domingo, 7 de noviembre de 2010

LOS TANGOS DE JOVITA

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No se cómo me acordé de Ringo, son esas cosas que pasan sin permiso, sin lógica ni razón. Será que extraño su franqueza y su lealtad casi brutales, no sé. Lo cierto es que hoy me descubrí pensando en Bonavena, en su estúpida muerte en el Mustang Ranch, en los Conforte, qué pibes pesados… Si se hubiera quedado acá, todavía compartiríamos, cada tanto, las ravioladas en Boedo, en casa de doña Dominga, donde, no más entrar, era como meterse entre la ropa -mezclado con el olor a tuco- un cacho de barrio porteño.

A Ringo le gustaban las sobremesas tanto como contar historias desopilantes, exageradas y también tiernitas. Las contaba con los ojos brillantes y ademanes torpes que dibujaban escenas en el aire. Era un chico pretendiendo llamar la atención, un chico de noventa y pico de kilos.

Fue él quien me contó la historia de Jovita.

Aquel domingo, la señora servía el café pelando, como de costumbre, y asentía con la cabeza cada palabra del hijo con la adoración pintada en la cara. “¿Nunca te conté de Jovita?”, me preguntó Ringo tocando mi brazo con su manaza. Creí adivinar, por su tono de voz, que ese recuerdo asustaba al campeón.

“Acá todos los pibes sabían tocar el piano, todos menos yo, en casa no había guita para bancar una profesora ¿no, vieja? Pero yo vigilaba la vereda desde la ventana del comedor esperando que Jovita entrara y saliera de los zaguanes de las casas vecinas con su carterita negra apretada contra el cuerpo y las partituras bajo el brazo. Era mas bien fiera, pelirroja, y se peinaba como con una banana de pelo sobre la frente, bueno, así se peinaban todas las minas, ¿te acordás? y usaba unos anteojitos puntudos de estrella de cine. Para mí era medio jovata, le calculo unos treinta y pico, pero tenía unas piernas que… ¡mamma mía!” Doña Dominga pasó por detrás de Ringo y le pegó un revés en la nuca como amonestándolo por el tenor de ese último recuerdo.

“Desde acá se oían los pianos aporreados por los chicos durante toda la tarde”, prosiguió Ringo y contó que volaban escalas, que sonaba Chopin o Beethoven, pero que al final de cada clase, Jovita arremetía con un tangazo, tal vez para divertir a sus alumnos o para demostrarles la versatilidad del piano. “Esa era la mejor parte, yo miraba el reloj y salía a la calle para esperar ese momento, a veces era ‘El choclo’ o ‘La cumparsita’, pero a mí me encantaba ‘Adiós Pampa mía’ ”.

Ringo sorbió un poco de café como para tomar envión y doña Dominga se sentó a su lado –creo que para protegerlo– a escuchar el final de la historia.

“Pero un día Jovita no volvió”, me dijo Ringo bajando la vista.

–Una pena de amor –acotó doña Dominga– eso fue lo que se comentó en el barrio. Parece que se enredó con un mal tipo que la engañó para sacarle unos ahorros. La pobre Jovita no volvió a salir de la casa –vivía por acá cerca– y al poquito tiempo se murió. Yo no la conocía mucho ¿sabe?, pero mi comadre escuchó que no estaba enferma ni nada, se murió de tristeza la pobre. Una lástima, era una buena mujer y tocaba lindo.

“Sí, a mí me dio pena y eso que era chico”, ¿qué tendría, vieja, diez años?”, continuó Ringo retomando el hilo, “pero las cosas no terminaron ahí: unos meses más tarde, sería un jueves, a eso de las tres, volví a escuchar ‘Adiós Pampa mía’ y salí como loco a la calle. Me fui arrimando a las puertas vecinas, apoyaba la oreja, pero no venía de ninguna casa en particular. No puedo explicar bien de dónde llegaba la música que sonaba igualito a como la tocaba ella. Me agarré un jabón tremendo y me vine corriendo para casa, ¿se acuerda vieja?

¬Doña Dominga le acarició la cabeza y terminó el cuento:
–¿Sabe? –me dijo– llegó blanco como un papel. Me contó lo de la música y yo lo quise tranquilizar, le dije que seguramente provenía de alguna casa un poco más alejada, pero no se conformó. Los días que siguieron yo misma escuché los tangos a la hora de la siesta y salí a la calle, mi comadre también los oyó y varios vecinos de por acá, lo mismo. Le digo más, el muchacho de la farmacia dijo que una noche vio a la profesora de piano caminando por la calle con la carterita negra apretada contra el cuerpo y las partituras bajo el brazo. Al principio todos estábamos como en ascuas, queriendo saber y no saber. Después la cosa fue raleando, nos olvidamos… hay tanto que hacer en la vida, pero dicen que todavía en algún zaguán de Boedo se escuchan, algún jueves a eso de las tres, los tangos de Jovita.


Registrado en safecreative Código: 1011087792183

Enviado a Perras Negras el 2 de junio de 2008. Consigna 121. El maestro de música. Menos de 600 palabras

viernes, 17 de septiembre de 2010

A TU SALUD

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Este cuento está incluido en la selección "Los vuelos del tintero" de editorial Dunken






Cuando Perica murió ninguna supo cómo digerir la novedad. No es que no entendiéramos el concepto de “se acabó” qué implica la muerte, no fue eso, nada más que la noticia del aneurisma nos sacudió como un terremoto aquella noche de abril en la que sonaron todos los teléfonos al mismo tiempo y quedamos tan descolocadas que tanto atinamos a llorar por ella como a reír tocándonos unas a otras para verificar nuestra carnadura y celebrar en cada abrazo que no nos había llegado la hora. No nos engañemos, el “mejor que haya sido ella y no yo” fue un pensamiento que, a las seis que nos quedamos hasta último momento en el velorio, nos rondó por la cabeza. Ninguna de nosotras, jóvenes y con vidas florecientes, hubiera tomado su lugar. Éramos buenas amigas, no extremistas de la amistad.

Las siete, incluyendo a Perica, nos habíamos coleccionado de la vida: del barrio, de la escuela, de una antigua vacación en San Bernardo o de algún amigo o novio ya lejano y prescripto.

Las seis, como un enjambre de anteojos negros, seguimos el ataúd de madera oscura y la cruz plateada hasta el cementerio. Las seis, como una sola oreja, escuchamos las palabras del pastor y mantuvimos en perfecta coordinación los hipos y sollozos sin superponernos y evitando notas discordantes. Movimos las seis cabezas de arriba abajo acompañando el descenso del cajón y contamos las paladas de tierra –sesenta y dos- que formaron una montañita leve. Seis flores blancas fueron nuestro último adiós.

Y después, después no pudimos ni decirnos “hasta luego” o “nos hablamos”. Fue imposible despegarnos. De haberlo hecho se hubiera roto la cohesión de nuestros átomos. Qué harían ahora seis mujeres que hasta entonces habían sido siete y sólo se habían juntado para festejar o, a lo sumo, para compartir alguna tristeza que es otra forma de celebrar la amistad. Cómo hacer para metabolizar la situación nueva de la que todavía ninguna había caído del todo.

Nos demoramos sin atrevernos a cruzar el portón del cementerio, tal vez, me animo a aventurar, nos daba pena dejar sola a Perica entre tanto muerto ignoto cuando la habíamos visto hacía tan poco, en casa de Merce me parece... la cosa es que ninguna se animaba a romper filas.

“Vamos a tomar algo”, propuso Teresa o pudo ser Soledad. Eso nos animó, nos puso la sangre a circular de nuevo como si de golpe la bandada de pájaras dispersa por la tormenta encontrara, en algún punto notable –el edificio de Telefónica o el monumento a los españoles–, el camino de regreso a casa.

Y así marchamos de tres en tres –porque las seis no entrábamos en la vereda– y del bracete, para darnos calor o para no caernos, hasta un bar medio roñoso.

“¿Qué van a tomar?”, preguntó el mozo dándole un marco de realidad a la circunstancia todavía ficticia que recién empezábamos a transitar. “A Perica le gustaba el vino tinto”, dijo por lo bajo Mercedes. “Tráiganos un tinto de la casa y una picada con salame y queso” pidió Laura y agregó como un dato irrefutable: “A Perica le gustaba picado fino”. “Y pan de campo, si puede ser”, remató Dolores, “¿se acuerdan?, Perica se bajaba la panera en dos minutos”. Y todas reímos, las seis, o las siete porque Perica estaba allí sentada entre nosotras a punto de contar otra historia exagerada.

El vino hizo su efecto, logró distender y relajar. De pronto, sin proponerlo siquiera, estábamos contando anécdotas sobre Perica y brindando a su salud… ¿a su salud? Sí, a tu salud Perica, dónde quiera que estés.

SAFECREATIVE Código: 1009177361173

Enviado a Perras Negras el 21 de noviembre de 2008. Consigna 138 “Después de sepultarla” menos de 800 palabras.

lunes, 23 de agosto de 2010

HOMBRE DE VIENTO

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Lo traerá el viento… lo traerá el viento.

Mucho después de que todo pasara recordaría que aquella noche un susurro la había despertado.

Como siempre, se había acostado antes de la medianoche; tardó en dormirse porque el viento aporreaba la persiana de su cuarto con ese entrechocar de maderas intempestivo y violento que no le causaba un exagerado temor pero que la angustiaba porque tenía la convicción de que, aunque invisible, el aire animado de energía extrema causa estragos, lo mismo que el amor.

El cansancio o el contar desilusiones con piel de oveja la durmieron por un rato, pero luego algo la despertó. En ese momento culpó a los ruidos cada vez más fuertes que zamarreaban su ventana aunque más tarde, después de que todo pasara, admitiría que había sido aquella voz la responsable de su madrugada en vigilia.

Supo que ya no dormiría más y se levantó dispuesta a un café con leche que le abrigara el alma y le llenara la nariz de aromas queridos; tal vez hubieran quedado un par de galletitas dulces para amenizar la zozobra del sueño. Arrastrando las pantuflas llegó a la cocina y se felicitó por haber lavado los platos de la cena. De haber olido restos de comida su humor, ya vapuleado, se tornaría imposible y no habría manera de componer ese día que empezaba demasiado temprano. Parece mentira como pequeños detalles intrascendentes son vitales a la hora de armar el rompecabezas diario. Esas aparentes nimiedades son las que nos hacen tan complejos y tan distintos los unos de los otros.

Sin pensar, como un acto reflejo, corrió la cortina de la ventana y, miró sin prestar atención por suponer que el jardín seguiría igual que siempre. Fue entonces cuando se le cayó la cuchara con estrépito inusual y su boca se abrió en un grito que le quedó atrapado en la garganta: a la luz lechosa del alba, denso y furioso, un enorme remolino de hojas secas giraba en medio del patio de baldosas rojas que limitaba el césped. Dictaminó un fenómeno meteorológico extremadamente local y salió como loca con el afán de salvar la ropa que, colgada de la soga, se bamboleaba casi queriendo volar.

