lunes, 28 de diciembre de 2009

EL CUERVO

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Afuera, la silueta de un cuervo posado en una rama se recortaba contra el redondel de la luna; adentro, la oscuridad me devolvió a Leonora.

Ella entró en mi habitación. Como siempre, me perturbó su soltura, su dejadez animal que le permitía deslizarse, como un gato, entre despreocupada y orgullosa. Solo la cubría la clara sedosidad de su piel. Derramó su mirada verde desde mi cabeza hasta mis pies; adiviné en sus ojos una intención desconocida, prevenido quizás, por sus párpados entrecerrados y una sonrisa enigmática.

Me detuve en el centro del cuarto y ella me rodeó, diría que casi me rozó al pasar. Su perfume me tendió la trampa de la que ya era cautivo. Lo cierto es que, en ese momento, pareció ignorarme; abrió la cama y señalándola con un índice despótico me dijo:

- Sacate la ropa y acostate boca abajo.

Obedecí mientras Leonora encendía una vela, apagaba la luz y se demoraba en la búsqueda de algo sobre lo que no supe hasta minutos después. Sin mediar palabra se sentó “a caballo” sobre mis muslos. Pude sentir el calor de sus piernas y la suavidad de su vello; una mezcla de excitación y curiosidad me invadió de inmediato.

Muda, derramó una sustancia oleosa y cítrica sobre mi espalda. Sus manos iniciaron una labor minuciosa deteniéndose en cada músculo, sobando sus límites, masajeando, golpeando, recorriéndome desde la nuca hasta la cintura en una suerte de camino tan resbaloso como sensual. Desarmó, uno a uno, los nudos liados por las tensiones y la tristeza reciente. Enredó mis vértebras entre los ochos que trazaban sus dedos. Me fui aflojando, relajando; podría haberme dormido de no ser porque ella seguía sentada sobre mí. Cada vez que estiraba sus brazos para alcanzar mis hombros apoyaba sobre mi espalda sus pezones que, repetían –con dilay de un segundo- los movimientos de ella y trazaban sobre mi piel la escritura de un dios. Percibía con claridad su aliento cuando estirándose masajeaba mi cuello. Recuerdo la punta de su nariz sobre mi oreja; su respiración reposada, su exquisito silencio.

La oscuridad no era completa, la flama se duplicaba en el espejo que cubría las puertas del placard. Con el rabillo del ojo miraba el reflejo de Leonora. La imagen no podía ser más sensorial, ni más inquietante: una amazona de pelo largo y cobrizo sobre mí: un oscuro animal rendido. Quería grabar en mi retina su perfil, su melena que recobraba los fulgores de la llama y la perfecta geometría de sus nalgas. Pensé: “de tener talento, plasmaría esa imagen en un lienzo”.

De pronto se ubicó un poco más atrás y, untándose nuevamente las manos, se dedicó a mis glúteos, los amasó con cierta agresividad que disfruté en medio de sensaciones turbadoras. Se consagró luego a mis piernas, deteniéndose en gemelos y tobillos hasta lograr que olvidaran todos los caminos recorridos. Por último se abocó a mis pies. No puedo recordar algo más maravilloso.

Mi cuerpo era una mezcla de nubes y deseo. Ignoro cuánto tiempo pasó desde que comenzara su amorosa tarea pero noté que la vela ya se había consumido considerablemente. En esos cálculos estaba cuando ella susurró en mi oído:

-Date vuelta.

Mansamente acaté su mandato, podría haberme pedido que me tirara por la ventana que también hubiera accedido sin chistar. Arrodillada sobre la cama, volvió a mirarme, reparé en la simetría mágica de su torso y en la concavidad de su abdomen. Lentamente se acostó sobre mí, me besó profundamente en la boca, como sólo ella sabía hacerlo y luego pasó su lengua por mi garganta. Armó un camino descendente de besos pequeños –como pellizcos- que alcanzó mi ombligo y llegó a mi pene que para ese momento se elevaba tenso. Lo besó, lo lamió y lo guardó en su boca mientras acariciaba mis testículos. Confieso que no podía aguantar más, necesitaba entrar en ella imperiosamente. Así lo entendió porque dijo:

-Ahora te toca a vos- y rodó sobre la cama sujetándome en su abrazo hasta quedar abierta para mí. Pese al relax previo no tardé ni un segundo en penetrarla. Me rodeó con sus piernas mientras yo empujaba con una violencia desconocida. Estaba claro que ese masaje sensual había sido un regalo prodigado para ambos ya que rápidamente su respiración se aceleró y arqueó su espalda (¡qué línea tan hermosa trazó su cuello!) gritando mi nombre. Caímos los dos, flojos, laxos, felices, satisfechos, cómplices, amados, uno solo en dos.

La miré, tenía el pelo desordenado sobre la almohada y su piel era bronce a la luz naranja de la vela. Jamás -y eso que he vivido- había sentido algo así por una mujer. “Esto es, sin dudas, el amor”, pensé. Entre dos besos le pregunté:

-¿Leonora, cuándo volverás?
-Nunca más.

El graznido de un cuervo rayó el silencio del amanecer. Desperté desconsolado y solo; me senté en la cama revuelta empapado de sudor. El semen se pegoteaba entre las sábanas y tenía el rostro mojado por las lágrimas. Creí percibir en el aire un leve aroma de naranjas.

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Este cuento fue publicado en Perras Negras el 1º de nov 2007 bajo la consigna "Cuento erótico" y está inspirado en el poema "El cuervo" de Edgar Allan Poe.
Protegido por safecreative

EL CUERVO
Edgar Allan Poe
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)

UNA VEZ, AL filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

imagen:http://enunlugardelared.files.wordpress.com/2009/04/cuervo-2.jpg

2 comentarios:

letra de tango dijo...

Genial Rosario, me encantó y estoy pensando en incluirlo en mi repertorio, previo acuerto de la autora.
Qué bien me hizo empezar el día leyéndote, siempre un placer

besos

Rosario Collico dijo...

Haydée, como siempre digo, gracias por leer. Sin Perras Negras se hace más complicado y vos siempre estás. Gracias.