miércoles, 3 de febrero de 2010

EL OLOR DE LA TORMENTA

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Los días de Río de Janeiro quedarán por siempre en mi memoria, tal vez porque fueron los últimos.

A pesar de que nuestro viaje continuaba hacia el Caribe tenía la certeza de que las imágenes furiosas y violentas, con los colores del mar y de la Floresta de Tijuca, nunca podrían ser borradas de mi cabeza. Dudé de los calificativos empleados en la oración anterior… pero los ratifico: furiosas y violentas; porque en Río nada es tranquilo, nada induce a la paz, los contrastes entre un paisaje y otro son tan implacables como su sol impío que a las ocho de la mañana obliga a bajar a la playa, a la zambullida en las aguas peligrosas de Copacabana o en las de Ipanema, por cierto, más amables.

Recuerdo que esa mañana el barco zarpó temprano. Nos habíamos acostado tarde; para ser honestos, dormido tarde. Aún quedaban las copas con restos de champagne sobre la mesita que, fija al mamparo, había sido testigo de otra de nuestras noches turbulentas. Pese al cansancio me fue imposible remontar la cuesta del sueño debido al bullicio de las maniobras en cubierta y a las voces de mando que, aun en portugués, tenían el inequívoco tono imperativo que no hace distinciones entre las banderas que se izan en la popa del navío. Bramó la sirena que nos despidió de Brasil después de cuatro días inolvidables.

Lo miré dormir sin todavía poder creer que fuera mío. Su expresión beatífica y hasta inocente se contraponía a sus instintos, a su carácter apasionado y a las ideas, ¿cómo definirlas? ¿innovadoras, quizás?, que demostraba en la intimidad. Lo zamarreé con serena violencia. Sólo obtuve -como respuesta a mis reclamos- un ronroneo apagado. Le di un beso en el hombro moreno y dejé el camarote envuelta en un pareo anaranjado. Tomé nota mental: “decirle al camarero que mande revisar la cerradura”; era la segunda vez que la puerta se trababa.

El día me dejó casi ciega, pero en cuanto pude regular el tamaño de mis pupilas al exceso de luz descubrí uno de los paisajes más deslumbrante que pueda recordar. Con el sol en la espalda dejábamos atrás la bahía de Guanabara. Contra el cielo sin nubes se recortaba todo Río: el Pan de Azúcar, el Corcovado y su Cristo generoso y hasta el perfil galáctico del Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi. Mientras rozábamos la Isla del Gobernador tuve tiempo para despedirme de las veredas de la Avenida Atlántica que repiten en blanco y negro las olas verdes del mar.

Definitivamente despabilada inicié un paseo por la cubierta superior. Un adolescente se tiró desde el trampolín a la pileta empapando a algunas damas que tomaban sol en las reposeras. Otros pasajeros disfrutaban de tragos y jugos de fruta sentados a la barra. Nada me interesó demasiado excepto la Samba de verao en la voz frágil de Caetano que intenté tararear sin éxito.

Llevábamos rumbo noroeste y el sol ya había alcanzado el cenit. De pronto la olí. La encontré sin mucho esfuerzo, mi nariz no falla jamás. Trató de esconderse tras la claridad y la brisa pero no pudo engañarme. Allí, disimulada entre dos nubes de aspecto inofensivo, se ocultaba la tormenta. El aire salino me alcanzaba su traza inconfundible de resaca y peces muertos.

Reconozco mi culpa. Debí obligarme a vigilarla de cerca, quedarme allí, controlar su crecimiento, captar sus señales y predecir sus movimientos veleidosos. Pero no, en vez de eso me dije que no, que todavía estábamos bajo los efluvios benéficos de Nuestra Señora de Copacabana, que yo era una exagerada, siempre oteando el horizonte en busca de problemas inventados. ¿Cómo iba a creer en el presagio -de negrura inequívoca- de la gaviota solitaria cruzando la proa de este a oeste? Si hasta negué el rayo verde que vi zigzaguear desde el mar al cielo. Sé que lo capté con el rabillo del ojo un instante antes de darle la temerosa espalda y retornar al camarote.