También recordaría más tarde que lo que pasó luego no sucedió inmediatamente, se fue gestando durante un par de minutos durante los cuales cayó sentada sobre las baldosas rojas con un par de bombachas resecas aferradas al pecho y cuatro broches de madera en los bolsillos del salto de cama que se le clavaban en la cadera sin que ella atinara a modificar esta situación. El remolino, cada vez más corpóreo y más macizo, fue creciendo en altura y densidad hasta qué, luego de un par de volutas más agitadas y entre dos espasmos, parió un hombre vestido de hojas secas que aterrizó junto a ella medio atontado.

–¿Quién sos, de dónde venís?– preguntó ella
–No se quién soy– le dijo él –tampoco sé de dónde vengo, sólo tengo en la mente una misión que cumplir pero ni siquiera recuerdo de qué se trata.

Ella reparó en la vestimenta vegetal del hombre y en su evidente turbación. Parecía genuinamente preocupado y se lo veía desprotegido, solo. Venciendo algunos reparos lo invitó a pasar a la casa animada por un deseo de proteger que la invadió de repente como cuando uno se topa con un animal herido.

–Vení, entremos, te traigo una frazada o algo para que te tapes, acá hace frío.

El perfume del café que inundaba la cocina pareció reanimar al hombre quien envuelto en una colcha floreada se sentó a la mesa y aguardó sin hablar. Sus ojos descubrían las cosas por primera vez y no parecía tener conciencia de su desnudez, tan así, que tardó unos segundos en cubrirse.

Ella recordaría, mucho más tarde, cuando ya hubiera aprendido a evocarlo, que en ese momento le pareció un náufrago; una de esas personas olvidadas por años en una isla desierta que apenas si pueden reconocer los nombres de las cosas más vanas; casi un inocente que debe emplear una mayéutica ante cada objeto descubierto.

Él actuó con naturalidad como si ese café, esa cocina, esa casa y esa mujer le hubieran sido dados por un ser superior o formaran parte de un plan supremo de imposible comprensión. No se cuestionó lo extraño de la situación. Ella tampoco lo hizo. Por el contrario, estaba entre feliz y azorada de tener en su casa a aquel hombre de viento. Habían resultado compatibles: ella disfrutaba enseñando lo obvio y él aprendiendo hasta el detalle más trivial. Pronto se hallaron compartiendo la cama y las risas. A él hubo que explicarle qué era reír y eso que ella apenas si lo recordaba.

Los días se poblaron de cotidianeidad, uno estaba en la historia del otro como si se hubieran pertenecido siempre. Ya conocían cuáles eran los gustos y las preferencias de cada uno y no era difícil sorprenderlos en gestos de amor: ella le acariciaba la cara sin motivo aparente o él le besaba el hombro cuando pasaba cerca.

Hasta que volvió el viento. Y no hubo palabras que explicaran nada aunque ambos supieron que él se iría. Esa noche de dolor y de ventanas aporreadas con furia el inevitable remolino de aire y hojas secas volvió a enroscarse en el patio de baldosas rojas que limita el césped. Ambos se unieron en mudo abrazo y en medio segundo él, simplemente, desapareció entre dos giros.

Mucho tiempo después cuando ella ya había aprendido a esperarlo recordaría que en ese instante de absoluta tristeza volvió a escuchar aquella voz que le susurró al oído: “Ya no llores, volverá con el viento”.

Safecreative Código: 1008237128091

Enviado a PN el 14 de enero de 2009. Consigna 146: Lo que dejó el viento. Libre

jueves, 15 de julio de 2010

EL BAGRE

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Se levantó de la cama sintiéndose pez. Sonrió por la humorada y recordó a Kafka pero notó que los bigotes le rozaban la almohada. Eso era más que raro, en especial, porque nunca había usado bigotes. Frente al espejo comprobó los temores que se habían ido gestando durante el pequeño trayecto entre la cama y el cuarto de baño.

¡Por Dios, era un bagre! Un inmundo bicho de río que aleteaba desesperado tratando de recuperar inútilmente sus formas humanas. De pronto se sintió morir, claro… el aire. Era un pescado en serio, necesitaba agua o moriría ahí mismo. Daría sus últimos coletazos sobre el frío piso de cerámica negra.

Sin meditarlo más, se lanzó de cabeza al inodoro -por suerte limpio- y comenzó su larga travesía buscando el Río de la Plata, esa enorme masa de agua leonada que tantas veces había mirado sin ver cada vez que, como loco, manejaba su deportivo por la Costanera burlando los semáforos y jugando carreras con los aviones que decolaban en el Aeroparque.

Ya en el río se sintió mejor, al menos podía respirar el oxígeno disuelto en el agua, como todos los peces. Sus branquias funcionaban a la perfección y pudo verificar que lo estudiado en el secundario sobre la fisiología ictícola, era cierto. Alentado por recordar tal remoto detalle, se animó a buscar alimento.

“El pez grande se come al chico, igual que en la Bolsa “, pensó.
En el fondo barroso descubrió unos pececitos que le hicieron agua a la boca –por si necesitara más, dadas las actuales circunstancias– y como si toda su vida hubiera tenido aletas y cola se lanzó sobre ellos desplegando una técnica de cazador que le recordó su vida de bípedo en la que atacaba sin piedad a cualquier mujer que se le pusiera a tiro. Reconoció que le daba un poco de asco no ya el pescado crudo, sino vivo, pero se dijo que si se había adaptado al sushi, esto no le costaría mayor trabajo.

Con la panza llena, se dedicó, entonces, a perfeccionar la natación. Hendió el agua con su cabeza plana; sus músculos poderosos lo impulsaron como un torpedo. El agua fresca le acariciaba el lomo y el abdomen blanco y firme como las manos de una masajista experimentada.

Pocas veces había sido tan feliz, ni cuando había hecho aquel negocio millonario, ni siquiera cuando le había birlado el cliente más importante a la otra agencia publicitaria. Estaba vivo.

-¡Vivo! –gritó, olvidando su condición de Parapimelodus valenciennis y se atragantó con la bocanada de agua excesiva y turbia; tosió con tos de pez.

Algo comestible se sacudió en el barro y se zambulló tras la presa.

-¡Picó! ¡Picó!- exclamó el gordo observando como se curvaba la punta de la caña. Apoyando su barriga en la escollera, levantó el trofeo que se movía como loco enganchado del anzuelo.
Con gesto experto, desengarzó el bagre y lo tiró en el balde. Animado de cierta maldad esperó su muerte.

El hombre, empapado en sudor apoyó sus manos en el lavabo. Abrió el grifo y se lavó la cara, buscando en esa acción, calmar la taquicardia que le retumbaba en los oídos. Sus pies descalzos en la cerámica negra por poco ceden a la tentación de dejar de sostenerlo.

-Tengo que dejar esta merca porque me va volar la cabeza¬– se dijo volviendo a su cuarto con un regusto a lombriz todavía en la boca.

En su espalda, justo bajo el omóplato izquierdo, algunas escamas plateadas resplandecieron a la luz del sol.


Safecreative Código: 1007156829157

Enviado a La Nación el 2 de mayo de 2006. (menos de 600 palabras) Consigna “algo que se desarrolle abajo del agua”
Enviado el 16 de junio a Perras Negras – Consigna nº 19 tema libre – menos de 1000 palabras.










sábado, 10 de julio de 2010

ROMPECABEZAS (artículo)

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Ilustración: Alejandra Rojas Gross

Pareciera que cuando dábamos por sentado que las cosas ya no cambiarían se nos dio por desarmar el rompecabezas perfecto que habíamos construido con las instrucciones de otros.

Las mujeres de alrededor de 40 pertenecemos a la última generación que obedeció sin chistar los mandatos culturales. No es bueno generalizar y por eso diré que la mayoría de nosotras aprendió aplicadamente las lecciones impartidas por padres y maestros: usamos el uniforme por debajo de la rodilla, estudiamos una carrera como la gente, nos sacamos el pelo de la cara, buscamos un chico de buena familia, tuvimos dos o tres hijos e intentamos, con mayor o menor éxito alguna manualidad “inutilísima” en goma eva.

Pero en algún momento, rondando los 40, advertimos que eso no bastaba para ser felices y que había todo un mundo por descubrir fuera de la burbuja aséptica que era nuestro hábitat; entonces salimos a explorar.

No fue fácil.

Dejar a un lado la comodidad de lo establecido o los éxitos bien probados da miedo, se teme lo que se desconoce. Pero aun con todo para perder muchas nos hemos animado a revelarnos contra lo socialmente aceptado y saltamos al vacío.

Por eso, hemos cambiando de trabajo, de peinado, de amores, de costumbres y de músicas. Nos dimos el permiso para ser aquello para lo que estamos puestas en este mundo, para alcanzar ese secreto deseo que desde muy temprano late en nuestro interior y que por muchos años, más de 40, nos obstinamos en tapar.

Pareciera que cuando dábamos por sentado que las cosas no cambiarían se nos dio por desarmar el rompecabezas perfecto que habíamos construido con las instrucciones de otros y, con una mezcla de alegría y dolor, vamos armando este otro, el nuevo, el que nos dicta el corazón.

Este artículo salió seleccionado para figurar en el e-book Soy una mujer de 40 y más
(para descargarlo http://bit.ly/40ymas)


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viernes, 9 de julio de 2010

COLOMBIA

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Esto no le pasó a otro, me pasó a mí. No hubiera sido testigo de haber salido de mi casa un minuto antes o un minuto después.

Vivo sobre una avenida muy transitada tanto por personas como por vehículos sobre todo a las 7 de la tarde de un jueves previo a un feriado. Hay dos supermercados en menos de 100 metros y muchos otros comercios, cafés, pizzerías etc. Y como detalle aún más pintoresco, la residencia de la presidenta está a dos cuadras sobre la misma calle.

Crucé Maipú rumbo al gimnasio que, acorde a mi teoría de actividades y cercanías, no está a más de setenta metros de mi casa. Ya en la otra vereda miro en dirección a la calzada y veo que entre los autos que estaban detenidos esperando la luz verde un motociclista se bajaba de la moto y le apuntaba con un revólver a un Audi gris que también estaba esperando el giro para doblar sobre la izquierda. A juzgar por la situación no se trataba de un robo pues el hombre estaba a un metro del auto y su actitud era claramente desafiante, sostenía el arma con ambas manos. Imaginé un ajuste de cuentas o algo así.

Fiel a mi pensamiento ingenuo me dije que estarían rodando una película pero al instante descubrí que no había cámaras que filmaran y que la luz que iluminaba la escena era sólo la del crepúsculo.

