lunes, 24 de diciembre de 2012

LOS QUERUBINES

   

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­_ ¿Está haciendo calor, no doctor?

_ Es verdad, es que ya estamos en diciembre, se nos acaba el año.

_ No me gusta el calor, tampoco el frío pero el calor, así de golpe, me mata. Y las fiestas me deprimen.

_ Las fiestas deprimen a muchos, por eso del balance inevitable, por la sensación de finitud. Se movilizan muchos sentimientos y eso nos afecta, digo nos porque a mí tampoco me enloquecen. ¿Qué es lo que no le gusta específicamente?

_ Es que me parece una estupidez, no estoy celebrando nada, hay mucha euforia y poco motivo. Me suena falso. Y eso de tener que reunirse obligadamente con gente a la que no he visto en todo el año, ¡por dios, quiero verme libre de eso! Pero sé que no tengo huevos para dar una buena excusa y zafar. Le juro que me compraría un pan dulce y una sidra y me quedaría viendo una película lo más pancha en casa.

_ ¿Y por qué no aprovecha este año? Póngase ese objetivo, ahora que todavía hay tiempo, ensaye buenas excusas, arme estrategias para decir que no, para que no la convenzan.

­_ Sí, pero no tengo el coraje, al final terminaré yendo; por otra parte estar con gente es un seguro contra los querubines. Me dan miedo los querubines.

_ ¿Querubines?

_ Sí, vio que por todos lados, para estas fechas empiezan con los adornos navideños, los arbolitos con nieve de lana de vidrio, los papás noeles, los villancicos y los angelitos con cara de buenos… pero esos son peores que el mismo demonio.

_ Alicia, hace ya casi un año que viene a terapia conmigo, suponía que ya habíamos identificado sus fuentes de temor y las habíamos desarticulados, déjeme recordar y corríjame si me equivoco: hombres con maletines, gitanas, chapas patentes capicúas… nunca me había hablado de los querubines.

_ Doctor, se olvida de los trencitos de la alegría. Y no le dije nada de los querubines porque empecé terapia en febrero pasado, para esa fecha ya se han ido lejos.

_ Claro, se desarman los árboles de navidad y se guardan los adornos.

_ No, no, nada tienen que ver con la Navidad, se van lejos, creo que se van a otro país, me parece que tienen un tiempo limitado para estar acá comiendo…

_  ¿Comiendo?a ver Alicia, ¿qué historia es esa? ¿Está tomando las gotitas que le receté?

_ Sí doctor, cada ocho horas.

_ Lo de los querubines, cuentemé lo de los querubines.

_ ¡Uff! Los querubines vienen de lejos, nunca hablé de ellos, pero me dan un miedo… usted no sabe, la verdad, no sé si contarle... en fin, los descubrí cuando era chica.

_ Lógico, su familia siempre festejó la navidad y los angelitos son un adorno de lo más común.

_ Pero estos que yo les digo no son un adorno. Son chiquitos, se esconden por todos lados. 
Vuelan, ¿sabe? Y parecen dulces y buenos pero no lo son. Al principio me puse contenta de verlos, me divertían, creía que eran los angelitos de la guarda y esas cosas. Así que cuando empezaba el calor  me alegraba porque sabía que tarde o temprano vería revolotear a los querubines y andaría como loca por toda la casa buscando sus escondites. Porque se esconden, ¿sabe? Se esconden. Cualquier lugar oscuro les viene bien. Apuesto que detrás del busto de Freud que está en aquella biblioteca hay un par acechándonos.

_ ¿Acechándonos? ¿Le parece para tanto? Su descripción me pareció simpática pero usted dijo que le daban miedo. Explíquese mejor.

_ Doctor, parecen simpáticos y si uno los mira lo son, bebitos alados, eso son, preciosos bebitos alados.

_ Pero entonces  ¿por qué les teme? Dígame qué siente así podremos desarticular su miedo hacia ellos. ¿Por qué la asustan?

_ Porque los descubrí y ellos lo saben.

_ ¿Qué descubrió?

_ Como le dije, a mí de chica me encantaban, después les empecé a desconfiar. Yo les dejaba comidita ¿vio? Leche, galletitas, azúcar. Pero nunca probaban bocado.

_¿Y?

