miércoles, 24 de octubre de 2012

LA SIESTA

************************************************************* ¡Qué sensación la disolvencia! ¡Qué placer casi orgásmico! El cansancio se acumula desde el alba, se atrinchera en cada músculo y forma, en colaboración con las tensiones nunca disipadas, nudos dolorosos que ni el mejor masajista conseguiría desatar. Repaso, lapicera en mano, la interminable lista de quehaceres y descubro con enorme sorpresa que tengo una hora, una hora de completa libertad. Constato que he tachado todo lo posible y que el próximo pendiente sólo podrá cumplirse después de que transcurran sesenta maravillosos minutos. Sin dudar apago el celular, descuelgo el teléfono, bajo la persiana y me tiro en la cama no sin antes ajustar la alarma del despertador. Cubierta por una frazada leve cierro los ojos y me entrego, me rindo, me disuelvo. Sí, porque eso pasa: la carne casi se desprende de los huesos y se derrama en una lámina rosada que replica los relieves del colchón. Las pupilas ocultas tras el velo de los párpados huyen hacia atrás como buscando en la nuca mundos de espejos negros. Queda todavía un hilo de conciencia que me ata a la cama, a la casa, al barrio, al país, al Mundo. Algo sonríe en mi interior porque sé que en segundos el mentado hilo se cortará y saldré disparada a otros mundos, a otros países, a otros barrios, a otras casas, a otras camas. Después de siete préxteles que equivalen a una hora terrícola suena la alarma que vuelve a conectarme con realidades conocidas; me levanto con lentitud con una pregunta repiqueteando en la cabeza: ¿de dónde provienen las caras de los extraños que pueblan los sueños?