En la siguiente fracción de segundo ocurrieron tres cosas:

a) Mi natural curiosidad trocó en “sálvese quién pueda” y, junto a otras 5 ó 6 personas tan azoradas como yo, entré en un maxikiosco a protegerme. Ya el motociclista y el auto habían desaparecido de mi campo visual cuando escuché los tres tiros.
b) Comprobé algo que ya había leído en un libro que recomiendo –Blink, inteligencia intuitiva de Malcom Gladwell–. Dice sobre las situaciones de peligro: “… La mayoría de nosotros, cuando estamos sometidos a una presión intensa, nos excitamos demasiado y, superado cierto punto, son tantas las fuentes de información que el cuerpo empieza a desconectarse y nos convertimos en unos inútiles…”. Pude comprobarlo porque le dije a la chica del kiosco: “Llamá a la policía” y juro que no me venía a la cabeza el mentado 911. Aparecían en mi mente distintas combinaciones de tres números pero ninguna correcta.
c) Estaba bien abrigada pero en ese momento fui consciente de mi condición animal: tenía el cuero cabelludo y la piel de la espalda totalmente erizados, como los gatos que se inflan en situaciones de stress para infundir temor en su atacante.

El semáforo dio luz verde y todo se desvaneció en el aire. Los tiros no causaron efectos visibles, ya porque fueron disuasivos o porque el auto estuviera quizás blindado. Para cuando salimos de nuevo a la vereda no quedaban rastros de la experiencia vivida. De no ser porque otros habían visto y oído lo mismo que yo y toda la cuadra comentaba el asunto bien podría haberse tratado de una alucinación.

Tanto la capital como el gran Buenos Aires están plagados de hechos violentos, todos tenemos una historia cercana de robos, hurtos, secuestros, etc pero nunca me había tocado tan de cerca y, sobre todo, que el hecho en cuestión se pareciera más a lo que uno escucha sobre Colombia y la guerra entre carteles. ¿Será que indefectiblemente nuestro destino es ser Colombia?

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sábado, 3 de julio de 2010

CHAPADA A LA ANTIGUA

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Una leve punzada en las sienes anticipó el cosquilleo en el antebrazo que me provoca el chip de Telecom cada vez que recibo un holograma. No deja de ser un poco molesto, pero ya me acostumbré; una putea contra la tecnología, se resiste, pero al final se termina cediendo ante lo inevitable. Parpadeé dos veces para darle la aceptación correspondiente y de inmediato se corporizó Edno, tan rubio y tan volátil. Hizo su remanida presentación teatral para impresionarme: se desenroscó como un caracol y sacudió su cascada de rulos. Luego, y en un susurro –que pretendió ser tentador pero que quedó a mitad de camino entre un mohín seductor y una velada orden–, su imagen tridimensional me dijo: “Te espero a las seis en el lugar de siempre”, y volvió a replegarse en su caracol.

No lo diluí de inmediato porque considero una descortesía no permitir que esa especie de espíritu falso vague un poco por mi dimensión antes de olvidarlo. Fiel a mi costumbre, le contesté con un holograma básico, de los que casi no se piensan, que sí, que iría, que tenía mucho trabajo y que era viernes (las vías paralelas interurbanas estarían imposibles en la rush hour), pero que de todas maneras nos encontraríamos para tomar un café o un glob (a él le gusta más el glob, yo no lo tolero, es muy clash, con todas esas tetraburburbujas). Subrayé el hecho de compartir una bebida en un lugar público para que mi amigo no albergara ilusiones más osadas. No sé qué me pasa, pero ya no soporto la idea de intercambiar fluidos con estos seres andróginos que se declaran funcionales a tres ó cuatro sexos. Sé que mi discurso sonará a precámbrico y, jamás lo admitiría ante un jurado, pero la sola idea de entrelazarme con Edno… ojo que lo quiero muchísimo, pero es demasiado, demasiado todo, quiero decir, mucho rulo dorado, mucho brillo, mucho lurex apretadito, mucha sustancia artificial para subir o para bajar el humor, mucha tecnología incorporada al cuerpo (yo a duras penas me banco el chip en el antebrazo). Edno es un amor de persona, pero pensar en una relación con él me provoca la misma reacción que imaginarme apareándome con un avestruz (un pájaro gigante extinguido hace años).

Creo que para marcar las diferencias de entrada, me vestí íntegramente de negro. Un material nuevo parecido a la vieja seda natural (lo sé porque he guardado como un tesoro un rectángulo azul, crujiente y casi vivo que debe haber pertenecido a un chozno italiano) me envolvía morosamente ajustándose acá y allá dónde mejor me conviene. Recogí mi pelo oscuro en un chignon bajo y como único detalle de luz me puse un par de metazircones en las orejas.

Eran casi las seis, sabía que el exterior estaría atestado de naves en todos los niveles. Tal vez me hubiera convenido tomar un taxi pero adoro la comodidad de mi C163, con su interior íntegramente tapizado en legítima pléxetel lila que tranquiliza por sedación espontánea inducida. Elegí el nivel de velocidades intermedias. Sé que mi nave personal puede volar mucho más rápido, pero “¿qué apuro hay?”, me dije, “sólo me encuentro con Edno en el café del downtown, nadie se quema”. La música –una selección de clásicos– que brota de las paredes es un hallazgo, no hay mejor calidad de sonido para habitáculos compactos. Para completar el placer de la caída del sol, que ya se evidenciaba por el oeste, me prendí un Cardio10, ahora sí que es fantástico fumar, no hay humo y reduce el colesterol. Las agujas de la Catedral se recortaban negras sobre el cielo amarillo. De no ser porque ya estaba llegando con evidente retraso a mi cita, hubiera dado una vuelta más para disfrutar del paisaje. Los viernes tienen esa magia, se alargan al atardecer como haciéndonos el favor de unos minutos más.

Dejé mi C163 en la zona de detención correspondiente y caminé las dos cuadras que me separaban de mi amigo. Cuánto hacía que no caminaba y pensar que –según viejos archivos– hubo un tiempo en el que la gente no solo caminaba sino que hasta corría a propósito, sin huir de nadie. Qué raros hemos sido los humanos.

Edno me esperaba radiante como siempre. Su actitud ratificó dos cosas: mi calificación de “demasiado” y sus verdaderas intenciones.”Querida estás divina”, me dijo con su trompita reformada hace dos años delineada en azul. Lamenté no haber traído mis anteojos negros, así de brillante lucía Edno. Reitero que es un ser maravilloso y el mejor amigo que he tenido nunca. Será por eso que no pude decirle qué me parecieron, en verdad, sus botas nuevas de taco alto.

Ya en nuestro box, pedimos las bebidas. Edno aspiró una nueva variedad de cocaína que no crea adicción. “Un toque para empezar bien el viernes”, me dijo ofreciéndome –todavía no he dicho lo generoso que es Edno–. “No, gracias, ya sabés que no me gusta”. Después, y notablemente más achispado, empezó a contar sobre un megaproyecto edilicio en la zona norte del río. Él era el arquitecto a cargo de la obra. Orgullo y perfume de moda exudaba su piel en iguales proporciones. Me alegré por él. Cuando lo juzgué oportuno, traté de hablarle sobre algunos temas personales: pavadas sumamente importantes, esas cosas que uno piensa durante el día y necesita compartir casi con furia. Pero no pude, no me dejó meter ni un bocadillo, su verborrea no le permitía ni escuchar una coma ajena. “Tenemos que festejar”, repetía una y otra vez mientras le hacía señas a la camarera, una muchachita desleída con la calva pintada de verde. “Traenos otra vuelta”, le dijo, “pero del etiqueta negra”.

No sé cuánto estuve escuchando su éxtasis laboral que acompañaba con ademanes que abarcaban el mundo. Mientras tanto vagué por las otras mesas. En todas ellas, hombres, mujeres, o lo que fueran, gesticulaban y hablaban, -para mi gusto– en voz demasiado alta. Quise desesperadamente regresar a mi burbuja en el pent house del edificio más alto de la ciudad. Ninguna cara me seducía como para volver sobre ella, ninguna persona se me antojó interesante o curiosa.

Cuando volvía de mi recorrida visual mis ojos recalaron en la ventana de la cocina que daba al salón. Un hombre, sí, era un hombre, de pelo corto y castaño lavaba los platos con la mirada perdida en el chorro de agua. El contraste entre Edno y el ayudante de cocina era notable. Mientras que la acicalada figura de mi amigo me resultaba francamente repelente, el morocho de la cocina me atraía como un imán.

Miré a Edno, quien no aflojaba con su discurso exultante, las caras de la gente que nos rodeaban y se me hizo tangible una verdad apenas sospechada: no lograba encajar en aquel mundo bullicioso y altamente sofisticado; no había caso, por más que lo intentara me sentía fuera de tiempo, pasada de moda. Recordé, entonces, un calificativo del que, aunque desconocía el significado exacto, podía intuir me describía perfectamente.

Mientras me despedía de Edno y echaba una última mirada en dirección a la cocina entendí que en esta época de sólo presentes, era una mujer chapada a la antigua.



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Enviado a PN el 5 de abril de 2008

lunes, 21 de junio de 2010

LA MUJER DEL ESPEJO

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No supo nunca por qué se tentó. Después tuvo tiempo para ensayar varias respuestas pero, ese viernes, a las seis de la tarde, cuando la noche era solo una posibilidad, no tuvo mejor idea que presionar levemente la superficie de uno de los tres espejos del probador que, en ese momento, le devolvían la imagen – triplemente ridícula- de una dama en ropa interior y zapatos de taco alto cuyo objetivo inmediato era probarse un vestido de fiesta rojo con un profundo escote en la espalda.

Se sorprendió al comprobar que el espejo, al que suponía frío y compacto, cedió a la presión de su palma. No percibió ninguna diferencia de temperaturas con el aire circundante y descubrió que sus dedos sucumbían a la lisura en medio de una especie de espuma gris luego de provocar en su propio reflejo círculos concéntricos como cuando se tira una piedra en un estanque.

A punto estuvo de gritar. Dónde estaba la maldita empleada, siempre apurada por saber “¿Cómo te quedó?” con una urgencia más incordiosa que profesional. Esta vez no aparecía en su rescate. Iba a llamarla pero se arrepintió inmediatamente, la tomaría por loca. “Espejo blando”, murmuraría la chica revoleando los ojos pensando que no le pagaban lo suficiente para aguantar mujeres chifladas.

Seguía, en parte, inmersa en el agua-espejo mientras trataba de ensayar alguna explicación lógica para este hecho que la tenía literalmente asida de la mano. Imaginó algún nuevo material reflectante, esa tienda era lo bastante cara como para permitirse algunas excentricidades en la decoración. También hizo un recuento mental sobre qué había comido al mediodía y trató de recordar si había tomado alguna medicación que, en conjunción con la copa de vino obligada, le pudiera provocar un efecto de alucinaciones retardadas.

En eso estaba cuando su mano volvió al mundo real tomada de otra, muy parecida a la suya. Al final de la nueva mano, un brazo y seguida de este, una mujer, a la que reconoció, de inmediato, como su clon. Ella la miraba seriamente al tiempo que salía del espejo como quien lo hace de un auto caro. Llevaba el mismo vestido rojo que pensaba probarse. Con una rápida mirada hacia la puerta del cubículo pudo verificar que el original seguía colgado de la percha.

