domingo, 13 de diciembre de 2009

LA TRAMPA DE PUERTO BLEST



“Hablá mamá, decime la verdad”


Aunque la verdad no había sido dicha hasta ese día y ni siquiera era una verdad concreta –solo un montón de cabos sueltos, voces deshilachadas, precisiones desdibujadas por la cola del tiempo– él la intuyó por siempre. Se había sentido distinto a todos desde que tenía memoria y se mantuvo reacio al amor que el familión se obstinaba en prodigarle. Ni siquiera había llorado en el funeral de su padre. Hay cosas que están dentro de uno, que no han llegado a través de las palabras ni se han leído en documentos con la firma de un notario, que poseen la contundencia del hierro. Son certezas que, aunque el universo las niegue, tienen en quien habitan la validez del propio reflejo.

Los últimos dos años habían tenido la crueldad de un tornado tal vez para oponerse a la benevolencia de los anteriores treinta y cuatro. De pronto le estalló en plena cara una crisis de identidad que incluyó detectives, psicólogos y abogados. Todavía, casi dos años después, no había perspectivas de solución.

Roberto era el típico niño bien, educado en los mejores colegios y acostumbrado a que sus menores caprichos fueran satisfechos. Como era previsible terminó ocupando un lugar de privilegio en la empresa familiar y casado con una reina de belleza cuyo amor duró sólo lo suficiente para darle a Teo, el hijo de ambos, el único ser en cuyos ojos podía reconocerse. “Son igualitos”, le decían cuando estaban juntos y él explotaba de orgullo porque nunca antes había sido igualito a nadie.

“Hablá mamá, decime la verdad”

Hasta el día de la revelación de su madre todo había sido una sensación furtiva oculta tras el ademán como de espantar moscas que se dibuja en el aire ante un malestar pasajero con la vana intención –ni siquiera mencionada- de no lastimarse. Recordaba alguna lejana conversación entre sus tíos pescada de contrabando durante una tarde de verano que, aunque abonaba la bola negra que crecía en su interior, había decidido ignorar. Y algo más: aquella visión en la Terminal de micros de Retiro, cuando tendría catorce o quince años, la cara de aquel chico desconocido -su propia cara en realidad- pegada a la ventanilla del ómnibus que se iba a Córdoba que no había podido olvidar. Tal vez las cosas hubieran seguido así, en una continua negación, si el destino, tan despiadado como inexorable, no le hubiera tendido la trampa de Puerto Blest.

En enero de 2006, todavía casado con Helena y en un intento de salvar el matrimonio (que ni un viaje a la Luna hubiera logrado componer), eligió Bariloche como destino de vacaciones. Roberto pensó que el ambiente diferente, las bellezas naturales y la propuesta de una no rutina devolverían algún rescoldo a una pasión extinguida. Nada de eso pasó, un gesto de asco perpetuo se instaló en la cara de Helena ni bien despegó el avión y permaneció allí hasta el regreso a Buenos Aires. Pero como ya estaban en el baile, y había que bailar, concertaron la excursión a Puerto Blest.

No obstante el sol hacía frío. Se felicitó por haber llevado la campera; compró los tickets y se dispusieron en el último lugar de la fila de turistas que, como ellos, pretendían subir a la embarcación que los llevaría a través de uno de los brazos del Nahuel Huapí hasta ese puerto recóndito, perdido entre las montañas.

Nunca pensó, al subir la escala, que su interés por navegar el Blest se desvanecería en los segundos siguientes cuando la guía de turismo que les daba la bienvenida, le dijo:

–¿Otra vez por acá, tanto le impactó el paseo?
–No entiendo– dijo Roberto desconcertado.
–Se lo pregunto porque es raro que un turista haga la misma excursión dos días seguidos, como usted vino ayer…
–Yo no vine ayer. Nunca había estado aquí antes.
–Entonces tiene un doble. Búsquelo, no debe andar lejos –dijo la mujer con una risotada final y de inmediato tomó el micrófono para darles a los pasajeros las instrucciones de la zarpada.

No pudo explicar, en ese momento, la desolación helada que se le montó en el alma. Nada, ni el azul profundo del agua, ni la tumba del Perito Moreno, ni la fantasmal presencia de la cumbre del Tronador, eternamente festoneada de nubes negras, logró sacarlo de su abstracción. Sólo quería volver a la ciudad para mirarse al espejo o para buscar al otro.

Esa noche, en el restaurant, el mozo lo saludó con demasiada afabilidad. Roberto le preguntó:
–¿Nos conocemos?
–Sí, bueno, en realidad no, usted vino hace unos días y yo lo atendí, me acuerdo porque me dejó una buena propina.

Roberto no pudo probar la pizza de tomate y roquefort, sólo jugueteó con la porción en su plato. Intentó explicarle a Helena lo que creía que estaba pasando, pero ella estaba lejos de allí, hablando por celular quién sabe con quién. De inmediato pensó que era una suerte no haberle dicho nada a su mujer ya que jamás le había planteado sus temores, sabía de antemano que la respuesta de la reina de belleza sería: “Roberto, no rompas más, ¿querés?”

Los dos días siguientes los pasó ensimismado, rumiando conjeturas, buscando –en las veredas, en el interior de los autos, en las ventanas de las casas y en los lobbys de los hoteles– su cara en otro hombre. Un nuevo incidente, parecido a los anteriores, puso otro ladrillo a su teoría: Se probaba un sweater verde, de micropail, especial para esquiar, cuando la vendedora le preguntó:
–¿Usted ya lo llevó en azul, no es cierto?

Cuando el avión llegó al Aeroparque, no respetó la fila de los taxis, puso a Helena en uno y él se tomó el siguiente auto, sin más explicaciones que: “Tengo que ver a mamá”

“Hablá mamá, decime la verdad”, le dijo a su madre aquella noche con la decisión de quien no se va sin saber.

La anciana trató de eludir la respuesta, pero al mirar a Roberto a los ojos entendió que la farsa se había terminado; sólo pudo llorar con las manos sobre su cara.

–Tu padre no quiso darme detalles, siempre que le preguntaba se ponía tenso y al final aprendí a no hacerlo más. Nosotros no podíamos tener hijos y en esa época no existían las técnicas de ahora. Sólo sé que una noche, llegó de viaje desde Córdoba, creo, y te trajo envuelto en una manta celeste. Nunca quiso que te dijéramos nada, no se estilaba en aquel entonces. Yo respeté su deseo porque me había dado lo que yo tanto quería.
–¿Y vos, no quisiste saber más?,¿qué hago yo ahora?,¿quién soy?, ¿tengo hermanos? Vieja, hay alguien igual a mí, tengo que saber, tengo que encontrarlo. Me voy a volver loco si no armo bien mi rompecabezas…
–¡Sí!, de eso me acuerdo –lo interrumpió la mujer como rescatando una visión casi borrada–, él me dijo aquella noche, y recuerdo que a tu padre se le atragantaron las palabras como si quisiera despojarse del recuerdo, que tu madre había muerto y que tenías un hermano gemelo que se lo llevó otra persona. Pero más vale no revolver, Roberto, ¿para qué querés saber?
–Mamá, hace treinta y cuatro años que vivo la vida de otro. Necesito saber quién soy, buscar mis orígenes, encontrar el rastro de mi sangre. Tengo que darle a Teo una historia real, mi historia tiene que ser real. Tal vez no lo entiendas, vieja, pero es una tarea ineludible que tengo que empezar ahora.

La consigna de este cuento era "lazos de sangre"

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