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–No me acuerdo, no me acuerdo– repitió.
Hizo un escudo con las manos, como queriendo no ver, lo apoyó sobre su cara y
siguió llorando. Sentada en una silla de madera su espalda se curvaba en
dramática C y con cada hipo revelaba las costillas de su cuerpo flaco. El
inspector Anselmi hizo un gesto de resignación al entender que el
interrogatorio no prosperaría. Le alcanzó a la mujer un vaso con agua y, de verla
tan deshecha, la piedad resquebrajó su
alma curtida de policía viejo.
En
los diez años que llevaban juntos se había tejido entre Lucía Estrella y Juan
Argañaraz una telaraña de amores y pasiones que hubo de salir airosa de
numerosos vendavales sin mayores pérdidas que un par de piolines rotos. Pero
cierto día, un olfato animal alertó los sentidos de Lucía Estrella
previniéndola contra la nueva vecina, Blanca de la Piedad Estevez –una mosquita
muerta al decir de la panadera– a quien descubrió echándole el ojo a su marido
por sobre el cerco de ligustrina que separaba ambos terrenos.
Resultó
guerrera la tal Blanca: paseaba por la vereda su desfachatez en minifalda
mientras sus ojos negros atravesaban el cristal de la ventana de los Argañaraz
buscando la figura de Juan en eterna camiseta. Lucía, de permanente guardia,
cerraba las cortinas de un tirón.
Otras
veces la muy osada tomaba sol en su jardín con una biquinita blanca y se echaba
agua con la maguera a la vista disimulada del hombre que pretendía, en vano, arreglar
sobre la mesa del patio algún
electroméstico destartalado.
La Blanca rodeaba a su presa sin disimulo, lo sobrevolaba en
círculos cada vez más estrechos como un carancho hambriento. Lo vigilaba de
lejos o lo despeinaba con vuelos rasantes.
Forzando
su descaro al máximo la Blanca
se presentó un atardecer en casa de los
Argañaraz porque necesitaba la ayuda de un hombre para cambiar la garrafa del
gas. “Soy sola”, les había enrostrado como excusa. Lucía Estrella pescó de
inmediato la conexión entre Blanca y Juan. “Era tan fuerte”, le habría
comentado a una amiga, “que de haber sido una soga hubiera podido tender la
ropa en ella”.
Juan
no pudo resistir por mucho tiempo ni el asedio de la Blanca ni la actitud
policial de Lucía. Ninguna cedía un tranco de pollo en aquella batalla
silenciosa. El hombre, solo por la
obligación de cumplir la fantasía de bigamia servida en bandeja, la propuso.
Al
principio la cosa marchó, un poco estimulada por la novedad o porque Lucía comprendió
que era eso o perder a Juan para siempre. Pero la rabia se enroscaba entre los
muebles y los celos, como rayos, atravesaban el cerco de ligustrina en todas
direcciones, chocaban contra las paredes y se reflejaban en vívoras venenosas
hacia los cuatro puntos cardinales.
El
arreglo incluía compartir el hombre mas no el espacio, por lo que las mujeres podían pasar días sin cruzarse. Pero
se chuseaban de una ventana a la otra y escupían blasfemias multicolores
mientras revolvían un guiso en el que se cocinaban tanto papas y carne como
maldiciones y venganzas.
-No me acuerdo, no me acuerdo. –repitió
la mujer sin parar de llorar – Dicen que yo la maté, que salí como loca de mi
casa y le clavé la cuchilla en el corazón, pero yo no me acuerdo, ¡juro que no
me acuerdo! -lloró otro poco y agregó entre lágrimas- La última imagen que tengo atravesada en la
cabeza es la de esa turra alargando el cogote por sobre el cerco de ligustrina
para besarlo al Juan que estaba en MI
patio... después, no me acuerdo nada más.