-Menos mal -le dijo el clon-. Pensé que nunca te ibas a animar. Supongo que no necesitamos presentaciones.
-Yo creo que sí -dijo la mujer juzgándose de pronto más ridícula en su atuendo de bombacha y corpiño. Este sentimiento se acentuaba porque el vestido, en aquella mujer, quedaba como pintado.
–Vamos, ¡soy yo!, la mina que vos nunca te vas a animar a ser.
-No entiendo.
-Mirá linda, te he aguantado por años detrás del espejo. Te he visto crecer. Envejecí riéndome de tus vanos intentos por desarmar los rulos que no pueden desmentir tus ancestros italianos. He perdido la paciencia soportando tu manía por las cremas de belleza que -como habrás comprobado in situ- son un fraude. He tolerado cada mueca, cada mohín estudiado, esos que nunca supiste usar en situaciones apropiadas y me he bancado -después- tu cara llorosa cuando una nueva desilusión te golpeaba. La desilusión no era solo tuya, ¿eh?, no ¡qué va! Era también de los otros, que te dejaban plantada después de comprobar que eras, que –mejor dicho- sos, una boba sin remedio.

La mujer no sabía qué hacer. La de rojo parecía tan real como ella. Aún la mantenía sujeta de la mano y comprobaba, de ese modo, su misma textura; reconocía en la de ella su propia piel. Notó además que con cada palabra levantaba un poco el tono de voz, como si recordar cosas del pasado ¿de ambas? la pusiera furiosa.

-Yo tengo que estar soñando, ya me voy a despertar…
-No, corazón, estás bien despierta y espero que entiendas lo que está a punto de ocurrir. Yo no me voy a pasar la vida detrás de los espejos esperando que a vos te llegue la iluminación del cielo o te queme el fuego del infierno. Merezco una oportunidad de este lado porque vos ya desperdiciaste las tuyas. Mi vida empieza hoy.

Uniendo la acción a la palabra, diestramente y hasta economizando gestos inútiles, el clon la empujó contra el espejo que con malvada beatitud se aprestó a engullirla como las arenas movedizas de una película de Tarzán. Tal vez para no dejar nudos desatados en el mundo real o para calmar un ataque de feroz compasión le arrojó, hecho una bola, el vestido rojo que hasta ese momento colgaba inocentemente de su percha.

Jamás imaginó la fuerza que la mujer del espejo escondía en esos brazos –los suyos- tan bien torneados por el ejercicio diario. Se encontró, casi sin darse cuenta, del otro lado de la superficie brillante que ahora, la que por raro albur, era otra vez dura y fría como se suponía debía ser. Muda gritó detrás del vidrio azogado.

Desde el interior del espejo escuchó a su propia voz -aunque una octava más aguda- dirigida a la empleada de la tienda:
-Lo llevo, ¿aceptan American Express?

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Enviado a PN el 20 de septiembre de 2007. Consigna 85. Tema libre

sábado, 12 de junio de 2010

DEL OTRO LADO DEL CERO

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Con trazo firme plantó una horizontal en el pizarrón. Partículas de tiza blanca quedaron suspendidas un breve momento en el aire helado de junio.

–Esta es la recta numérica –dijo, e instintivamente hizo una marca en el medio– y este es el cero, a la derecha se ubican los enteros positivos y a la izquierda los negativos. Hagan de cuenta que el cero es la bisagra entre dos espejos. Si cerraran un espejo sobre el otro verían que un número positivo tiene su imagen en el correspondiente negativo, que es su opuesto. Casi iguales, pero distintos, muy distintos. Igual que cuando nos miramos en el espejo, somos nosotros, pero no somos, ¿no?

Mientras explicaba, a tan tempranas horas, que los números enteros se forman con un valor absoluto y un signo más o menos que los ubica a un lado u otro del cero se le ocurrió pensar que con las personas ocurría algo similar.

Dio la espalda a sus alumnos y comenzó a escribir la tarea para que practicaran lo aprendido. Mientras una parte de su cerebro, inventaba ejercicios de complejidad creciente, otra, en plano paralelo, desenroscaba una idea que iba creciendo y tomando cuerpo y se instalaba cómodamente allí: Cada persona tenía un valor absoluto – su cara, su voz, el color de sus ojos y su pelo, su altura, la forma de sus manos y hasta el andar –; eso era lo que los demás, inequívocamente, veían.

Pero interiormente uno puede elegir ser de un modo u otro, positivo o negativo, si es que lo desea, si se da permiso o si simplemente los planetas se alinean de manera propicia. Es decir que una persona podría ser completamente diferente de sí, siendo siempre la misma, siendo siempre un entero. Quizá pudiera mutar de un día para el otro, varias veces a lo largo de la vida, o mostrar distintos reflejos en su interacción con los demás cada diez minutos.

Se podría ser uno y cien y seguir siendo absolutamente auténtico.

-Huiría despavorida- rumiaba, al tiempo que se sacudía las manos blancas de tiza – de aquel que se ufana de ser el mismo en todas las circunstancias y con todas las personas; de los que dicen “soy de una sola manera” prefiero abstenerme. Esos tipos tienen seca el alma y su imaginación cabe en un grano de arroz.

Caminó, después, por entre los bancos atenta a cómo sus alumnos trataban, con mayor o menor éxito, de resolver las tareas. Por su parte, su mente echaba un vistazo hacia el lado del cero en el que se encontraba parada y se cuestionó si ese, era el correcto. Si era allí dónde quería estar.

Miró el reloj, guardó la carpeta, la calculadora, su lapicera de cuatro colores y los libros dentro de su maletín. Se puso el tapado y en el mismo momento en el que buscaba las llaves del auto en el bolsillo, el sonido estridente del timbre, tan invasivo como liberador, cortó el hilo de sus pensamientos.

– Estudien para la próxima, estos ejercicios tienen que estar resueltos. Hasta el jueves… y no hagan desastres.

La clase formal sobre números enteros había terminado sin novedades ni sobresaltos, pero algo en su interior, algo sobre ceros y formas de ser y sus reflejos, algo que tenía que ver con decisiones y con cambios fundamentales, con pararse de un lado o del otro, se había echado a rodar irremediablemente.


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Enviado a PN el 13 de junio de 2007. Consigna 70. Empezar de cero menos de 800 palabras.

martes, 8 de junio de 2010

CAZADORES (cuento+research)

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En los claustros de las universidades más prestigiosas se me conoce ampliamente por mi dedicación a la ciencia. Horas en el laboratorio sin ver la luz del sol certifican mi sacrificio. Si alguien quisiera encontrarme no tendría más que llegarse hasta aquí a cualquier hora del día o de la noche y me hallaría entre tubos de ensayo y matraces, con los anteojos de carey en la punta de la nariz y mi pelo castaño liado en prolijo rodete desmadejado. Es que me debo a la ciencia. No hay tiempo para mí.

Últimamente he estado avocada a la elaboración de este informe tan preciso como cierto. La investigación que lo origina está basada en la demostración de la siguiente hipótesis.

“Las mujeres casadas son invisibles para los especímenes machos que las frecuentan en ambientes sociales o laborales. Si por alguna razón ella se separa o divorcia, se materializa, ante los nublados ojos de sus compañeros varones, como por arte de magia”.

Esto se traduce en: “antes no las veían y ahora las ven...y ¡cómo las ven!”.

Para este trabajo me he valido del invalorable aporte de colegas, amigas y rivales. También de desconocidas, halladas tanto en el baño de un cine como en los probadores de alguna lencería -glorioso reducto femenino- entre primorosos conjuntos de ropa interior de puntilla negra. Convengamos en que se trata de una investigación sociológica por lo tanto se admite un margen de error de +/- 5%.

He aquí algunos resultados:

El 87% de las consultadas reveló que sus compañeros de trabajo notaron cambios en el peinado o en la ropa. Ejemplos de tales conductas se ponen en evidencia con frases tales como:
*- Diana, qué linda se la ve hoy, ¿se cortó el pelo?
*- Anita, el verde agua le sienta de maravillas, le hace juego con los ojos...
*-¿Está yendo al gimnasio, Haydée?... ejem, le da buenos resultados...

Algunas mujeres admitieron sentirse halagadas por tales cambios de actitud, otras revolean los ojos y los dejan hablando solos. Estas respuestas disímiles son directamente proporcionales al porte y la galanura del varón de marras. Un gordito pelado y desarrapado tiene pocas chances de obtener algún beneficio con estos comentarios.

El 92% de las entrevistadas dice haber recibido mensajes insólitos de sus compañeros de oficina, club o incluso del sodero.
Tales misivas llegan por diversos medios que abarcan desde el moderno correo electrónico hasta el papelito de bordes irregulares dejado bajo un sifón (en el caso particular del sodero, claro está). Ejemplo de tales recados son invitaciones a museos o muestras de pintura, comentarios sobre trabajos pendientes totalmente fútiles, una poesía etc. Todos los textos se caracterizan por algún renglón final levemente zafado o un saludo extremadamente fervoroso. Hay osados, que incluso, en su afán de ganarse a la dama, se atreven a mandar horribles power point con gatitos, patitos u ositos de dudoso gusto. Único comentario: ¡Puaj! Valga aquí la observación anterior; el horrible power point sería bien recibido, sí y sólo sí, en el remitente figura George Clooney.

El 89% de las mujeres encuestadas confiesa haber recibido al menos una invitación a tomar un café durante el mes posterior a su cambio de estado civil. ¿Qué se supone que hará el café? ¡Un poco de imaginación señores!

Distintos individuos, mismas tácticas. Todos siguen un mismo patrón de conducta. Es realmente interesante. Al mismo tiempo salen de abajo de las piedras y de atrás de los árboles, amigos de la infancia, ex novios, vecinos, colegas etc; tipos que hasta el momento no le daban a una ni la hora.

-¿Qué ha pasado?- nos preguntamos frunciendo el entrecejo.

La respuesta es fácil, la presa ha sido liberada y se desata el instinto del cazador. Esos lobos disfrazados de conejitos esperan impacientes la oportunidad para dar el zarpazo. Claro que el mentado instinto tiene distintas variantes y muchas veces es tan precario que provoca una mezcla de lástima y risa. Algunos hombres son demasiado bruscos, otros son tímidos, otros se hacen los chistosos, otros son contenedores –el famoso pecho protector-... cada uno despliega su técnica y muestra sus armas, algunas veces sutiles y otras, francamente, de destrucción masiva.

Algunas mujeres reinciden rápidamente, son seducidas por tipos similares a los recién abandonados. Cualquier cosa con tal de no estar solas. Otras, con un poco más de visión, se sientan a esperar desde las alturas de un mangrullo, al caballero que mejor llene sus expectativas.

Pero otras, tesoro, somos cazadoras... Y no contabas con mi probada destreza en ese arte mayor. He dispuesto para ti y para tu perfume de maderas y naranjas un reguero de trampas certeras... Rodearás algunas y evitarás otras. Caerás preso en una de ellas y lograrás huir. Pero de la última, de esa que no esperas pero intuyes, de esa emboscada final, querido, no te me escapas.



