jueves, 15 de julio de 2010

EL BAGRE

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Se levantó de la cama sintiéndose pez. Sonrió por la humorada y recordó a Kafka pero notó que los bigotes le rozaban la almohada. Eso era más que raro, en especial, porque nunca había usado bigotes. Frente al espejo comprobó los temores que se habían ido gestando durante el pequeño trayecto entre la cama y el cuarto de baño.

¡Por Dios, era un bagre! Un inmundo bicho de río que aleteaba desesperado tratando de recuperar inútilmente sus formas humanas. De pronto se sintió morir, claro… el aire. Era un pescado en serio, necesitaba agua o moriría ahí mismo. Daría sus últimos coletazos sobre el frío piso de cerámica negra.

Sin meditarlo más, se lanzó de cabeza al inodoro -por suerte limpio- y comenzó su larga travesía buscando el Río de la Plata, esa enorme masa de agua leonada que tantas veces había mirado sin ver cada vez que, como loco, manejaba su deportivo por la Costanera burlando los semáforos y jugando carreras con los aviones que decolaban en el Aeroparque.

Ya en el río se sintió mejor, al menos podía respirar el oxígeno disuelto en el agua, como todos los peces. Sus branquias funcionaban a la perfección y pudo verificar que lo estudiado en el secundario sobre la fisiología ictícola, era cierto. Alentado por recordar tal remoto detalle, se animó a buscar alimento.

“El pez grande se come al chico, igual que en la Bolsa “, pensó.
En el fondo barroso descubrió unos pececitos que le hicieron agua a la boca –por si necesitara más, dadas las actuales circunstancias– y como si toda su vida hubiera tenido aletas y cola se lanzó sobre ellos desplegando una técnica de cazador que le recordó su vida de bípedo en la que atacaba sin piedad a cualquier mujer que se le pusiera a tiro. Reconoció que le daba un poco de asco no ya el pescado crudo, sino vivo, pero se dijo que si se había adaptado al sushi, esto no le costaría mayor trabajo.

Con la panza llena, se dedicó, entonces, a perfeccionar la natación. Hendió el agua con su cabeza plana; sus músculos poderosos lo impulsaron como un torpedo. El agua fresca le acariciaba el lomo y el abdomen blanco y firme como las manos de una masajista experimentada.

Pocas veces había sido tan feliz, ni cuando había hecho aquel negocio millonario, ni siquiera cuando le había birlado el cliente más importante a la otra agencia publicitaria. Estaba vivo.

-¡Vivo! –gritó, olvidando su condición de Parapimelodus valenciennis y se atragantó con la bocanada de agua excesiva y turbia; tosió con tos de pez.

Algo comestible se sacudió en el barro y se zambulló tras la presa.

-¡Picó! ¡Picó!- exclamó el gordo observando como se curvaba la punta de la caña. Apoyando su barriga en la escollera, levantó el trofeo que se movía como loco enganchado del anzuelo.
Con gesto experto, desengarzó el bagre y lo tiró en el balde. Animado de cierta maldad esperó su muerte.

El hombre, empapado en sudor apoyó sus manos en el lavabo. Abrió el grifo y se lavó la cara, buscando en esa acción, calmar la taquicardia que le retumbaba en los oídos. Sus pies descalzos en la cerámica negra por poco ceden a la tentación de dejar de sostenerlo.

-Tengo que dejar esta merca porque me va volar la cabeza¬– se dijo volviendo a su cuarto con un regusto a lombriz todavía en la boca.

En su espalda, justo bajo el omóplato izquierdo, algunas escamas plateadas resplandecieron a la luz del sol.


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Enviado a La Nación el 2 de mayo de 2006. (menos de 600 palabras) Consigna “algo que se desarrolle abajo del agua”
Enviado el 16 de junio a Perras Negras – Consigna nº 19 tema libre – menos de 1000 palabras.










sábado, 10 de julio de 2010

ROMPECABEZAS (artículo)

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Ilustración: Alejandra Rojas Gross

Pareciera que cuando dábamos por sentado que las cosas ya no cambiarían se nos dio por desarmar el rompecabezas perfecto que habíamos construido con las instrucciones de otros.

