lunes, 22 de febrero de 2010

BYE BYE, MADRID

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El vuelo 1134 de Aerolíneas Argentinas con destino Barajas transcurría sin novedades: buena meteorología, ningún retraso ni desperfectos de último momento, y el loco declarado, que inevitablemente se cuela entre el pasaje, había perdido el avión.

El comandante Ricardo Lucerna sólo disfrutaba de aterrizajes y despegues. Esos momentos, aun después de tantos años, seguían siendo el motor de la adrenalina que se descargaba justo entre sus ojos. Ojos profundos, oscuros que alternaban el foco de atención entre la pista asignada ese día por el plan de vuelo y el monitoreo de los instrumentos de navegación. El tren de aterrizaje era el comienzo o el fin de lo único que lo mantenía interesado en su trabajo como el primer día. El resto, pura rutina por lo que durante los larguísimos tramos sobre la nada azul o negra, Ricardo y sus compañeros mataban el tiempo leyendo, durmiendo o pensando. Durante ese viaje, más que en ningún otro, Ricardo pensó.

Estaba aburrido de su vida de comandante; no era que le pagaran mal, no, todo lo contrario, vivía bien, pero ese continuo ir y venir, ese cambio de horarios y geografías, esa aparente no rutina, lo habían alejado de amigos, de olores y colores, de sus hijos. Se sentía desfasado, ni aquí ni allá, ni en miércoles ni en jueves. Al recuento de pérdidas había que sumar dos matrimonios fallidos. Siéndose franco por primera vez, allí, suspendido entre dos aeropuertos se dijo: “Estoy solo”. Tan solo que de haber podido vencer la vergüenza de mostrarse débil frente a sus subalternos, hubiera llorado.

Hizo el ademán de espantar una mosca como borrando esos pensamientos oscuros. “Tal vez”, aventuró, “pueda arreglar algo con Madelaine para esta noche, siempre y cuando su vuelo de Air France no se retrase”. Qué buena que estaba Madelaine, con esas piernas tan largas. Pero lo que tenía de linda lo tenía de distante. Qué mina fría, parecía que nada terminaba de conmoverla. Su relación con la francesa era tan poco asidua, tan nada cotidiana… era casi una desconocida. Lo mismo que la morocha de Tam o aquella chiquita del mostrador de Iberia. En un ramalazo de claridad se dio cuenta de su hartazgo de las Madelaine de Tam, de las chiquitas de Air France, y de las morochas de Iberia. Estaba podrido de que le diera igual una que otra y que más allá de buen sexo –del que se jactaba– no pudiera hablar con ellas ni una palabra, por cuestiones idiomáticas, sociales o etarias… cada vez se sentía más paternal, por no decir más grande.

El inicio de la maniobra de aproximación a la pista de Barajas lo sacó de sus remolinos internos y se concentró –ya casi sobre la cabecera de pista– en disminuir la velocidad y la altura y en modificar el ángulo de los flaps. “OK”, respondió a la última indicación de la torre de control mientras corregía en dos grados la inclinación del ala izquierda. El aterrizaje fue muy suave, perfecto, de no ser por un vientito arrachado que, imperceptiblemente le corcoveó el avión un metro antes de tocar tierra. Imaginó, Ricardo, el oprobioso aplauso con el que los argentinos suelen festejar estas cosas y una sonrisa irónica se dibujó en su boca. “Qué boludos”, se dijo una vez más.

La noche de Madrid fue un fracaso. No pudo o no quiso encontrarse con Madelaine. La muchacha del mostrador de Iberia lo miró con ojos de hambre, pero él bajó la mirada hasta encontrar en el piso su maleta negra y allí la dejó clavada.

La mañana siguiente, el cielo madrileño tenía el azul frío de las viejas postales pero Ricardo no lo notó. Sólo se alegró porque tales condiciones meteorológicas lo alejarían más rápido de allí. “Bye Bye, Madrid”, pensó con amarga felicidad.