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Enviado a perras negras el 23 de septiembre de 2006.Consigna 33. tema libre menos de 1000 palabras.

martes, 1 de junio de 2010

UNA CUESTIÓN DE LÍMITES

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En un solo segundo toda mi vida orlada de mesura me pasó delante de los ojos.

Tiré las llaves sobre la mesita del recibidor. Me gusta el sonido del metal contra la madera, suena a casa o a seguridad; si no lo escucho es que aún no he llegado. Me saqué los zapatos que dibujaron una zancada muda sobre la alfombra y corrí al baño. La manía de usar sólo el propio alguna vez me va a causar un accidente. Me acordé entonces de una historia cierta o falsa sobre un astrónomo del renacimiento quien, durante una cena de gala, murió con la vejiga reventada por no levantarse de la mesa de su rey. Con el placer asomado a las ventanas de mis ojos entornados me relajé y pensé en la cita de esa noche. En la vida de una soltera de casi cuarenta, una segunda cita huele a milagro.

Abrí la ducha, busqué, tanteando con la mano, la temperatura correcta y dediqué el tiempo de enjabonamiento y shampoo a dilucidar qué ropa sería la apropiada. Pasé revista mental de mi placard y fui descartando conjuntos ya por osados o por demasiado santurrones. Para cuando cerré las canillas me había decidido por un par de pantalones y una camisa negra con un lindo escote. Una elección que podría calificarse como seductoramente formal. Pensé en que para cortar el negro tanto los zapatos como la cartera podrían ser, y lo serían, rojos.

La cita era a las diez. Pasaría a buscarme en su auto. Habíamos convenido en ir a cenar en algún lugar tranquilo. Barajé la posibilidad de dormir media hora pero la descarté enseguida y cambié el sueño breve y reparador por tiempo para pintarme la uñas.

Comí una fruta para no llegar con hambre a la cena y a la hora señalada estaba lista.

A las diez en punto llegó el señor y ese detalle me alegró, pocas cosas me incomodan más que esperar. Es que una está tan arregladita, tan pendiente de que no se malogre el peinado o de que no se corran las medias que no se sabe si sentarse, si pararse o qué.

“Por fin un caballero”, pensé cuando lo descubrí, parado en la vereda, esperándome fuera del auto. Intercambiamos saludos, me tomó de la mano y exclamó: “¡Qué hermosa estás!” mientras me miraba con atención. “Preciosa la blusa, muy elegante”, agregó mientras cerraba la puerta después de ayudarme a entrar en el auto.

Aprecié tanto su riquísimo perfume como el interior impecable del auto. “Todo pinta bien”, me dije y uní este pensamiento a un poco razonado cruzamiento de dedos. “¿Adónde vamos?”, preguntó, ¿qué tenés ganas de comer? Después de dudar unos minutos y gracias a mi amor por las pastas acordamos ir a un restaurante italiano del que ambos teníamos buenas referencias.

Para estas alturas y, por experiencias previas, una empieza a esperar cuál será el momento en el que saltará la liebre o, en otras palabras, en cuantos minutos más algo que diga o que haga restará puntos al nuevo pretendiente. Las ideas hormiguean en varios planos, suben y bajan escaleras, escalan de un nivel a otro y se deslizan rápidamente por toboganes mentales. Mientras se escucha con atención, se responde eligiendo meticulosamente las palabras y se elige el vino encendemos el detector de mentiras, el cerebro inicia un protocolo de comparaciones con situaciones similares, pasamos un scanner de alta precisión por ojos, dientes y manos y se abre un archivo mental con el nombre del fulano donde guardamos los datos recogidos para ser analizados más tarde.

Las alertas instaladas no sonaron, los sensores se acallaron con la charla y después de pedir ravioles de calabaza para mí y sorrentinos de mozzarella para él me dispuse a disfrutar de la velada y a reírme secretamente de mi paranoia.

Para cuando llegaron los postres el vino había hecho su trabajo; hablábamos abiertamente sobre nuestro pasado de perdedores y empezaba a develarse nuestro costado ruin:

“Yo robo bolsas transparentes en los supermercados, las uso para guardar los pulóveres o para meter los zapatos en la valija cuando salgo de viaje”, dije yo.
“Confieso que veo los programas de chimentos que repiten de madrugada”, dijo él.
“Me gusta andar desnuda por mi casa y no me importa si tengo las ventanas abiertas”, dije cuando me tocó el turno.
“Soy adicto al Mantecol”, retrucó.
“Una vez le rayé auto con una llave a un vecino mal educado que se obstinaba en estacionar su auto demasiado cerca del mío”, revelé por primera vez en la vida.

Tomó un sorbo de vino como para tomar coraje y soltó:
–Solo en la intimidad me fascina vestirme de mujer. Me encantaría revolver tu placard y probarme toda tu ropa.

Si esta película hubiera tenido una melodía de fondo, se habrían escuchado los discordantes sonidos que preceden a una escena de terror.

En un solo segundo toda mi vida orlada de mesura me pasó delante de los ojos.

Retumbaron en mis orejas las lecciones de urbanidad que la hermana Aurelia nos repetía una vez por semana a las nenas de séptimo: “…Tino y prudencia en la mente, finura en los modales, prudencia en el lenguaje…” Se cruzaron en ese instante mis normas de buena conducta, mi terror al ridículo, mi fanatismo por el bajo perfil. Me repetí que era una dama y que odiaba los papelones, revisé mi colección de modales. Sopesé en nanosegundos los pro y los contra de mis acciones futuras. Tuve claro que lo que haría estaba perfectamente calculado y que no me guiaba la furia como la desilusión y el tiempo perdido. Me levanté de la silla, sonreí brevemente, tomé mi cartera roja y con toda precisión dije alzando la voz:

–Ah, pero entonces vos un putito.

No llegó a ser un grito pero lo dije en voz alta. Los comensales cercanos se dieron cuenta de que algo fuera de lo habitual pasaba hicieron silencio y dejaron los cubiertos sobre los platos. Sólo una tos perdida se escuchó en el fondo del restaurant.


–Mirá Roberto –le dije antes de irme– a mí me gustan las cosas claras y ese pequeño detalle tuyo debieras haberlo revelado al principio de nuestras conversaciones. Te puedo admitir las veleidades de un metro sexual incluso las perfección de tus uñas, ¿manicuradas, verdad? Puedo ser muy amplia de criterio pero todo tiene un límite: mi ropa, querido, mi ropa no se la presto a nadie.

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martes, 25 de mayo de 2010

MOSQUITA MUERTA

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–No me acuerdo– repitió la mujer. Hizo un escudo con las manos, como queriendo no ver, lo apoyó sobre su cara y siguió llorando. Sentada en una silla de madera su espalda se curvaba en dramática C y con cada hipo revelaba las costillas de su cuerpo flaco.

El inspector Anselmi hizo un gesto de resignación al entender que el interrogatorio no prosperaría. Le alcanzó a la mujer un vaso con agua y, de verla tan deshecha, la piedad le resquebrajó el alma curtida de policía viejo.

En los diez años que llevaban juntos se había tejido entre Lucía Estrella y Juan Argañaraz una telaraña de amores y pasiones que había salido airosa de numerosos vendavales sin mayores pérdidas que un par de piolines rotos. Pero cierto día, un olfato animal alertó los sentidos de Lucía Estrella previniéndola contra la nueva vecina, Blanca de la Piedad Estevez –una mosquita muerta al decir de la panadera– a quien descubrió echándole el ojo a su marido por sobre el cerco de ligustrina.

Forzando su descaro al máximo la Blanca se presentó un atardecer en casa de Lucía porque necesitaba la ayuda de un hombre para cambiar la garrafa del gas. “Soy sola”, les había enrostrado como excusa. Lucía Estrella pescó de inmediato la conexión entre Blanca y Juan. “Era tan fuerte”, le habría comentado a una amiga, “que si hubiese sido una soga hubiera podido tender la ropa”.

Pronto, Juan sintió el asedio de dos mujeres, su mujer y la Blanca. Ninguna cedía ni un tranco de pollo por lo que el hombre, solo por la obligación de cumplir la fantasía de bigamia consentida servida en bandeja, la propuso.

Al principio la cosa marchó, tal vez empujada por la novedad. Pero la rabia se enroscaba entre los muebles y los celos, como rayos, atravesaban el cerco de ligustrina en todas direcciones, chocaban contra las paredes y se reflejaban hacia los cuatro puntos cardinales. El acuerdo incluía compartir el hombre, no el espacio, por lo que las mujeres podían pasar días sin cruzarse. Mas se chuseaban de una ventana a la otra y se mandaban maldiciones de todos colores mientras revolvían el guiso en el que bullían tanto papas y carne como odios y venganzas.

-No me acuerdo. –repitió la mujer sin parar de llorar – dicen que yo la maté, que salí como loca de mi casa y que le clavé la cuchilla en el corazón, pero yo no me acuerdo, ¡juro que no me acuerdo! -lloró otro poco y agregó entre lágrimas:
–La última imagen que tengo atravesada en la cabeza es la de esa turra alargando el cogote sobre el cerco de ligustrina para besarlo al Juan que estaba en mi patio... después, no me acuerdo más.



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Enviado a PN el 4 de marzo de 2008. Consigna 108. Trío Menos de 400 palabras.

viernes, 21 de mayo de 2010

PÉSAME

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Roberto se arrastró hasta el baño; eran poco más de las siete de la mañana.
Con la mano izquierda se rascaba la mejilla pinchuda y maldijo la extrema pilosidad escrita en sus genes.

Primer lunes de octubre. La noche anterior había dormido destapado porque el calorcito ya se empezaba a sentir. Buenos Aires y su humedad le recordaron el objetivo -olvidado durante el invierno - de comprar un aire acondicionado.

Por error, sus ojos se posaron en la balanza y un nuevo error la llevó a subirse a ella. El recorrido de la aguja le detuvo el corazón; tenía como mil kilos de más. Era cierto que la ropa le estaba quedando, últimamente, un poco estrecha pero lo había atribuido a una hinchazón pasajera. Abatido por la realidad de su peso y por su falta de voluntad para iniciar cualquier dieta, se derrumbó sobre el inodoro y se tomó la cabeza entre las manos.

En ese momento se arrepintió:

*de la cerveza helada con maníes que tomaba todos los atardeceres en el barcito de la esquina.

Pésame Dios mío
Me arrepiento de todo corazón
de haberos ofendido.


*de los choripanes clavados sin anestesia ni conciencia durante sus paseos aeróbicos por la costanera sur.

Pésame por el infierno que merecí
y por el cielo que perdí.


* del flan con crema y dulce de leche que era su postre habitual.

Pero mucho más me pesa porque
pecando ofendí a un Dios
tan bueno y tan grande como vos.


* de los bizcochos de grasa regados con mate amargo que componían su segundo desayuno después de abrir el negocio.

