lunes, 23 de agosto de 2010

HOMBRE DE VIENTO

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Lo traerá el viento… lo traerá el viento.

Mucho después de que todo pasara recordaría que aquella noche un susurro la había despertado.

Como siempre, se había acostado antes de la medianoche; tardó en dormirse porque el viento aporreaba la persiana de su cuarto con ese entrechocar de maderas intempestivo y violento que no le causaba un exagerado temor pero que la angustiaba porque tenía la convicción de que, aunque invisible, el aire animado de energía extrema causa estragos, lo mismo que el amor.

El cansancio o el contar desilusiones con piel de oveja la durmieron por un rato, pero luego algo la despertó. En ese momento culpó a los ruidos cada vez más fuertes que zamarreaban su ventana aunque más tarde, después de que todo pasara, admitiría que había sido aquella voz la responsable de su madrugada en vigilia.

Supo que ya no dormiría más y se levantó dispuesta a un café con leche que le abrigara el alma y le llenara la nariz de aromas queridos; tal vez hubieran quedado un par de galletitas dulces para amenizar la zozobra del sueño. Arrastrando las pantuflas llegó a la cocina y se felicitó por haber lavado los platos de la cena. De haber olido restos de comida su humor, ya vapuleado, se tornaría imposible y no habría manera de componer ese día que empezaba demasiado temprano. Parece mentira como pequeños detalles intrascendentes son vitales a la hora de armar el rompecabezas diario. Esas aparentes nimiedades son las que nos hacen tan complejos y tan distintos los unos de los otros.

Sin pensar, como un acto reflejo, corrió la cortina de la ventana y, miró sin prestar atención por suponer que el jardín seguiría igual que siempre. Fue entonces cuando se le cayó la cuchara con estrépito inusual y su boca se abrió en un grito que le quedó atrapado en la garganta: a la luz lechosa del alba, denso y furioso, un enorme remolino de hojas secas giraba en medio del patio de baldosas rojas que limitaba el césped. Dictaminó un fenómeno meteorológico extremadamente local y salió como loca con el afán de salvar la ropa que, colgada de la soga, se bamboleaba casi queriendo volar.

También recordaría más tarde que lo que pasó luego no sucedió inmediatamente, se fue gestando durante un par de minutos durante los cuales cayó sentada sobre las baldosas rojas con un par de bombachas resecas aferradas al pecho y cuatro broches de madera en los bolsillos del salto de cama que se le clavaban en la cadera sin que ella atinara a modificar esta situación. El remolino, cada vez más corpóreo y más macizo, fue creciendo en altura y densidad hasta qué, luego de un par de volutas más agitadas y entre dos espasmos, parió un hombre vestido de hojas secas que aterrizó junto a ella medio atontado.

–¿Quién sos, de dónde venís?– preguntó ella
–No se quién soy– le dijo él –tampoco sé de dónde vengo, sólo tengo en la mente una misión que cumplir pero ni siquiera recuerdo de qué se trata.

Ella reparó en la vestimenta vegetal del hombre y en su evidente turbación. Parecía genuinamente preocupado y se lo veía desprotegido, solo. Venciendo algunos reparos lo invitó a pasar a la casa animada por un deseo de proteger que la invadió de repente como cuando uno se topa con un animal herido.

–Vení, entremos, te traigo una frazada o algo para que te tapes, acá hace frío.

El perfume del café que inundaba la cocina pareció reanimar al hombre quien envuelto en una colcha floreada se sentó a la mesa y aguardó sin hablar. Sus ojos descubrían las cosas por primera vez y no parecía tener conciencia de su desnudez, tan así, que tardó unos segundos en cubrirse.

Ella recordaría, mucho más tarde, cuando ya hubiera aprendido a evocarlo, que en ese momento le pareció un náufrago; una de esas personas olvidadas por años en una isla desierta que apenas si pueden reconocer los nombres de las cosas más vanas; casi un inocente que debe emplear una mayéutica ante cada objeto descubierto.

