lunes, 12 de octubre de 2015

MOSQUITA MUERTA






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–No me acuerdo, no me acuerdo– repitió. Hizo un escudo con las manos, como queriendo no ver, lo apoyó sobre su cara y siguió llorando. Sentada en una silla de madera su espalda se curvaba en dramática C y con cada hipo revelaba las costillas de su cuerpo flaco. El inspector Anselmi hizo un gesto de resignación al entender que el interrogatorio no prosperaría. Le alcanzó a la mujer un vaso con agua y, de verla tan deshecha, la piedad  resquebrajó su alma curtida de policía viejo.


En los diez años que llevaban juntos se había tejido entre Lucía Estrella y Juan Argañaraz una telaraña de amores y pasiones que hubo de salir airosa de numerosos vendavales sin mayores pérdidas que un par de piolines rotos. Pero cierto día, un olfato animal alertó los sentidos de Lucía Estrella previniéndola contra la nueva vecina, Blanca de la Piedad Estevez –una mosquita muerta al decir de la panadera– a quien descubrió echándole el ojo a su marido por sobre el cerco de ligustrina que separaba ambos terrenos.

Resultó guerrera la tal Blanca: paseaba por la vereda su desfachatez en minifalda mientras sus ojos negros atravesaban el cristal de la ventana de los Argañaraz buscando la figura de Juan en eterna camiseta. Lucía, de permanente guardia, cerraba las cortinas de un tirón.

Otras veces la muy osada tomaba sol en su jardín con una biquinita blanca y se echaba agua con la maguera a la vista disimulada del hombre que pretendía, en vano, arreglar sobre la  mesa del patio algún electroméstico destartalado.

La Blanca rodeaba a su presa sin disimulo, lo sobrevolaba en círculos cada vez más estrechos como un carancho hambriento. Lo vigilaba de lejos o lo despeinaba con vuelos rasantes.

Forzando su descaro al máximo la Blanca se presentó un atardecer en  casa de los Argañaraz porque necesitaba la ayuda de un hombre para cambiar la garrafa del gas. “Soy sola”, les había enrostrado como excusa. Lucía Estrella pescó de inmediato la conexión entre Blanca y Juan. “Era tan fuerte”, le habría comentado a una amiga, “que de haber sido una soga hubiera podido tender la ropa en ella”.

Juan no pudo resistir por mucho tiempo ni el asedio de la Blanca ni la actitud policial de Lucía. Ninguna cedía un tranco de pollo en aquella batalla silenciosa.  El hombre, solo por la obligación de cumplir la fantasía de bigamia servida en bandeja, la propuso.

Al principio la cosa marchó, un poco estimulada por la novedad o porque Lucía comprendió que era eso o perder a Juan para siempre. Pero la rabia se enroscaba entre los muebles y los celos, como rayos, atravesaban el cerco de ligustrina en todas direcciones, chocaban contra las paredes y se reflejaban en vívoras venenosas hacia los cuatro puntos cardinales.

El arreglo incluía compartir el hombre mas no el espacio, por lo que las  mujeres podían pasar días sin cruzarse. Pero se chuseaban de una ventana a la otra y escupían blasfemias multicolores mientras revolvían un guiso en el que se cocinaban tanto papas y carne como maldiciones y  venganzas.

-No me acuerdo, no me acuerdo. –repitió la mujer sin parar de llorar – Dicen que yo la maté, que salí como loca de mi casa y le clavé la cuchilla en el corazón, pero yo no me acuerdo, ¡juro que no me acuerdo! -lloró otro poco y agregó entre lágrimas-  La última imagen que tengo atravesada en la cabeza es la de esa turra alargando el cogote por sobre el cerco de ligustrina para besarlo al Juan que estaba en MI patio... después, no me acuerdo nada más.