_Bueno, usted ya sabe -porque le he contado- que a mí me gustan mucho los animalitos. Los pajaritos me encantan, de chiquita me subía a los techos de la casa y me quedaba horas mirando los nidos con los huevos, me gustaba ver a las mamás empollando su tesoro durante días y nada me daba mayor alegría que ver nacer a pichones y seguir su crecimiento, siempre apostada en el techo de la casa sin hacer ruido para no asustarlos. Una tarde de mucho calor los vi revoloteando un nido, a los querubines vi. Y casi me vengo para abajo del susto cuando los vi atacar a los pichones, se los comieron en dos minutos, con esos dientes enormes que tienen, se los comieron y dejaron sólo las cabecitas con los ojos vacíos. Lo sé porque cuando pude reponerme del susto subí al árbol y vi las cabecitas de los chiquitines con las cuencas vacías como mirando la nada, nunca me voy a olvidar. Odié profundamente a los querubines y durante mucho tiempo traté de matar alguno con un matamoscas pero nunca los pude agarrar. Desde ese día me persiguen porque sé su secreto. Cada año descubro nuevas cabecitas de gatos, perritos y hasta de ratones y loros, todas sin ojos. Estoy segura de que también se han comido bebés recién nacidos pero no tengo pruebas. ¡Y vaya uno a saber los horrores que habrán cometido! Doctor me parece que me voy, tengo miedo, me quiero ir a mi casa. Sólo me siento segura si hay mucha gente o si hay naranjas, descubrí que detestan el olor a naranjas y por eso en mi casa hay naranjas hasta en el baño.

_ Alicia, cálmese un poco, le sirvo agua. Esto que me cuenta es diferente a los otros miedos que hemos ido desarticulando porque yo he visto los hombres con maletines, las gitanas, las chapas patentes capicúas y los trencitos de la alegría y he podido con mucha paciencia desarmar esos miedos. Pero lo que usted me cuenta es nuevo para mí, nunca he visto a sus querubines, tal vez nos cueste más lidiar con este miedo, le confieso. Le voy a subir la dosis, tome las gotitas cada seis horas, al menos por un tiempo, la noto muy nerviosa.

_No es para menos, doctor, son muy astutos, es más, acabo de ver la punta de una alita detrás del busto de Freud. Es una pena que hayamos hablado de ellos. Ahora saben que usted también sabe, le aconsejo que compre naranjas y que trate de no pasar las fiestas solo.


11 de noviembre de 2012


lunes, 26 de noviembre de 2012

TARJETA DE COORDENADAS



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La modernidad es fantástica pero no tanto, obliga a mantenernos informados, a cambiar hábitos milenarios, a recordar contraseñas y, ante la necesidad de hacer una transferencia bancaria on line a tener, sí o sí, la dichosa tarjeta de coordenadas, una pavada tecnológica inspirada en la viejísima batalla naval.

Así que me fui nomás al banco un soleado –demasiado para mi gusto- mediodía de noviembre. A las tres cuadras apuré el paso porque, aún del lado de la sombra, sentía chamuscárseme la piel y los anteojos de sol no lograban el cometido de aplacar la luz.

Ya en el banco me sentí mejor, el aire acondicionado me revivió lo suficiente como para integrarme a la fila de cuatro personas que esperaban en el mostrador de informes.

Porqué no me avivé de comer algo antes de salir de casa, nunca lo sabré. Si alguien me conoce al dedillo soy yo misma, sé que no debo alejarme mucho sin un bocadillo previo, sin un tentempié liberador de potenciales situaciones no deseadas. Tal vez la premura por la dichosa tarjeta, tal vez el berretín de sacarme de encima el trámite bancario inevitable me apuró más de la cuenta. Allí estaba,  irremediablemente muerta de hambre, en el quinto lugar de la fila.

La empleada que atendía el mostrador tampoco colaboraba a mi bienestar. Esa chica, fea y con demasiado maquillaje, tenía la lentitud de un condenado a muerte. Se me ocurre que cada uno de sus movimientos debía ser consentido por sus tres neuronas por lo que para despachar al primer cliente, una señora que iba a hacer un depósito en cuenta de terceros, se tardó no menos de cinco minutos.

Mientras tanto, trataba de no pensar en mis entrañas, más bien en el vacío de mis entrañas. Para ayudarme, me concentré en la nuca del cuarto cliente, es decir, el tipo que estaba delante de mí. Linda nuca, me dije y  aunque no soy afecta a los espejos empecé a buscar el reflejo del hombre en el vidrio del banco que nos separaba de la calle, sólo por diversión para distraer al estómago. Me gustó lo que vi, prolijo, buen perfil, de unos cuarenta años le calculé y no me hice ninguna película porque ya sé cómo terminan mis películas. Linda nuca, me repetí al tiempo que escuchaba el problema del cliente número dos: una viejita que quería cerrar la cuenta. La empleada le pidió su documento y el último resumen bancario para que pudiera ir a la fotocopiadora a sacar unas copias: “Una me la quedo yo, otra se la queda usted y otra  la mando a la casa central”, le dijo la chica al tiempo que se ponía en marcha y desaparecía en un laberinto de mamparas. No lo he dicho todavía pero desde siempre he tenido un oído de tísico, nada se me escapa, a veces puedo sacar  provecho de este don como cuando percibo el aleteo de una bandada de palomas que bien podría darme sosiego ahora mismo pero casi siempre padezco el incordio de escuchar cada estúpida frase de cada estúpida persona que se cruza en mi camino.