Las mujeres de alrededor de 40 pertenecemos a la última generación que obedeció sin chistar los mandatos culturales. No es bueno generalizar y por eso diré que la mayoría de nosotras aprendió aplicadamente las lecciones impartidas por padres y maestros: usamos el uniforme por debajo de la rodilla, estudiamos una carrera como la gente, nos sacamos el pelo de la cara, buscamos un chico de buena familia, tuvimos dos o tres hijos e intentamos, con mayor o menor éxito alguna manualidad “inutilísima” en goma eva.

Pero en algún momento, rondando los 40, advertimos que eso no bastaba para ser felices y que había todo un mundo por descubrir fuera de la burbuja aséptica que era nuestro hábitat; entonces salimos a explorar.

No fue fácil.

Dejar a un lado la comodidad de lo establecido o los éxitos bien probados da miedo, se teme lo que se desconoce. Pero aun con todo para perder muchas nos hemos animado a revelarnos contra lo socialmente aceptado y saltamos al vacío.

Por eso, hemos cambiando de trabajo, de peinado, de amores, de costumbres y de músicas. Nos dimos el permiso para ser aquello para lo que estamos puestas en este mundo, para alcanzar ese secreto deseo que desde muy temprano late en nuestro interior y que por muchos años, más de 40, nos obstinamos en tapar.

Pareciera que cuando dábamos por sentado que las cosas no cambiarían se nos dio por desarmar el rompecabezas perfecto que habíamos construido con las instrucciones de otros y, con una mezcla de alegría y dolor, vamos armando este otro, el nuevo, el que nos dicta el corazón.

Este artículo salió seleccionado para figurar en el e-book Soy una mujer de 40 y más
(para descargarlo http://bit.ly/40ymas)


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viernes, 9 de julio de 2010

COLOMBIA

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Esto no le pasó a otro, me pasó a mí. No hubiera sido testigo de haber salido de mi casa un minuto antes o un minuto después.

Vivo sobre una avenida muy transitada tanto por personas como por vehículos sobre todo a las 7 de la tarde de un jueves previo a un feriado. Hay dos supermercados en menos de 100 metros y muchos otros comercios, cafés, pizzerías etc. Y como detalle aún más pintoresco, la residencia de la presidenta está a dos cuadras sobre la misma calle.

Crucé Maipú rumbo al gimnasio que, acorde a mi teoría de actividades y cercanías, no está a más de setenta metros de mi casa. Ya en la otra vereda miro en dirección a la calzada y veo que entre los autos que estaban detenidos esperando la luz verde un motociclista se bajaba de la moto y le apuntaba con un revólver a un Audi gris que también estaba esperando el giro para doblar sobre la izquierda. A juzgar por la situación no se trataba de un robo pues el hombre estaba a un metro del auto y su actitud era claramente desafiante, sostenía el arma con ambas manos. Imaginé un ajuste de cuentas o algo así.

Fiel a mi pensamiento ingenuo me dije que estarían rodando una película pero al instante descubrí que no había cámaras que filmaran y que la luz que iluminaba la escena era sólo la del crepúsculo.

En la siguiente fracción de segundo ocurrieron tres cosas:

a) Mi natural curiosidad trocó en “sálvese quién pueda” y, junto a otras 5 ó 6 personas tan azoradas como yo, entré en un maxikiosco a protegerme. Ya el motociclista y el auto habían desaparecido de mi campo visual cuando escuché los tres tiros.
b) Comprobé algo que ya había leído en un libro que recomiendo –Blink, inteligencia intuitiva de Malcom Gladwell–. Dice sobre las situaciones de peligro: “… La mayoría de nosotros, cuando estamos sometidos a una presión intensa, nos excitamos demasiado y, superado cierto punto, son tantas las fuentes de información que el cuerpo empieza a desconectarse y nos convertimos en unos inútiles…”. Pude comprobarlo porque le dije a la chica del kiosco: “Llamá a la policía” y juro que no me venía a la cabeza el mentado 911. Aparecían en mi mente distintas combinaciones de tres números pero ninguna correcta.
c) Estaba bien abrigada pero en ese momento fui consciente de mi condición animal: tenía el cuero cabelludo y la piel de la espalda totalmente erizados, como los gatos que se inflan en situaciones de stress para infundir temor en su atacante.