Él actuó con naturalidad como si ese café, esa cocina, esa casa y esa mujer le hubieran sido dados por un ser superior o formaran parte de un plan supremo de imposible comprensión. No se cuestionó lo extraño de la situación. Ella tampoco lo hizo. Por el contrario, estaba entre feliz y azorada de tener en su casa a aquel hombre de viento. Habían resultado compatibles: ella disfrutaba enseñando lo obvio y él aprendiendo hasta el detalle más trivial. Pronto se hallaron compartiendo la cama y las risas. A él hubo que explicarle qué era reír y eso que ella apenas si lo recordaba.

Los días se poblaron de cotidianeidad, uno estaba en la historia del otro como si se hubieran pertenecido siempre. Ya conocían cuáles eran los gustos y las preferencias de cada uno y no era difícil sorprenderlos en gestos de amor: ella le acariciaba la cara sin motivo aparente o él le besaba el hombro cuando pasaba cerca.

Hasta que volvió el viento. Y no hubo palabras que explicaran nada aunque ambos supieron que él se iría. Esa noche de dolor y de ventanas aporreadas con furia el inevitable remolino de aire y hojas secas volvió a enroscarse en el patio de baldosas rojas que limita el césped. Ambos se unieron en mudo abrazo y en medio segundo él, simplemente, desapareció entre dos giros.

Mucho tiempo después cuando ella ya había aprendido a esperarlo recordaría que en ese instante de absoluta tristeza volvió a escuchar aquella voz que le susurró al oído: “Ya no llores, volverá con el viento”.

Safecreative Código: 1008237128091

Enviado a PN el 14 de enero de 2009. Consigna 146: Lo que dejó el viento. Libre

6 comentarios:

Alejandro Luque dijo...

No recordaba este relato que está muy bien. Tiene todos los componentes que hacen, para mí, de una historia mínima sobre un encuentro misterioso, un fresco profundo de emociones y lugares y sonidos y olores extraños y a la vez muy familiares.

Un cuento que, en lo personal, revisitaría para darle a cada párrafo el toque necesario que los pondría al mismo nivel del que me pareció el mejor por la fuerza de su resumida justeza y vuelo:
"Ella recordaría, mucho más tarde, cuando ya hubiera aprendido a evocarlo, que en ese momento le pareció un náufrago; una de esas personas olvidadas por años en una isla desierta que apenas si pueden reconocer los nombres de las cosas más vanas; casi un inocente que debe emplear una mayéutica ante cada objeto descubierto.

Es un cuento que se transita de la mano y la ilusión de la protagonista sin poder dejar de sentir la inevitable empatía por ese abandono anunciado que azota desde el principio, y que es la espera de reencontrarse con un amado amante perdido. Una clara metáfora del encuentro con el ideal y el sino indeleble del desencuentro.

Revisitalo, haceme caso, que está muy bueno.

Melissa A. dijo...

Para mí no fue un corto cuento, en la simplicidad de cada detalle me encontré y no fue un casual encuentro, yo también tuve a alguien que se llevó el viento y que aún espero.
Excelente Rosario; desde hoy me declaro lectora asidua de tus textos

JhonBarc dijo...

Me hizo recordar a los elefantes cuando muere uno de ellos y se quedan junto al cuerpo como si les costase separarse de él.
No recuerdo haberlo leído en PN (pero claro, acabo de cumplir 32 y ya el cerebro no es lo que era jejeje).
Me encantó haberlo leído (¿Ó releído?).
Ya pasé mi blog de wordpress a blogspot, de hecho resucité mi viejo "horas flacas".

Un abrazo.

JhonBarc dijo...

Acabo de darme cuenta de que mi comentario está en este relato. Cuando yo comentaba "A tu salud!".
Misterios de blogspot? Me hago más tonto con los años?

Buah!!!

Anónimo dijo...

hay algo en este relato que coincide con alguna experiencia interna visitada en forma recurrente.

Rosario Collico dijo...

Anónimo,todo cuento tiene vestigios del alma de su autor. En mi caso, siempre me gustaron los movimientos ciclostróficos.