domingo, 7 de noviembre de 2010

LOS TANGOS DE JOVITA

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No se cómo me acordé de Ringo, son esas cosas que pasan sin permiso, sin lógica ni razón. Será que extraño su franqueza y su lealtad casi brutales, no sé. Lo cierto es que hoy me descubrí pensando en Bonavena, en su estúpida muerte en el Mustang Ranch, en los Conforte, qué pibes pesados… Si se hubiera quedado acá, todavía compartiríamos, cada tanto, las ravioladas en Boedo, en casa de doña Dominga, donde, no más entrar, era como meterse entre la ropa -mezclado con el olor a tuco- un cacho de barrio porteño.

A Ringo le gustaban las sobremesas tanto como contar historias desopilantes, exageradas y también tiernitas. Las contaba con los ojos brillantes y ademanes torpes que dibujaban escenas en el aire. Era un chico pretendiendo llamar la atención, un chico de noventa y pico de kilos.

Fue él quien me contó la historia de Jovita.

Aquel domingo, la señora servía el café pelando, como de costumbre, y asentía con la cabeza cada palabra del hijo con la adoración pintada en la cara. “¿Nunca te conté de Jovita?”, me preguntó Ringo tocando mi brazo con su manaza. Creí adivinar, por su tono de voz, que ese recuerdo asustaba al campeón.

“Acá todos los pibes sabían tocar el piano, todos menos yo, en casa no había guita para bancar una profesora ¿no, vieja? Pero yo vigilaba la vereda desde la ventana del comedor esperando que Jovita entrara y saliera de los zaguanes de las casas vecinas con su carterita negra apretada contra el cuerpo y las partituras bajo el brazo. Era mas bien fiera, pelirroja, y se peinaba como con una banana de pelo sobre la frente, bueno, así se peinaban todas las minas, ¿te acordás? y usaba unos anteojitos puntudos de estrella de cine. Para mí era medio jovata, le calculo unos treinta y pico, pero tenía unas piernas que… ¡mamma mía!” Doña Dominga pasó por detrás de Ringo y le pegó un revés en la nuca como amonestándolo por el tenor de ese último recuerdo.

“Desde acá se oían los pianos aporreados por los chicos durante toda la tarde”, prosiguió Ringo y contó que volaban escalas, que sonaba Chopin o Beethoven, pero que al final de cada clase, Jovita arremetía con un tangazo, tal vez para divertir a sus alumnos o para demostrarles la versatilidad del piano. “Esa era la mejor parte, yo miraba el reloj y salía a la calle para esperar ese momento, a veces era ‘El choclo’ o ‘La cumparsita’, pero a mí me encantaba ‘Adiós Pampa mía’ ”.

Ringo sorbió un poco de café como para tomar envión y doña Dominga se sentó a su lado –creo que para protegerlo– a escuchar el final de la historia.

“Pero un día Jovita no volvió”, me dijo Ringo bajando la vista.

–Una pena de amor –acotó doña Dominga– eso fue lo que se comentó en el barrio. Parece que se enredó con un mal tipo que la engañó para sacarle unos ahorros. La pobre Jovita no volvió a salir de la casa –vivía por acá cerca– y al poquito tiempo se murió. Yo no la conocía mucho ¿sabe?, pero mi comadre escuchó que no estaba enferma ni nada, se murió de tristeza la pobre. Una lástima, era una buena mujer y tocaba lindo.

“Sí, a mí me dio pena y eso que era chico”, ¿qué tendría, vieja, diez años?”, continuó Ringo retomando el hilo, “pero las cosas no terminaron ahí: unos meses más tarde, sería un jueves, a eso de las tres, volví a escuchar ‘Adiós Pampa mía’ y salí como loco a la calle. Me fui arrimando a las puertas vecinas, apoyaba la oreja, pero no venía de ninguna casa en particular. No puedo explicar bien de dónde llegaba la música que sonaba igualito a como la tocaba ella. Me agarré un jabón tremendo y me vine corriendo para casa, ¿se acuerda vieja?

¬Doña Dominga le acarició la cabeza y terminó el cuento:
–¿Sabe? –me dijo– llegó blanco como un papel. Me contó lo de la música y yo lo quise tranquilizar, le dije que seguramente provenía de alguna casa un poco más alejada, pero no se conformó. Los días que siguieron yo misma escuché los tangos a la hora de la siesta y salí a la calle, mi comadre también los oyó y varios vecinos de por acá, lo mismo. Le digo más, el muchacho de la farmacia dijo que una noche vio a la profesora de piano caminando por la calle con la carterita negra apretada contra el cuerpo y las partituras bajo el brazo. Al principio todos estábamos como en ascuas, queriendo saber y no saber. Después la cosa fue raleando, nos olvidamos… hay tanto que hacer en la vida, pero dicen que todavía en algún zaguán de Boedo se escuchan, algún jueves a eso de las tres, los tangos de Jovita.


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Enviado a Perras Negras el 2 de junio de 2008. Consigna 121. El maestro de música. Menos de 600 palabras