No bien regresada al escritorio la fea con demasiado maquillaje selló con inusitada energía las copias, las firmó sonoramente y despachó a la viejita con un “dese una vuelta el viernes”.

El tercer cliente era de Chacabuco, lo supe porque se lo contó al hombre de la linda nuca mientras todos esperábamos que la muchacha volviera de la fotocopiadora. El hombre llevaba un portafolio raído rebosante de papeles con el que describió una curva en el aire antes de depositarlo sobre el mostrador de informes ni bien la empleada le dedicó media sonrisa a modo de saludo. “Buenas, soy Roberto Quemado Nuñez, yo tenía reservada una sala para hacer una operación hoy a las dos pero mi cliente no pudo venir por la huelga de transportes de modo que la quiero pasar para el miércoles que viene a la una”. La chica le pidió el documento y se puso a teclear en la computadora.

El trámite se demoraba y yo necesitaba comer, fingí ataques de tos para tapar los ruidos de mi aparato digestivo… inevitablemente iban a llamar la atención y eso es lo que menos necesitaba. Por momentos perdía el sentido, es raro que no se me hubieran aflojado las rodillas. El hombre del portafolio raído seguía discutiendo con la fea con demasiado maquillaje y el cuarto cliente, alertado por mi fingido ataque de tos, se volvió hacia mí: “¿Quiere una pastillita de menta?



Esa pregunta selló nuestros destinos de forma irrevocable como si yo fuera la fila 5 y el hombre de la nuca la columna D de la mentada tarjeta de coordenadas.

- No, no, le agradezco mucho pero la menta me mataría, soy alérgica a muchas cosas: al maní, a la menta, al ajo… en fin, algo en este banco me está afectando, me cuesta respirar. Me iría pero se me están aflojando las piernas   –agregué frenando otro ataque de tos- y temo caer, ¿no me haría el favor de acompañarme afuera? Reforcé el tono candoroso de la pregunta mirándolo a los ojos e inclinando levemente la cabeza a la derecha. He comprobado que ese movimiento  sutil predispone al inocente a satisfacer cualquier deseo.

El cuarto cliente aceptó gustoso y me ofreció su brazo del que me apuré a colgarme.

-¡Qué amable, muchas gracias!, no se preocupe que enseguida se me pasa y volvemos a entrar así que no va a perder su lugar en la fila – le dije al tiempo que salíamos a la calle.

Lo conduje con paso trémulo hacia la sombra de un árbol cercano. Me cercioré de que no hubiera otras personas a la vista y fingí dos cosas al mismo tiempo: un nuevo ataque de tos y un leve vahído. El hombre percibió la flojedad de mis músculos y se inclinó para sostenerme. Minuto fatal de la víctima.

Aproveché ese momento para atacar su yugular y tomar la siguiente nota mental: no puedo salir de casa sin haber comido lo suficiente.

26/11/2012


miércoles, 24 de octubre de 2012

LA SIESTA

************************************************************* ¡Qué sensación la disolvencia! ¡Qué placer casi orgásmico! El cansancio se acumula desde el alba, se atrinchera en cada músculo y forma, en colaboración con las tensiones nunca disipadas, nudos dolorosos que ni el mejor masajista conseguiría desatar. Repaso, lapicera en mano, la interminable lista de quehaceres y descubro con enorme sorpresa que tengo una hora, una hora de completa libertad. Constato que he tachado todo lo posible y que el próximo pendiente sólo podrá cumplirse después de que transcurran sesenta maravillosos minutos. Sin dudar apago el celular, descuelgo el teléfono, bajo la persiana y me tiro en la cama no sin antes ajustar la alarma del despertador. Cubierta por una frazada leve cierro los ojos y me entrego, me rindo, me disuelvo. Sí, porque eso pasa: la carne casi se desprende de los huesos y se derrama en una lámina rosada que replica los relieves del colchón. Las pupilas ocultas tras el velo de los párpados huyen hacia atrás como buscando en la nuca mundos de espejos negros. Queda todavía un hilo de conciencia que me ata a la cama, a la casa, al barrio, al país, al Mundo. Algo sonríe en mi interior porque sé que en segundos el mentado hilo se cortará y saldré disparada a otros mundos, a otros países, a otros barrios, a otras casas, a otras camas. Después de siete préxteles que equivalen a una hora terrícola suena la alarma que vuelve a conectarme con realidades conocidas; me levanto con lentitud con una pregunta repiqueteando en la cabeza: ¿de dónde provienen las caras de los extraños que pueblan los sueños?