Pronto, el Airbus A330 carreteó hacia la posición de despegue. El comandante aumentó la velocidad, levantó la nariz del avión y desplegó los flaps. Volvió a sentir esa mezcla de alegría y angustia, esa mordida en el estómago que revela la ausencia de tierra firme. Listo, trabajo terminado, podía volver a sus cavilaciones que habían seguido bullendo entre las sábanas la noche anterior.

“Algo tengo que hacer, hay cosas que no puedo posponer”, se dijo, tratando de ordenar sus ideas. Tomó nota mental de algunas decisiones inapelables: dejar los vuelos internacionales y pasar a cabotaje, “es cierto que ganaré menos”, se dijo, “pero necesito dormirme y amanecer en mi cama”. Quería recobrar la relación con sus hijos, que no fuera tan milagroso encontrarse con ellos, que resultara cosa de todos los días, “¿es tanto pedir?”, pensó mientras revisaba el velocímetro.

También quería una mujer, no una azafata de veinte años, le iría mejor alguien que se adaptara a sus cuarenta y siete. Si bien su aspecto era aún el de un tipo joven, tenía un cansancio interno que le pedía a gritos la calma de un amor más parejo. “¿Amor?”, casi le sonó rara la palabra, “¿puedo yo sentir amor?” No supo contestar pero tuvo la seguridad de que estaba hastiado de enseñar, que bien podría, entonces, aprender a compartir, a ser un igual, a hablar con códigos contemporáneos y reírse de las mismas cosas sin tener que explicar nada. Entenderse con miradas, eso quería.

Se juró que lo primero que haría al llegar a Buenos Aires sería encender la computadora para pasar en limpio esa lista, tenerla presente y cumplirla.

Eso hizo Ricardo Lucerna en su casa del barrio de Belgrano. Abril era todavía cálido y la noche lo encontró en su escritorio. Una copa de vino era el perfumado testigo de que se disponía a cumplir su propia orden.

La luz de la pantalla se reflejó azul en su cara. Uno a uno, los íconos: Mozilla, Yahoo, Explorer, Quick Time… se desplegaron como las figuritas de un álbum infantil. Descubrió con sorpresa un “imagen.JPG” del que no tenía memoria. “Y esto, ¿qué carajo es?”. El doble clic disparó la apertura del archivo y la foto le dio la respuesta.

Se preguntó por qué guardaba ese retrato. Las últimas semanas habían sido tan caóticas que todo se mezclaba, los vuelos, sus hijos, la frialdad de Madelaine… ni siquiera podía recordar la decisión de guardar la imagen de aquella mujer que, con los brazos cruzados y el sol en los ojos, lo miraba, nítida y como esperando, recostada contra un árbol. ¿Una señal?, ¿coincidencia?, ¿destino?, ¿otra pavada de un tipo solo?

Se acordó entonces de que la había conocido por Internet una noche calurosa y solitaria. Habían chateado un poco; ella era veloz para las respuestas, eso le gustó, y en un impulso raro, rarísimo, Ricardo le pidió una foto. Después, siempre el mismo después, el desbole, las no raíces, la línea Ezeiza – Madrid, un reemplazo a Francfort, Madeleine y sus piernas largas, la morocha de Tam, la chiquita del mostrador de Barajas y la nada misma habían mandado la foto y a su dueña a la papelera de reciclaje de su memoria.

Abrió el Messenger, buscó como loco el nombre, la dirección de correo, algo que lo acercara. La encontró en su lista de contactos. Ricardo no respetó las reglas de cortesía que impone el chat e ignorando el aviso de “Ausente” junto al nombre de ella, le mandó un tímido: “hola, ¿estás?”


Safecreative Código: 1002225603508


Enviado a La Nación el 6 de mayo de 2008. Consigna que incluya la frase: Se preguntó por qué guardaba ese retrato.

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