El semáforo dio luz verde y todo se desvaneció en el aire. Los tiros no causaron efectos visibles, ya porque fueron disuasivos o porque el auto estuviera quizás blindado. Para cuando salimos de nuevo a la vereda no quedaban rastros de la experiencia vivida. De no ser porque otros habían visto y oído lo mismo que yo y toda la cuadra comentaba el asunto bien podría haberse tratado de una alucinación.

Tanto la capital como el gran Buenos Aires están plagados de hechos violentos, todos tenemos una historia cercana de robos, hurtos, secuestros, etc pero nunca me había tocado tan de cerca y, sobre todo, que el hecho en cuestión se pareciera más a lo que uno escucha sobre Colombia y la guerra entre carteles. ¿Será que indefectiblemente nuestro destino es ser Colombia?

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sábado, 3 de julio de 2010

CHAPADA A LA ANTIGUA

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Una leve punzada en las sienes anticipó el cosquilleo en el antebrazo que me provoca el chip de Telecom cada vez que recibo un holograma. No deja de ser un poco molesto, pero ya me acostumbré; una putea contra la tecnología, se resiste, pero al final se termina cediendo ante lo inevitable. Parpadeé dos veces para darle la aceptación correspondiente y de inmediato se corporizó Edno, tan rubio y tan volátil. Hizo su remanida presentación teatral para impresionarme: se desenroscó como un caracol y sacudió su cascada de rulos. Luego, y en un susurro –que pretendió ser tentador pero que quedó a mitad de camino entre un mohín seductor y una velada orden–, su imagen tridimensional me dijo: “Te espero a las seis en el lugar de siempre”, y volvió a replegarse en su caracol.

No lo diluí de inmediato porque considero una descortesía no permitir que esa especie de espíritu falso vague un poco por mi dimensión antes de olvidarlo. Fiel a mi costumbre, le contesté con un holograma básico, de los que casi no se piensan, que sí, que iría, que tenía mucho trabajo y que era viernes (las vías paralelas interurbanas estarían imposibles en la rush hour), pero que de todas maneras nos encontraríamos para tomar un café o un glob (a él le gusta más el glob, yo no lo tolero, es muy clash, con todas esas tetraburburbujas). Subrayé el hecho de compartir una bebida en un lugar público para que mi amigo no albergara ilusiones más osadas. No sé qué me pasa, pero ya no soporto la idea de intercambiar fluidos con estos seres andróginos que se declaran funcionales a tres ó cuatro sexos. Sé que mi discurso sonará a precámbrico y, jamás lo admitiría ante un jurado, pero la sola idea de entrelazarme con Edno… ojo que lo quiero muchísimo, pero es demasiado, demasiado todo, quiero decir, mucho rulo dorado, mucho brillo, mucho lurex apretadito, mucha sustancia artificial para subir o para bajar el humor, mucha tecnología incorporada al cuerpo (yo a duras penas me banco el chip en el antebrazo). Edno es un amor de persona, pero pensar en una relación con él me provoca la misma reacción que imaginarme apareándome con un avestruz (un pájaro gigante extinguido hace años).

Creo que para marcar las diferencias de entrada, me vestí íntegramente de negro. Un material nuevo parecido a la vieja seda natural (lo sé porque he guardado como un tesoro un rectángulo azul, crujiente y casi vivo que debe haber pertenecido a un chozno italiano) me envolvía morosamente ajustándose acá y allá dónde mejor me conviene. Recogí mi pelo oscuro en un chignon bajo y como único detalle de luz me puse un par de metazircones en las orejas.