Antes querría haber muerto que haberos ofendido
prometo firmemente no pecar más
y evitar todas las ocasiones próximas de pecado.
Amén.


Terminado el racconto de sus pecados y ante la segura imposibilidad de enmendarse decidió dejarse la panza y le pidió al Altísimo que la próxima mujer que se le cruzara en su camino encontrara irresistible su barriga inevitable.

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Enviado a PN el 3 de octubre de 2006. Consigna 34 Arrepentimiento (menos de 400 palabras)

sábado, 1 de mayo de 2010

TU PERFUME (cuento + research)

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“Nada hay en la mente del ser humano que no haya estado antes en sus sentidos”.

Aristóteles


La ciencia ha demostrado, a través de irrefutables pruebas de laboratorio y publicadas en revistas de gran prestigio –la inobjetable Science, por ejemplo- que todos los hombres desarrollan con éxito cinco de los seis sentidos posibles, mientras que en las mujeres se agrega el sexto: la intuición. Si bien contra esta incuetionable afirmación dan batalla detractores agresivos, no será hoy materia de análisis ya que escapa a los fines de este escrito.

Lo que pretendo poner sobre el tapete es el hecho, probado por las estadísticas, de que los cinco sentidos no se manifiestan en hombres y mujeres de manera similar.

Empecemos por la vista; éste es sin duda un sentido netamente masculino. Al 92% de los hombres le impacta lo que ve y obra según la imagen capturada en su retina.

Se podrían dar varios ejemplos sobre este punto, pero basta imaginar qué le sucede a un varón cuando ve a una linda mujer desnuda. Este simple hecho, tan natural, despierta en él grandes pasiones. Cabe señalar que no es necesario que la mujer con poca ropa esté presente, es suficiente que figure en la tapa de una revista o que baile en la imaginación del caballero quien, en tales circunstancias “ve con los ojos de la mente “.

En las mujeres las cosas no parecen ser iguales. De las damas seleccionadas para la encuesta, un 69% declaró que el cuerpo del hombre desnudo “era un verdadero asco”, salvo honrosas excepciones. Sugiero buscar en Internet las “honrosas excepciones” porque si las enumerara ahora podría distraer a las lectoras y prefiero que continúen interesadas en esta investigación científica.

¿Qué pasa con el oído? Se sabe ahora con un 95% de certeza que el oído de las mujeres está más desarrollado que el del hombre.

Sólo una prueba de ello, para no cansar al lector: de entre cien, una madre reconoce el llanto de su hijito sin margen de error. En el hombre, por el contrario, se comprobó que el 87% de la población masculina tomada para la muestra, evidencia sorderas de distinta gravedad a la hora de despertarse de madrugada cuando su único bebé llora.

El tacto señores, es femenino. Demos un contraejemplo para su demostración: ¿Qué hombre sabe distinguir la seda del tweed o de la sarga? Sólo el 0,05 % es decir, los modistos.

Del gusto no hay datos suficientes como para sostener sentencias concretas, pero se sabe, merced a la cultura popular, que los hombres comen cualquier cosa, en especial, si están frente a un televisor y es temporada de mudiales de fútbol. En las mujeres el gusto no parece importar tanto si el alimento de marras es light.

Nos queda el análisis del olfato; si me preguntan, mi sentido favorito. Sobre este tópico las encuestas coinciden en el siguiente aspecto: ambos géneros lo tienen desarrollado en forma pareja, en lo que se diferencian, es en las preferencias.

El 79% de los hombres eligen aromas fuertes, un poco agresivos. No les molestan algunos de sus propios olores (incluso pueden celebrarlos) y encuentran en el salvaje dejo de almizcle de ciertas señoras, motivo de gozo. Las mujeres consultadas prefirieron, en un 85%, aromas agradables como el de las flores o los bebés recién nacidos y buscan para sí la fragancia que combine con su personalidad, con el color elegido para vestirse o con el humor que tengan ese día.

En mi caso, desde que soltaste amarras, zarpaste sigiloso hacia mi puerto y encallaste en mi playa, elijo tu perfume. Prefiero para mí, el que emana de tu piel, emerge como una serpiente por debajo de tu camisa y me pica en la nariz. Ese que se cuela entre el aroma del jabón y la fragancia, de naranjas y madera, que marca tu estilo.

Me gusta tu perfume, que insolente, me exige la postergación indeclinable de este artículo, hasta dentro de un largo rato.


imagen: http://blogs.20minutos.es/chapiescarlata/post/2010/01/11/perfume-feromonas-atraer-los-alfa

Publicado en Perras Negras el 17 de agosto de 2006

safecreative:Código: 1005016155057

miércoles, 21 de abril de 2010

DE CORAZONES Y DE FRÍOS

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Un rayo de sol, como una flecha, se clavó en sus ojos y le dejó el resplandor bailándole en las retinas. “Qué bella forma de morir”, pensó, “caer redonda en la vereda, muerta de sol”. Imaginó que el calor de tal herida le sacaría el frío de aquella mañana y el de la muerte misma. “Mirá las pavadas que se me ocurren”, se dijo mientras apuraba el paso para no llegar tarde al trabajo. “Tendría que haberme puesto las zapatillas negras y no estos tacos que me rompen la paciencia y los pies, total, ¿cuál es la diferencia? Estoy llegando a cualquier hora por culpa de estas botas malditas”. Con una mano sostenía la cartera y con la otra se ajustaba el cuello del tapado negro para evitar, sin éxito, la coladura de un chiflete. El muy turro entraba por la nuca y se deslizaba por el tobogán de su espalda provocándole esa contractura del trapecio con la que se busca atrapar el calor; un calor que de a poco se le diluía.

Se preguntó entonces desde cuándo tenía frío.

Esperó obediente, paradita en la esquina, a que el muñeco del semáforo cambiara de naranja a blanco. Cruzó la calle, desconfiada como siempre, mirando hacia ambos lados y justo en medio de la cebra peatonal titiló en su cabeza la respuesta. El frío había empezado con el asunto de los corazones.

Ella regalaba corazones, claro que no eran los batracios sangrantes que suelen palpitarnos dentro, no, los que ella entregaba, como una ofrenda desinteresada, eran esos que uno dibuja cuando habla por teléfono, gorditos y simétricos pero de peluche rojo.

El primero se lo regaló a Julián. “Qué linda sos”, le había dicho el hombre con cara de bueno. Y ahí nomás en la mano de la mujer brotó un corazón del tamaño de una cajita de fósforos. No pudo explicarse cómo había aparecido y lo disfrazó de truco de magia para disimular su propio desconcierto. Después vinieron cuatro más, uno por cada cita hasta que en la quinta se dio cuenta de que Julián era violento: fue un instante, un zamarreo y una palabra apretada entre los dientes, pero bastó para la desilusión. Ese día empezó el frío. Y los corazones desaparecieron hasta que llegó Esteban.

Habitués del bar “La Rosa de Palermo”, se conocían de vista. Cierta tardecita Esteban se animó a pedirle permiso para compartir la mesa y unos minutos de charla, “lo que dure el café”, le dijo él. A ella le pareció tan espontáneo que de la nada le cosquilleó otro corazón en la palma derecha y se lo regaló junto con el gesto que le habilitaba la silla. Dos semanas y dos corazones más tarde ella supo que era casado y que sólo buscaba divertirse. “No es mi intención juzgarte, podés hacer lo que quieras”, había dicho ella, “pero debiste advertirme desde el principio, ahora me siento estafada. Ya no me busques”. Y volvió a sentir, en pleno enero, el abrazo del frío que solo disminuyó con una ducha caliente.

Después vino Fernando, el nuevo de la oficina, que resultó un mal bicho y en quien malgastó tres corazones; y por último Gustavo, el amigo de una amiga de una amiga, que se borró antes de la segunda salida por lo que solo tuvo tiempo para un corazón.

Terminando este recuento de fracasos, corazones y fríos llegó al trabajo, tan tarde como había supuesto. “No volverá a pasar, se lo prometo, García, se lo prometo” y se sacudió unos cristales de escarcha que se habían condensado en su pelo.

A la hora del almuerzo buscó de nuevo el calor del mediodía en el banco de una plaza. El hombre, un desconocido de hombros anchos y sonrisa amistosa se acercó y le ofreció su compañía. Ella lo miró, de su ojo derecho nació el riacho de una lágrima de hielo que atrapando otro rayo de sol, atravesó la comba de su mejilla y cayó sin ruido sobre la solapa del tapado. “No, váyase, ya no me quedan corazones”


REGISTRADO EN SAFECREATIVE Código: 1004226077593
Enviado a PN el 2 de mayo de 2008

martes, 13 de abril de 2010

SILENCIOSA Y QUIETA

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–No me molestes –dijo el tigre– dejame en paz. No me gusta que revolotees a mi alrededor, me molesta para pensar. Dejame solo.

El tigre pegó un zarpazo que trizó el aire en cuatro curvas paralelas. La mariposa, más rápida, se salvó de milagro. Voló hasta una rama dejando una estela de polvillo dorado suspendido entre dos suspiros.

Desde las alturas, amparada por hojas y flores la mariposa hacía equilibrio sobre una ramita delgada. Sus alas, vibraban de furia cada tanto, sus ojos hervían en centellas y lágrimas y su boquita libadora dijo en un murmullo: “No entiendo qué pasa, todos alaban la belleza de mis colores y se alegran cuando los enredo entre los rulos y arabezcos de mis vuelos. Todos me aman menos él. El tigre es lo más lindo que he visto en mi vida pero no me quiere”.

Una oruga que caminaba por una rama cercana asomó su cabeza verde de entre unas hojas a medio morder y le dijo: “Mariposa, no desesperes, el tigre no es igual a todos. Miralo bien.”

La mariposa guardó en su corazón las palabras de la oruga y buscó un lugar tranquilo en la copa de un árbol muy alto. Desde allí lo veía cuando rasgaba la oscuridad del bosque con sus naranjas y sus negros, cuando acechaba mudo a sus presas, detenido entre dos pasos, como una estatua. Lo miraba cuando se afilaba las uñas en los troncos cercanos y desgarraba las cortezas igual que un gato grande o cuando, cansado, se ovillaba sobre un lecho de hojas secas con las que compartía el cobre del otoño.

Los días pasaron y la mariposa seguía en su mangrullo, silenciosa y quieta.

El tigre comenzó a rondar el árbol de la mariposa, lo cercaba en círculos cada vez más apretados. La buscaba. Sus ojos amarillos hurgaban las alturas; levantaba altivo la cabeza y husmeaba el aire buscando el rastro de quien ya empezaba a añorar.

Una tarde, el tigre se sentó bajo el árbol de la mariposa, la miró por un rato largo y luego le dijo:
–¿Qué te pasa mariposa que no te veo revolotear a mi alrededor?
–Me dijiste que me fuera, que te dejara solo. Cumplí tu deseo. Ahora no tengo ganas de hablar.

El tigre, tal vez triste, le dio la espalda y se internó en el bosque, pero volvió cada tarde a mirar a su mariposa que, silenciosa y quieta, seguía en la ramita.

