viernes, 21 de agosto de 2009

TATOO



Sentado en un asiento del lado de la ventanilla alternaba mi atención entre la fauna que poblaba el 522 y el paisaje tantas veces repetido de Agraciada, de la rotonda del Palacio Legislativo y de la calle Yaguarón.

Me quedé colgado de un hombre, un flaquito fibroso de camisa roja, sería jubilado, quiero suponer, nada más por lo apacible, porque a las claras se notaba que no debía llegar temprano a ningún lado. El viejo, parado y sin inmutarse, con el vehículo en movimiento servía un mate dejando caer del termo un chorrito de agua caliente justo en el hueco donde se hundía la bombilla. Pude apreciar el prolijo acomodamiento de la yerba apoyada sobre la pared del mate, pensé en puentes y en diques, en grandes obras de ingeniería. Ignorando vaivenes y frenadas no derramó ni una gota. Finalizada la tarea acomodó el termo bajo el brazo y se dedicó a chupar el brebaje verde con la mirada clavada en la nada. Lo envidié porque nunca me animaría a cebar en esas condiciones y muchos menos justo delante del cartel que rezaba “Prohibido tomar mate”.

Unos minutos más tarde subió un vendedor de caramelos. Debo reconocerle la inventiva: sobre una tabla de madera con una manija que le permitía llevarla como si fuera una valija, tenía prendidas un montón de bolsitas de colores. Anunció con rima imposible, caramelos Sabala, de leche, de menta, ácidos, ticholos, chicles y hasta Mantecol. Increíblemente tuvo éxito, a pesar de la dudosa asepsia de las mercancías, dos pasajeras compraron sendas bolsitas.

La parada siguiente era la mía: 18 de julio. Suelo apresurarme para bajar primero, no sé bien porqué, un atavismo, qué se yo, pero una chica de pelo corto se me adelantó. De inmediato la califiqué de ventajera y taimada. Se abrieron las puertas y ella descendió un escalón. Yo bajé la vista para iniciar mi salida sin tropiezos. Por eso vi lo que vi y pasó lo que pasó.

En el sencillo acto de desprenderse del ómnibus su pierna izquierda me hipnotizó, simplemente me hipnotizó. Tenía una especie de inscripción que intuí china, un ideograma negro grabado a fuego y tinta sobre el tostado de su pantorrilla que venció mi voluntad para emprender cualquier otra cosa que no fuera ir tras ella. La palabra, vertical e incomprensible, comenzaba a media pierna para finalizar en el perfil de su tobillo de potranca fina. Fue inevitable, no pude resistir la orden de la carne firme, el mandato de los músculos tensos recortados por la contracción del paso bajo la tirantez de su piel. Acaté su ley ciego sordo y mudo a cualquier otro estímulo externo o interno. Olvidé por completo porqué había viajado hasta allí, ignoraba si debía cruzar la avenida o la calle Yaguarón. No sabía si me esperaban, si era de mañana o de tarde, si era temprano o tarde, –temprano o tarde ¿para qué?–. Creo que era jueves.

Solo supe que mi única misión en la vida era seguir aquella pantorrilla con luz propia que ya doblaba por 18 como quien va para la Ciudad Vieja. Salí del momentáneo estupor que obnubilaba mis coordenadas porque reconocí el Palacio Salvo recortado sobre el cielo azul sin nubes. No cuestioné el trazado de su itinerario, no sabía si era un deber o un capricho. Solo caminaba tras ella tratando de no perderla entre el mar de montevideanos y extranjeros que cubría los baldosones de granito rosado de la vereda.

Crucé Río Negro en rojo y casi me pisa un 427. No era mi hora, una viejita se persignó por el milagro mientras decía “diosmío”. La silueta blanca y roja del colectivo pasó ante mí como una pared móvil que por una fracción temporal muy breve me cerró el paso y la visual. Mínima interrupción del tiempo y del espacio que sin embargo desesperó mi corazón: advertí que había perdido la pierna de mis amores. Suspiré aliviado cuando la divisé a lo lejos entre otras muchas piernas desnudas y vestidas.

Apuré el paso tratando de remedar el suyo. Juré ser precavido al cruzar Convención. El tatuaje seguía su camino hacia la Plaza Independencia, sin quererlo me llevaba a uno de mis lugares favoritos. Adivinaba en el aire brumoso la cercanía del agua por ese dejo a resaca salobre que se pegó a mi cara como una telaraña. Una o dos gaviotas remontando el viento confirmaron la sensación marina.

A velocidad constante, la dueña de la pierna rodeó por un costado la estatua de Artigas y como quien entra a su casa pasó bajo la puerta de La Ciudadela. Sin objetar ni un milímetro el recorrido pase, a mi vez, a través de la vieja entrada de la ciudad.

Levanté la vista para buscar mi norte y no vi el ideograma que me tenía enajenado, la vi en cambio a ella recostada sobre un auto estacionado. Bueno, creí que era ella a juzgar por la ropa y por los detalles generales que venía observando desde hacía ya un rato largo. Confieso que –como un loco- me acerqué buscando la rara escritura negra en su pierna izquierda para no cometer un error. Ella me miró con sus ojos de relámpago. Esa es la mejor manera de describirlos porque eran grises y emitían algún fulgor misterioso.
–Me estás siguiendo ¿no es cierto?
–Perdón, mil perdones, no es mi intención molestarte y mucho menos asustarte; no sé qué me pasó. Te vi, mejor dicho vi tu pierna cuando bajabas del 522 y desde ese mismo momento no he podido resistir el mandato de ir tras tus pasos. Esa inscripción inentendible –le dije señalando el ideograma– me ató una cuerda al pescuezo; si no te sigo, hubiera muerto ahorcado en la mitad de la calle. Por favor, aclarame: ¿Qué dice tu pantorrilla?

Ella se rió llevando con gesto fresco una mano a la frente.
–No espero que lo creas –me susurró su boca muy cerca de mi oreja–, has sido obediente, el tatuaje dice: “Sígueme”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy, muy bueno. Me encanta.

Rosario Collico dijo...

Gracias Angus, no había visto tu comentario hasta hoy.
Rosario