sábado, 21 de abril de 2018

OJOS DE SAL



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–Pasame la sal, por favor.

Helena me miró sin mirarme.

Una pareja compartiendo la mesa. Una cena como cualquier otra. No, como cualquier otra no. Helena estaba rara. Me detuve a observarla, la miré fijamente. Ella no pareció advertir mi obstinación, seguía pinchando papas fritas con el tenedor, una tras otra como si enhebrara cuentas en un collar. Empecé a extrañar su voz haciéndome preguntas bobas o riéndose con esa risa de pájaro que tanto me gustaba. Extrañé tanto su voz como a Helena misma, ella no estaba ahí.

–Pasame la sal, por favor.

Helena me miró sin mirarme y acercó el salero a mi plato mientras dedicaba su atención y una leve sonrisa a algo o a alguien invisible ubicado, sin dudas, detrás de mí:
–Deliciosa sal– dijo mientras entornaba los ojos y pasaba su lengua rosa por los labios.

Algo estaba pasando, algo que no podía entender. Me preocupaba la desconexión de Helena, ¿estaría enferma? Acaricié mi mejilla rasposa tratando de verificar si de verdad era yo, Roberto, quien estaba ahí sentado con su mujer, Helena, como todas las noches desde hacía… ¿cuánto hacía? La escena era la de siempre, los mismos muebles, los mismos actores, la misma luz de cada noche pero tenía la certeza de un detalle desestabilizador –tan discordante como inexplicable– clavada en mi corazón.

Decidí dejar de lado mis propias papas fritas y dedicarme de lleno a dilucidar que pasaba. “Helena”, llamé. “Helena”, repetí. No me escuchaba, miraba a través de mí. Seguía absorta en la nada mientras pasaba el dedo por el plato, pescaba los granos de sal y se los llevaba a la boca.

Entonces lo vi.

–Pasame la sal –dijo el hombre que habitaba en su iris derecho.

Juro que hice como en las películas, me pellizqué para certificar que no estaba alucinando.

Helena tiene ojos verdes, creo que los vi dos minutos antes de mirarla a toda ella en una librería de la calle Corrientes, hace… ¿cuánto hace?

Afiné la vista y me acerqué para ver la diminuta imagen que se plasmaba en la pantalla verde de su ojo derecho.

–Pasame la sal–
 repitió el hombre que no era yo y Helena, mi Helena, ofrecía su hombro desnudo a la boca de ese maldito para que él lamiera su piel salada delante de mis propios ojos.

Parpadeé varias veces porque el esfuerzo de enfocar la escena me hacía llorar. Seguí mirando sin animarme a creer: Helena y un hombre que no era yo tirados sobre una playa de arena fina, justo sobre la orilla de un mar tranquilo. Podía ver la espuma ir y venir sobre sus piernas desnudas… porque estaban desnudos en un paraíso desierto; solo ellos entre el cielo y el agua. Helena dejaba que el hombre que no era yo recorriera su cuerpo buscando más y más sal, se reía con su risa de pájaro y echaba su cabeza hacia atrás cada vez que la lengua del hombre que no era yo degustaba minuciosamente cada centímetro de su piel. Me debatía entre mirar y no mirar. Se me ocurrió sacarles una foto con la cámara del teléfono para usarla como prueba, ¿prueba? ¿de qué? De mi locura o de la infidelidad –mental, virtual o espiritual– de mi mujer que hacía el amor con un hombre que no era yo mientras yo, Roberto, su marido de carne y hueso la observaba chuparse el dedo salado sentada a mi propia mesa?

Desistí.

¿Qué hacer? Seguía mirando hipnotizado esa función íntima a la que no había sido invitado. Quería matar al hombre que no era yo, sentimiento del todo ridículo teniendo en cuenta las circunstancias geográficas del tipo de marras. El muy hijo de puta se encaramaba ahora sobre Helena, mí Helena, mientras la muy turra lo abrazaba con todo el cuerpo. Pensé en buscar un arma pero pronto recordé que les tenía pánico y que jamás había comprado una por lo que continué haciendo lo único que podía hacer: mirarlos.

Ahora descansaban, los cuerpos flojos sobre la arena. El agua debía ser tibia porque parecían no percatarse de que la marea había subido y los cubría como una manta. Se miraron un largo rato, profundamente, ojos contra ojos, hasta que, animados por alguna fuerza vital recién revelada, se levantaron y corrieron mar adentro como desaforados o locos, cayeron entre las aguas erizadas de espuma y desaparecieron. Me quedé un rato a ver si descubría las cabecitas asomar fuera del agua, como cuando uno avista delfines o lobos de mar, pero nada.

Regresé a la tierra, a mi casa, a mi cocina y a Helena, mi Helena, quien parpadeó y me dijo:

–Robert, pasame la sal.

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