–Mariposa –le dijo un viernes de junio– extraño el sonido de tus alas y la campanita de tu risa en mis oídos. Por favor, bajá, vení conmigo.

Desde ese día no es difícil encontrar al tigre entre los senderos del bosque ronroneando de felicidad como un gato grande. Sobre su oreja izquierda, silenciosa y quieta, la mariposa le cuenta secretos de amor en el oído y desparrama polvo de oro en cada risa.

Moraleja: Una mariposa, devenida en astuta araña, puede cazar un tigre… o lo que se le venga en gana.

SAFECREATIVE Código: 1004145997910

miércoles, 24 de marzo de 2010

RELÁMPAGO AZUL

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Surge de entre algas de melenas verdes mecidas por las corrientes. Un relámpago azul en medio del azul. Nada en zig-zag hendiendo el agua y atrapa, entre sus cinco pares de branquias, el oxígeno disuelto. Ni un latido de más perturba su corazón.

Solo busca. Busca un rastro, una traza que señale el camino al alimento para calmar su hambre atávica iniciada en el devónico. Al igual que la de sus ancestros, su alma es oscura y prehistórica.

Con un espasmo del flanco espanta a la rémora, fiel servidora, que huye pero vuelve, conocedora de los códigos simbióticos que los hacen pareja o socios y, que sabe, serán respetados.

Nadando en círculos desciende en ancha espiral hasta casi rozar el vientre pálido contra el fondo arenoso del Pacífico. Sigue en planificada búsqueda, acecha. Cruza con sigilo una formación rocosa tan antigua como él.

De pronto algo perturba sus sensores: una ínfima y remota posibilidad. El hocico entrenado atrapa la sustancia que el agua trae a sus sentidos. Reconoce el dulzor, la densidad. Cierra las branquias y se lanza con furiosa pendiente hacia su objetivo del que ya percibe sus movimientos en la superficie. Sigue la señal que distingue entre miles: hay sangre caliente que entibia el agua fría.

No es la injuriosa maldad sino el instinto -o tal vez el amor- lo que acelera su velocidad hacia la presa, hacia la fuente de ese flujo oscuro que despierta su ferocidad siempre alerta.

Su piel rugosa hiere el agua. Certero se lanza sobre el humano que estúpidamente se habrá raspado el pie contra las rocas sin siquiera sospechar que la sangre que brota blandamente de la carne llama a su propia muerte vestida de azul.

Safecreative. Código: 1003245831643

Enviado a PN el 10 de septiembre de 2007. Consigna 83 Rastro de sangre

miércoles, 17 de marzo de 2010

BUENOS AIRES EN VERDE

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SE CELEBRÓ EN BUENOS AIRES LA FESTIVIDAD DE SAN PATRICIO


Sin desmanes se llevó a cabo la tradicional fiesta del patrono de Irlanda en los pubs del microcentro.

La noche pasada vistió de verde la zona del microcentro porteño de los alrededores de Retiro. Se celebró en Buenos Aires la ya tradicional fiesta de San Patricio. Las plegarias y las velas ofrecidas comúnmente al santo se cambiaron por música y cerveza.

A pie, al caer la noche, y como la redacción del diario queda muy cerca, me dirigí a Reconquista y Marcelo T. de Alvear, el corazón porteño de San Patricio.
En el camino, saliendo de las oficinas, se iban sumando nuevos peregrinos a mi procesión mínima, que me acompañarían hasta el santuario.

El 17 de marzo es el día de San Patricio, patrono de Irlanda. Desde fines de los años ’90, Buenos Aires festeja este día. No es porque la colectividad irlandesa sea muy significativa ni porque seamos un pueblo muy religioso, la razón es otra. Los porteños de esta zona comercial, tienen sus templos en los diez Irish Pubs que se desperdigan en el lugar y esperan la noche de ese día para encontrarse, divertirse, cantar, bailar y beber litros de cerveza entre amigos.

El año pasado se congregaron cerca de 50000 personas, que bebieron más de 70000 litros de cerveza. Este año se dobló la apuesta a juzgar por la ornamentación de los bares: puro verde, el color de Irlanda y a las promociones ofrecidas. En la mayoría de los bares cobraban una entrada de 25 pesos que incluía una cerveza y una remera.

Diego Volpe, manager de Puerto Pirata, un pub irlandés ubicado en Reconquista y Marcelo T. de Alvear dijo: “Esperamos más gente que el año pasado, recién son las nueve de la noche y ya no hay lugar. El año pasado vendimos diez mil litros de cerveza, pero creo que este año superaremos esa cifra.”

Reparé en que esta festividad importada nos trae, además de las cervezas de todos los colores, elementos típicos de Irlanda como el trébol. Se dice que San Patricio representaba a la Santísima Trinidad con él.

Otra elemento importante de la noche, son las mozas disfrazadas de duendes quienes llevan sobre sus cabezas -tocadas con gorros de cascabeles-, las bandejas cargadas de vasos de distintos tamaños llenos de cerveza espumosa y helada.

Alejandra, un duendecito rubio me confió: “Hoy hacemos buena propina, porque los clientes quieren que los atendamos primero y la cerveza o San Patricio los pone generosos.”

La temperatura agradable invitaba a recorrer las calles inundadas de música celta que se mezclaba con las risotadas de la gente. En una esquina un legítimo irlandés celebraba a su patrono tocando una melodía en su flautín.


Para evitar desmanes –esperables dadas las circunstancias- la policía patrullaba las calles. El comisario Ferrer indicó: “el operativo incluye doscientos uniformados y otros doscientos agentes de la guardia urbana”.

Con la luna alta, el exceso de cerveza me puso en un taxi que me depositó, minutos más tarde, en mi departamento de San Telmo.

No sé si habrá sido un milagro de San Patricio o qué, pero esta mañana encontré en el bolsillo del saco un trébol de verdad.


SAFECREATIVE: Código: 1003185769808

Enviado a Perras negras el 5 de diciembre de 2006. Consigna 43 Crónica. Menos de 800 palabras.

domingo, 7 de marzo de 2010

RUMBO SUR

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Estaba huyendo, de modo que no me importó que en lugar de tomar un tren que me llevara de un extremo a otro de la India –no me habría alcanzado el presupuesto para tanto– estuviera a bordo del Roca rumbo a La Plata.

Mirando por las ventanas, sucias o rotas, deduje que la descascarada realidad del sur no debía ser tan diferente a la de la India. El panorama se agravaba con el rodar del tiempo y del tren. El frío de junio pintaba las cosas de un gris tan desolador que, de no estar tan apremiado por irme, me hubiera quedado sentado disfrutándolo tranquilamente. El paisaje, de aguda tristeza, tenía, como única de hermosura, unas guedejas de niebla enroscadas en los plátanos pelados que disimulaban, con una especie de milagro algodonoso, las casas derruidas y las fábricas abandonadas. El traqueteo me hacía temer por un desgajamiento inminente del vagón; cada tanto se revelaban fisuras por donde se colaba una ventisca helada que se instalaba cómodamente entre mi espalda y la cuerina marrón del asiento cuarteada y mugrienta.

Ignoro cuándo fue que se abrió la puerta para dejarla entrar, incluso, dudo ahora de que se haya abierto. Pensándolo bien, la india bien pudo haberse aparecido súbitamente.

No tenía edad pues aunque su piel daba la impresión de estar a punto de desintegrarse, pude ver, entre dos de sus gestos de vieja eterna, la picardía de la juventud y un mohín seductor de belleza sobrenatural.

El vagón estaba prácticamente vacío, sólo cuatro pasajeros, tres hombres y una mujer, distribuidos con la sola lógica de estar lo más separados posible, hecho que agradecí. Ya bastante contacto humano había padecido aquella tarde. Creo que ninguno de ellos reparó en mi cara asustada ni en la india que se sentó justo frente a mí y descargó un par de bolsas astrosas a su lado. Usaba un atuendo que juzgué tribal, opinión que ratificaban los largos collares de abalorios y plumas.

Por un momento me abstraje tanto de ella como de la postal miserable que veía por la ventana y me recordé huyendo de la Plaza de Mayo. Perdí la cuenta tanto de los cascotazos como de las cuadras corridas hasta Constitución. ¿Qué le pasó?, hubiese podido preguntarme cualquiera de mis compañeros de viaje, pero ninguno lo hizo.

Pasó que me harté, simplemente me harté. Sé que soy un simple obrero de una fábrica pero no por eso soy un burro que merece arriarse en un camión y empujarlo a un acto político al cual no suscribo y mucho menos aplaudo. Se ve que no pude más, se ve que no aguanté una falsa pancarta de adhesión más a un gobierno que me parecía tan autoritario como injusto. No recuerdo bien las cosas pero estallé y con mi sola voz me opuse a todo ese circo. En ese punto todo se nubla, alguien me dio una piña en plena cara, y llovieron las patadas y las piedras. Creo haberme desvanecido. En algún momento, algo caliente me pegó en la espalda mientras corría por la calle Brasil… después reconocí la fachada de la estación Constitución recortada sobre el cielo tan celeste.

La india me habla ahora en un lenguaje extraño como un murmullo masticado pero que comprendo perfectamente. “Vamos”, me dice y me extiende la mano ajada pero tan cálida y suave que me abandono a su guía sin pensar más. Es curioso como mi aceptación muda me libera de la huída y los dos bajamos del tren. Lo raro es que el tren no detiene su marcha. Podría decirse que pisamos las vías por donde, en ese mismo instante, ruedan los vagones con rumbo sur. Me inundan, inexplicablemente, la calma y la felicidad con solo escuchar el tintineo de los collares de abalorios y de plumas.

Tal vez, si mirara la foto en la tapa de los diarios de mañana caeré en la cuenta de que el obrero de la fábrica, única víctima fatal de la revuelta en Plaza de Mayo, he sido yo.

Safecreative: Código: 1003075708047

Enviado a La Nación el 2 de abril de 2008. Consigna: Relato en un tren por la India.
Enviado a Perras Negras el 18 de mayo de 2008. Tema libre. Este texto se propone también para la revista PN 6 con tema “tolerancia y aceptación”.

martes, 2 de marzo de 2010

DESDE QUE LLEGÓ EL HUMO

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Una de esas noches, las del humo incomprensible, levanté la mano y la extendí el largo del brazo: la veía con dificultad. Así de compacto y denso era el humo que había llegado a la ciudad, aparentemente, para quedarse. Hubo quienes intentaron explicarlo; desde el gobierno dijeron que eran incendios de pastizales en las islas del Delta. Islas de existencia difícil de comprobar por el común de los mortales o directamente imaginarias. El servicio meteorológico, después de recolectar los datos del globo sonda y del satélite, y tal como se estila ahora, le echó la culpa al calentamiento global. He notado que de casi todo se responsabiliza al calentamiento global, me hace acordar al aloe vera, una planta erizada de pinchos que, en los ’90, pintaba como la panacea de la humanidad. No faltó quien le adjudicara el fardo del fenómeno a un nuevo e inminente fin del mundo.

