias… ¿Darwin?
–Darwin Elbio Rodríguez, a las órdenes.
–¿Uruguayo?
–Sí, ¿cómo lo supo?
–Una corazonada.
El hombre de saco jaspeado desapareció tras la puerta del ascensor mientras volvía a sacar del bolsillo el recorte del diario.

Una señora de cara demasiado redonda abrió la puerta del 2º F un instante antes de que sonara el timbre.
–¿Doña Blanca? Soy Roberto Meneces, vengo por el aviso.

La mujer lo miró de arriba abajo y preguntó:
–¿Altura, peso, edad?, ¿el pelo y los dientes, son suyos?
– Un metro ochenta y dos, 80 kilos, 54 y ambas cosas son mías, el pelo es lo que queda…
–Bien, bien, está dentro de las especificaciones, pase, póngase cómodo que le explico.

Living oscuro, las paredes enteladas irradiaban un brillo sedoso arrancado por una lámpara pequeña ubicada sobre una mesita baja. Cuadros demasiado grandes para las dimensiones del lugar hablaban de un pasado más opulento o, por lo menos, más espacioso. Una inmensa biblioteca guardaba casi tantos libros como adornos de dudosa procedencia o gusto. En el fondo del salón una cortina con arabescos y estrellas vaticinaba otro ambiente contiguo y misterioso. El aroma denso y dulzón emanaba de un hornillo o como se llamara ese aparatito. A Roberto le costaba respirar.

–Sientesé –ordenó la doña al tiempo que señalaba unos silloncitos que hasta el ademán amplio de la mujer se ocultaban en la oscuridad. Ella se sentó a su lado, alisó la falda de una especie de kimono o albornoz (Roberto no sabía bien la diferencia) y continuó– Esto es un negocio, soy Doña Blanca, médium y vidente natural, mi trabajo no es fácil, hay cada cliente… en fin, hace unos días vino una viuda con el afán de comunicarse con el finado, yo accedí de mil amores, como le dije, soy médium, lo mío es casi un trabajo social. Preparé el ambiente, dispuse el aroma correcto, me rodeé de los elementos pertinentes pero nada, el muerto se negó a manifestarse a través de mí, me dice que soy mujer, que no estaría a gusto y bla bla bla. Intenté convencerlo pero nada y en estos casos no conviene ponerse al muerto en contra porque no vuelve más. Debe estar bueno el otro lado.
–Perdone doña Blanca, pero no entiendo nada… ¿para qué puso el aviso en el diario pidiendo un hombre de entre 50 y 60, de más de 1,80 de altura, ni gordo ni flaco, con todos los dientes y con todo el pelo?
–Justamente, este hombre, bah, espíritu quiere un interlocutor de esas características para hacerse presente y hablar con la mujer. Por eso lo del aviso, no se me ocurrió otra cosa. Estuve a punto de rechazar el trabajo porque soy una profesional, no necesito acceder a las veleidades del otro lado pero con los tiempos de vacas flacas que corren preferí invertir en alguien como usted.
–A ver si entendí, ¿usted quiere que el muerto se instale en mi cuerpo para hablar con la mina? –preguntó Roberto con la voz afinada por el pánico.
–Eso mismo, pero no se preocupe porque no duele, usted ni se va a enterar porque lo pongo en trance, será cuestión de quince minutos con toda la furia, esa gente no se queda mucho tiempo por acá. Fíjese que en ese ratito hará una buena plata porque la señora está es de posición acomodada y le pienso cobrar todas estas molestias.
–No quiero parecer un cobarde, pero me da miedo, nunca me mezclé con el más allá, así que mejor me voy.
–¡Déjese de pavadas hombre! Esto lo hago desde que tengo seis años, mi vieja y mi abuela tenían el mismo talento. Le aseguro que no tiene nada que temer… nunca va a ganar tanto dinero en tan poco tiempo.
–Poniéndolo en esos términos, no sé, tal vez deba pensarlo un poco, como usted dijo, no soy épocas para rechazar trabajo.
–¡Bravo, no se va a arrepentir! Déjeme su teléfono y cuando arregle la sesión con la viuda le aviso.

Roberto llegó a la vereda con alguna intranquilidad en la barriga, por la propuesta de doña Blanca o porque venía comiendo salteado. Darwin seguía regando la vereda como quien pretende hacer crecer calabazas de entre las baldosas pero desatendió su labor para saludarlo con un ligero movimiento de cabeza.


–¿Le parece bien el martes a las cuatro?– doña Blanca en el teléfono sonaba igual de chillona que por el portero eléctrico.
–El martes a las cuatro estaré ahí.
–Traiga corbata, el finado era bastante pituco.


Ese martes Roberto llegó a Camacuá 237 con los nervios de punta, Darwin no regaba la vereda, se cebaba unos mates mientras clasificaba la correspondencia.
–Doña Blanca lo espera– le dijo a modo de saludo.

Fue una mujer regordeta y de collar de perlas que se presentó como Amanda Barrientos, viuda de Torres quien abrió la puerta y lo invitó con un cafecito mientras, le explicaba, “doña Blanca hace los últimos arreglos”.

–Encantado y no gracias– dijo Roberto a quien no le pasaba ni la propia saliva, mucho menos un café.

En eso se descorrió la cortina del fondo, la medium vestida para la ocasión con largo vestido negro, profusión de collares y pulseras, anillos en todos los dedos y un tercer ojo pintado en medio de la frente hizo su entrada dramática. “Si no estuviera tan cagado en las patas me reiría de todo esto… como la está empaquetando a la viuda… hay gente que no sabe en qué tirar la plata, falta la bola de cristal y estamos todos”, pensó Roberto mientras ofrecía su brazo a Amanda para encaminarla al recinto recién revelado.

La atmósfera era opresiva, la luz escasísima provenía de una única vela. Doña Blanca en evidente trance o actuación fenomenal los invitó a sentarse a la mesa de tres patas.

“Tres patas, típico”, fue el último pensamiento de Roberto. El último.

Doña Blanca mascullaba alguna oración, la viuda recorría con la mirada extraviada la oscuridad circundante y Roberto ya no era Roberto… un rayo helado lo había recorrido de norte a sur no más sentarse, Roberto ya no era Roberto, era Torres.

Y Torres habló con la voz de Roberto:
–¿Qué querés Amanda, no te bastó la vida entera que ahora me venís a romper la paciencia después de muerto?
–Ay, Juan, yo no te quiero molestar –balbució la mujer visiblemente asustada, la voz de Torres era casi un trueno– quería saber dónde guardaste los ahorros, dí vuelta la casa y no encontré nada, nunca te gustaron los bancos así que supuse que deben estar bien escondidos.
–¿MIS AHORROS? –aulló Torres– ¡¡¡ESO SÍ QUE NO!!!. La carcajada de ultratumba –que tan bien les sale a los fantasmas– heló la sangre de la viuda, doña Blanca se despatarró y cayó al suelo al tiempo que el antes muerto atravesaba la estancia a zancadas. El portazo anunció su salida.

En la vereda y de saco jaspeado el antes Roberto Meneces y ahora Juan Torres saludó a Darwin Elbio Rodríguez con una elegante inclinación de cabeza.

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