Eran casi las seis, sabía que el exterior estaría atestado de naves en todos los niveles. Tal vez me hubiera convenido tomar un taxi pero adoro la comodidad de mi C163, con su interior íntegramente tapizado en legítima pléxetel lila que tranquiliza por sedación espontánea inducida. Elegí el nivel de velocidades intermedias. Sé que mi nave personal puede volar mucho más rápido, pero “¿qué apuro hay?”, me dije, “sólo me encuentro con Edno en el café del downtown, nadie se quema”. La música –una selección de clásicos– que brota de las paredes es un hallazgo, no hay mejor calidad de sonido para habitáculos compactos. Para completar el placer de la caída del sol, que ya se evidenciaba por el oeste, me prendí un Cardio10, ahora sí que es fantástico fumar, no hay humo y reduce el colesterol. Las agujas de la Catedral se recortaban negras sobre el cielo amarillo. De no ser porque ya estaba llegando con evidente retraso a mi cita, hubiera dado una vuelta más para disfrutar del paisaje. Los viernes tienen esa magia, se alargan al atardecer como haciéndonos el favor de unos minutos más.

Dejé mi C163 en la zona de detención correspondiente y caminé las dos cuadras que me separaban de mi amigo. Cuánto hacía que no caminaba y pensar que –según viejos archivos– hubo un tiempo en el que la gente no solo caminaba sino que hasta corría a propósito, sin huir de nadie. Qué raros hemos sido los humanos.

Edno me esperaba radiante como siempre. Su actitud ratificó dos cosas: mi calificación de “demasiado” y sus verdaderas intenciones.”Querida estás divina”, me dijo con su trompita reformada hace dos años delineada en azul. Lamenté no haber traído mis anteojos negros, así de brillante lucía Edno. Reitero que es un ser maravilloso y el mejor amigo que he tenido nunca. Será por eso que no pude decirle qué me parecieron, en verdad, sus botas nuevas de taco alto.

Ya en nuestro box, pedimos las bebidas. Edno aspiró una nueva variedad de cocaína que no crea adicción. “Un toque para empezar bien el viernes”, me dijo ofreciéndome –todavía no he dicho lo generoso que es Edno–. “No, gracias, ya sabés que no me gusta”. Después, y notablemente más achispado, empezó a contar sobre un megaproyecto edilicio en la zona norte del río. Él era el arquitecto a cargo de la obra. Orgullo y perfume de moda exudaba su piel en iguales proporciones. Me alegré por él. Cuando lo juzgué oportuno, traté de hablarle sobre algunos temas personales: pavadas sumamente importantes, esas cosas que uno piensa durante el día y necesita compartir casi con furia. Pero no pude, no me dejó meter ni un bocadillo, su verborrea no le permitía ni escuchar una coma ajena. “Tenemos que festejar”, repetía una y otra vez mientras le hacía señas a la camarera, una muchachita desleída con la calva pintada de verde. “Traenos otra vuelta”, le dijo, “pero del etiqueta negra”.

No sé cuánto estuve escuchando su éxtasis laboral que acompañaba con ademanes que abarcaban el mundo. Mientras tanto vagué por las otras mesas. En todas ellas, hombres, mujeres, o lo que fueran, gesticulaban y hablaban, -para mi gusto– en voz demasiado alta. Quise desesperadamente regresar a mi burbuja en el pent house del edificio más alto de la ciudad. Ninguna cara me seducía como para volver sobre ella, ninguna persona se me antojó interesante o curiosa.

Cuando volvía de mi recorrida visual mis ojos recalaron en la ventana de la cocina que daba al salón. Un hombre, sí, era un hombre, de pelo corto y castaño lavaba los platos con la mirada perdida en el chorro de agua. El contraste entre Edno y el ayudante de cocina era notable. Mientras que la acicalada figura de mi amigo me resultaba francamente repelente, el morocho de la cocina me atraía como un imán.

Miré a Edno, quien no aflojaba con su discurso exultante, las caras de la gente que nos rodeaban y se me hizo tangible una verdad apenas sospechada: no lograba encajar en aquel mundo bullicioso y altamente sofisticado; no había caso, por más que lo intentara me sentía fuera de tiempo, pasada de moda. Recordé, entonces, un calificativo del que, aunque desconocía el significado exacto, podía intuir me describía perfectamente.

Mientras me despedía de Edno y echaba una última mirada en dirección a la cocina entendí que en esta época de sólo presentes, era una mujer chapada a la antigua.



Safecreative
Código: 1007036732287
Enviado a PN el 5 de abril de 2008