Los programas de televisión hicieron bromas sobre el tema y, creyéndose originales, llenaron el set con humaredas falsas hasta que se dieron cuenta de que si abrían las ventanas entraba la original y ya no fue gracioso en lo más mínimo. La gente tosía más de lo usual, estornudaba sin razón aparente y a todos nos lloraban los ojos, incluso a los gatos. Con el tiempo, se apagaron las noticias de último momento, dejamos de hacer chistes y evitamos preguntarnos sobre su procedencia. Unos coreanos se hicieron ricos por inventar un secador automático de lágrimas que, animados por un rescoldo de esperanza, todos compramos en los subtes, lugar hasta donde también había llegado el humo. Era un aparatito original y colorido que funcionaba a pilas y era eficaz las dos primeras veces pero que luego perdíamos irremediablemente en el fondo de la cartera junto con las ganas de ser felices. El humo aplasta.

No sé qué nos pasa que al final todo nos parece bien, como si el no ver la otra vereda fuera ya parte del no paisaje. Creo que olvidamos el sol y el cielo celeste y nos conformamos con esta luz lechosa y el círculo naranja de bordes desleídos como dibujado por un nene de tres años; eso es, para nosotros, la actual descripción de “un lindo día” desde que llegó el humo. ¿La luna? Bien, gracias, tal vez siga ahí algunas noches. Yo no la vi más.

El humo también nos confundió en otros aspectos. En los primeros tiempos nos ilusionaba pensar que estuviera nublado y cargábamos paraguas e impermeables, los arrastrábamos como cadenas pesadas durante todo el día por oficinas, bancos y transportes públicos, con la esperanza de una lluvia que lo barriera, pero no, ni siquiera eso, la lluvia desapareció del mapa y a eso también nos acostumbramos. El humo, sano y salvo.

Una tarde de telarañas y poca piel pensé que me hablabas, pero no, nadie habla ya en este mundo con sordina. Preferí suponer que no era cierto, que esa no era tu voz. Me dije que tampoco valía la pena hablar porque el humo taponaba todo espacio por dónde quisiera escurrirse un sonido y seguí leyendo las ofertas del supermercado.

La trama cerrada de algodón y estopa en la que nadamos indolentes también nos enredó el olfato. A veces nos llegan ramalazos de bosques en llamas que provocan la piedad por los árboles y por los animales que huyen despavoridos, pero también nos abrazan aromas de chocolate y de galletitas recién horneadas que nos hacen agua la boca sólo hasta que comprobamos que no hay nada en el horno que tenga el sabor de antes.

Me parece que fue esa vez cuando malinterpreté un perfume –creí que eras vos y era otro– que me dije que el humo se nos estaba metiendo bajo la piel y no teníamos escapatoria. No me iba a matar por eso, así de cobarde soy, así de indiferente, de papa fría, ¡mirá que no importarme si se nos ahuma la vida o no! Por costumbre, no más, me asomé por la ventana mientras comía una barrita de cereal o de telgopor y me consolé en la certeza de que era el humo maldito el que nos había vuelto así, mezquinos, solitarios, abúlicos, recelosos, introvertidos, temerosos, grises y que de todos modos no importaba, como tampoco importa ya el humo.


Safecreative Código: 1003025676662

Enviado a PN el 19 de abril de 2008. (época del humo que invadió Buenos Aires)

lunes, 22 de febrero de 2010

BYE BYE, MADRID

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El vuelo 1134 de Aerolíneas Argentinas con destino Barajas transcurría sin novedades: buena meteorología, ningún retraso ni desperfectos de último momento, y el loco declarado, que inevitablemente se cuela entre el pasaje, había perdido el avión.

El comandante Ricardo Lucerna sólo disfrutaba de aterrizajes y despegues. Esos momentos, aun después de tantos años, seguían siendo el motor de la adrenalina que se descargaba justo entre sus ojos. Ojos profundos, oscuros que alternaban el foco de atención entre la pista asignada ese día por el plan de vuelo y el monitoreo de los instrumentos de navegación. El tren de aterrizaje era el comienzo o el fin de lo único que lo mantenía interesado en su trabajo como el primer día. El resto, pura rutina por lo que durante los larguísimos tramos sobre la nada azul o negra, Ricardo y sus compañeros mataban el tiempo leyendo, durmiendo o pensando. Durante ese viaje, más que en ningún otro, Ricardo pensó.

Estaba aburrido de su vida de comandante; no era que le pagaran mal, no, todo lo contrario, vivía bien, pero ese continuo ir y venir, ese cambio de horarios y geografías, esa aparente no rutina, lo habían alejado de amigos, de olores y colores, de sus hijos. Se sentía desfasado, ni aquí ni allá, ni en miércoles ni en jueves. Al recuento de pérdidas había que sumar dos matrimonios fallidos. Siéndose franco por primera vez, allí, suspendido entre dos aeropuertos se dijo: “Estoy solo”. Tan solo que de haber podido vencer la vergüenza de mostrarse débil frente a sus subalternos, hubiera llorado.

Hizo el ademán de espantar una mosca como borrando esos pensamientos oscuros. “Tal vez”, aventuró, “pueda arreglar algo con Madelaine para esta noche, siempre y cuando su vuelo de Air France no se retrase”. Qué buena que estaba Madelaine, con esas piernas tan largas. Pero lo que tenía de linda lo tenía de distante. Qué mina fría, parecía que nada terminaba de conmoverla. Su relación con la francesa era tan poco asidua, tan nada cotidiana… era casi una desconocida. Lo mismo que la morocha de Tam o aquella chiquita del mostrador de Iberia. En un ramalazo de claridad se dio cuenta de su hartazgo de las Madelaine de Tam, de las chiquitas de Air France, y de las morochas de Iberia. Estaba podrido de que le diera igual una que otra y que más allá de buen sexo –del que se jactaba– no pudiera hablar con ellas ni una palabra, por cuestiones idiomáticas, sociales o etarias… cada vez se sentía más paternal, por no decir más grande.

El inicio de la maniobra de aproximación a la pista de Barajas lo sacó de sus remolinos internos y se concentró –ya casi sobre la cabecera de pista– en disminuir la velocidad y la altura y en modificar el ángulo de los flaps. “OK”, respondió a la última indicación de la torre de control mientras corregía en dos grados la inclinación del ala izquierda. El aterrizaje fue muy suave, perfecto, de no ser por un vientito arrachado que, imperceptiblemente le corcoveó el avión un metro antes de tocar tierra. Imaginó, Ricardo, el oprobioso aplauso con el que los argentinos suelen festejar estas cosas y una sonrisa irónica se dibujó en su boca. “Qué boludos”, se dijo una vez más.

La noche de Madrid fue un fracaso. No pudo o no quiso encontrarse con Madelaine. La muchacha del mostrador de Iberia lo miró con ojos de hambre, pero él bajó la mirada hasta encontrar en el piso su maleta negra y allí la dejó clavada.

La mañana siguiente, el cielo madrileño tenía el azul frío de las viejas postales pero Ricardo no lo notó. Sólo se alegró porque tales condiciones meteorológicas lo alejarían más rápido de allí. “Bye Bye, Madrid”, pensó con amarga felicidad.

Pronto, el Airbus A330 carreteó hacia la posición de despegue. El comandante aumentó la velocidad, levantó la nariz del avión y desplegó los flaps. Volvió a sentir esa mezcla de alegría y angustia, esa mordida en el estómago que revela la ausencia de tierra firme. Listo, trabajo terminado, podía volver a sus cavilaciones que habían seguido bullendo entre las sábanas la noche anterior.

“Algo tengo que hacer, hay cosas que no puedo posponer”, se dijo, tratando de ordenar sus ideas. Tomó nota mental de algunas decisiones inapelables: dejar los vuelos internacionales y pasar a cabotaje, “es cierto que ganaré menos”, se dijo, “pero necesito dormirme y amanecer en mi cama”. Quería recobrar la relación con sus hijos, que no fuera tan milagroso encontrarse con ellos, que resultara cosa de todos los días, “¿es tanto pedir?”, pensó mientras revisaba el velocímetro.

También quería una mujer, no una azafata de veinte años, le iría mejor alguien que se adaptara a sus cuarenta y siete. Si bien su aspecto era aún el de un tipo joven, tenía un cansancio interno que le pedía a gritos la calma de un amor más parejo. “¿Amor?”, casi le sonó rara la palabra, “¿puedo yo sentir amor?” No supo contestar pero tuvo la seguridad de que estaba hastiado de enseñar, que bien podría, entonces, aprender a compartir, a ser un igual, a hablar con códigos contemporáneos y reírse de las mismas cosas sin tener que explicar nada. Entenderse con miradas, eso quería.

Se juró que lo primero que haría al llegar a Buenos Aires sería encender la computadora para pasar en limpio esa lista, tenerla presente y cumplirla.

Eso hizo Ricardo Lucerna en su casa del barrio de Belgrano. Abril era todavía cálido y la noche lo encontró en su escritorio. Una copa de vino era el perfumado testigo de que se disponía a cumplir su propia orden.

La luz de la pantalla se reflejó azul en su cara. Uno a uno, los íconos: Mozilla, Yahoo, Explorer, Quick Time… se desplegaron como las figuritas de un álbum infantil. Descubrió con sorpresa un “imagen.JPG” del que no tenía memoria. “Y esto, ¿qué carajo es?”. El doble clic disparó la apertura del archivo y la foto le dio la respuesta.

Se preguntó por qué guardaba ese retrato. Las últimas semanas habían sido tan caóticas que todo se mezclaba, los vuelos, sus hijos, la frialdad de Madelaine… ni siquiera podía recordar la decisión de guardar la imagen de aquella mujer que, con los brazos cruzados y el sol en los ojos, lo miraba, nítida y como esperando, recostada contra un árbol. ¿Una señal?, ¿coincidencia?, ¿destino?, ¿otra pavada de un tipo solo?

Se acordó entonces de que la había conocido por Internet una noche calurosa y solitaria. Habían chateado un poco; ella era veloz para las respuestas, eso le gustó, y en un impulso raro, rarísimo, Ricardo le pidió una foto. Después, siempre el mismo después, el desbole, las no raíces, la línea Ezeiza – Madrid, un reemplazo a Francfort, Madeleine y sus piernas largas, la morocha de Tam, la chiquita del mostrador de Barajas y la nada misma habían mandado la foto y a su dueña a la papelera de reciclaje de su memoria.

Abrió el Messenger, buscó como loco el nombre, la dirección de correo, algo que lo acercara. La encontró en su lista de contactos. Ricardo no respetó las reglas de cortesía que impone el chat e ignorando el aviso de “Ausente” junto al nombre de ella, le mandó un tímido: “hola, ¿estás?”


Safecreative Código: 1002225603508


Enviado a La Nación el 6 de mayo de 2008. Consigna que incluya la frase: Se preguntó por qué guardaba ese retrato.