martes, 1 de junio de 2010

UNA CUESTIÓN DE LÍMITES

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En un solo segundo toda mi vida orlada de mesura me pasó delante de los ojos.

Tiré las llaves sobre la mesita del recibidor. Me gusta el sonido del metal contra la madera, suena a casa o a seguridad; si no lo escucho es que aún no he llegado. Me saqué los zapatos que dibujaron una zancada muda sobre la alfombra y corrí al baño. La manía de usar sólo el propio alguna vez me va a causar un accidente. Me acordé entonces de una historia cierta o falsa sobre un astrónomo del renacimiento quien, durante una cena de gala, murió con la vejiga reventada por no levantarse de la mesa de su rey. Con el placer asomado a las ventanas de mis ojos entornados me relajé y pensé en la cita de esa noche. En la vida de una soltera de casi cuarenta, una segunda cita huele a milagro.

Abrí la ducha, busqué, tanteando con la mano, la temperatura correcta y dediqué el tiempo de enjabonamiento y shampoo a dilucidar qué ropa sería la apropiada. Pasé revista mental de mi placard y fui descartando conjuntos ya por osados o por demasiado santurrones. Para cuando cerré las canillas me había decidido por un par de pantalones y una camisa negra con un lindo escote. Una elección que podría calificarse como seductoramente formal. Pensé en que para cortar el negro tanto los zapatos como la cartera podrían ser, y lo serían, rojos.

La cita era a las diez. Pasaría a buscarme en su auto. Habíamos convenido en ir a cenar en algún lugar tranquilo. Barajé la posibilidad de dormir media hora pero la descarté enseguida y cambié el sueño breve y reparador por tiempo para pintarme la uñas.

Comí una fruta para no llegar con hambre a la cena y a la hora señalada estaba lista.

A las diez en punto llegó el señor y ese detalle me alegró, pocas cosas me incomodan más que esperar. Es que una está tan arregladita, tan pendiente de que no se malogre el peinado o de que no se corran las medias que no se sabe si sentarse, si pararse o qué.

“Por fin un caballero”, pensé cuando lo descubrí, parado en la vereda, esperándome fuera del auto. Intercambiamos saludos, me tomó de la mano y exclamó: “¡Qué hermosa estás!” mientras me miraba con atención. “Preciosa la blusa, muy elegante”, agregó mientras cerraba la puerta después de ayudarme a entrar en el auto.

Aprecié tanto su riquísimo perfume como el interior impecable del auto. “Todo pinta bien”, me dije y uní este pensamiento a un poco razonado cruzamiento de dedos. “¿Adónde vamos?”, preguntó, ¿qué tenés ganas de comer? Después de dudar unos minutos y gracias a mi amor por las pastas acordamos ir a un restaurante italiano del que ambos teníamos buenas referencias.

Para estas alturas y, por experiencias previas, una empieza a esperar cuál será el momento en el que saltará la liebre o, en otras palabras, en cuantos minutos más algo que diga o que haga restará puntos al nuevo pretendiente. Las ideas hormiguean en varios planos, suben y bajan escaleras, escalan de un nivel a otro y se deslizan rápidamente por toboganes mentales. Mientras se escucha con atención, se responde eligiendo meticulosamente las palabras y se elige el vino encendemos el detector de mentiras, el cerebro inicia un protocolo de comparaciones con situaciones similares, pasamos un scanner de alta precisión por ojos, dientes y manos y se abre un archivo mental con el nombre del fulano donde guardamos los datos recogidos para ser analizados más tarde.

Las alertas instaladas no sonaron, los sensores se acallaron con la charla y después de pedir ravioles de calabaza para mí y sorrentinos de mozzarella para él me dispuse a disfrutar de la velada y a reírme secretamente de mi paranoia.

Para cuando llegaron los postres el vino había hecho su trabajo; hablábamos abiertamente sobre nuestro pasado de perdedores y empezaba a develarse nuestro costado ruin:

“Yo robo bolsas transparentes en los supermercados, las uso para guardar los pulóveres o para meter los zapatos en la valija cuando salgo de viaje”, dije yo.
“Confieso que veo los programas de chimentos que repiten de madrugada”, dijo él.
“Me gusta andar desnuda por mi casa y no me importa si tengo las ventanas abiertas”, dije cuando me tocó el turno.
“Soy adicto al Mantecol”, retrucó.
“Una vez le rayé auto con una llave a un vecino mal educado que se obstinaba en estacionar su auto demasiado cerca del mío”, revelé por primera vez en la vida.

Tomó un sorbo de vino como para tomar coraje y soltó:
–Solo en la intimidad me fascina vestirme de mujer. Me encantaría revolver tu placard y probarme toda tu ropa.

Si esta película hubiera tenido una melodía de fondo, se habrían escuchado los discordantes sonidos que preceden a una escena de terror.

En un solo segundo toda mi vida orlada de mesura me pasó delante de los ojos.

Retumbaron en mis orejas las lecciones de urbanidad que la hermana Aurelia nos repetía una vez por semana a las nenas de séptimo: “…Tino y prudencia en la mente, finura en los modales, prudencia en el lenguaje…” Se cruzaron en ese instante mis normas de buena conducta, mi terror al ridículo, mi fanatismo por el bajo perfil. Me repetí que era una dama y que odiaba los papelones, revisé mi colección de modales. Sopesé en nanosegundos los pro y los contra de mis acciones futuras. Tuve claro que lo que haría estaba perfectamente calculado y que no me guiaba la furia como la desilusión y el tiempo perdido. Me levanté de la silla, sonreí brevemente, tomé mi cartera roja y con toda precisión dije alzando la voz:

–Ah, pero entonces vos un putito.

No llegó a ser un grito pero lo dije en voz alta. Los comensales cercanos se dieron cuenta de que algo fuera de lo habitual pasaba hicieron silencio y dejaron los cubiertos sobre los platos. Sólo una tos perdida se escuchó en el fondo del restaurant.


–Mirá Roberto –le dije antes de irme– a mí me gustan las cosas claras y ese pequeño detalle tuyo debieras haberlo revelado al principio de nuestras conversaciones. Te puedo admitir las veleidades de un metro sexual incluso las perfección de tus uñas, ¿manicuradas, verdad? Puedo ser muy amplia de criterio pero todo tiene un límite: mi ropa, querido, mi ropa no se la presto a nadie.

safecreative Código: 1006016481153

2 comentarios:

Amanda Stein dijo...

Hay límites infranqueables. Lo que sím dudo que en mi placard encuentre algo interasante :-)
Besos

Rosario Collico dijo...

Amanda, tengo poco pero bueno y ni en pedo se lo prestaría a uno de estos dress-crossing. Gracias por leer. besos