Eso, eso fue lo que pasó: visualizar el camarote oscuro y fresco y la presencia aún dormida de Juan lo que decidió nuestra suerte. Vaticiné que almorzaríamos los dos solos, algo ligero y marino, unos camarones, por ejemplo y después, ya veríamos qué se hacía después. El itinerario preveía una estación en un punto de buceo, tal vez fuera esa tarde o la siguiente, debía consultar el voucher. La idea de una excursión submarina me reconfortó. Exploraríamos un barco hundido. No era una experta pero me desenvolvía bastante bien. Iba a decir que me sentía como pez en el agua pero de inmediato me arrepentí de tal pensamiento tan poco creativo. Había descubierto que la calma que reina bajo el agua es imposible de hallar en tierra firme. Es como si la ausencia de rojos favoreciera el letargo de las cosas y perdieran su ritmo natural. Pareciera que el tiempo se despereza entre azules, se demora peinando y despeinando algas o se entretiene soplando discretos remolinos.

Estaba en lo cierto, el camarote estaba aún en penumbras y Juan remoloneaba medio destapado. Aunque cerré la puerta con cuidado mi presencia lo terminó de despertar. Se levantó, pasó a mi lado, me besó con gesto teatral y desde el baño me preguntó sobre el mundo exterior. Le mentí, le dije que todo estaba en orden y rápidamente hablé de la excursión de buceo.

Reitero en este punto mea culpa. Debí vigilar a esa taimada. Me sorprendió su rapidez, su voracidad, su furia y su eficiencia. Fui una tonta en desestimar el olor de la tormenta.

Todo pasó sin aviso, en el mismo segundo que siguió a la calma. La luz fulgurante que entró por el ojo de buey, el trueno que sonó como una tonelada de piedras desgranándose desde lo alto, la vuelta campana sobre babor, el cambio de plano del piso, yo que corrí con el plano del piso cambiado hasta la puerta que no abrió y la flecha de agua que atravesó el vidrio grueso y nos ahogó a los dos tomados de la mano.

Fue cambiar aire por agua con un dolor indescriptible. Creo que estallé por dentro cuando se me acabó el oxígeno. No pensé que pudiera guardarse conciencia de ese momento, pero sí, recuerdo claramente el agua salada adueñándose de mis pulmones mientras lo miraba morir.


* * *

Ahora estamos acá, en nuestro propio barco hundido, somos un nuevo punto de buceo. No sé qué pasó con los tripulantes ni con los otros pasajeros, posiblemente se hayan salvado. No veo a nadie que se parezca a nosotros: dos espectros asidos de la mano que vagan morosamente, como medusas, entre los hierros retorcidos cubiertos ya de todo tipo de flora y fauna. Apenas puedo reconocer la pileta y la barra de tragos. Bajo una reposera camuflada por cientos de organismos vive una pareja de pulpos; son simpáticos, se divierten cambiando de color. Los objetos han perdido ángulos y aristas bajo generaciones de coral. Somos morada de peces de todos los tamaños y formas. No sé sus nombres y no me mataré –ser un fantasma no acabó con mi sentido del humor- por averiguarlos. Me gustan unos plateados y chatos como monedas que andan juntos de a cientos y que a una sola orden telepática del dios que los guía cambian de rumbo sin titubear.

No estoy sola. Juan está conmigo. Cada tanto me envuelven sus brazos de agua viva y me besa con gesto teatral. Nuestros días de fiesta son aquellos en los que bajan los turistas a mirar el naufragio, tratamos de adivinar sus caras a través de las máscaras y apostamos caracoles sobre quién libera la mayor cantidad de burbujas. Parecerá una bobada, pero no hay mucho más que hacer por aquí. Es innegable la paz que nos rodea, el silencio; sólo extraño la voz frágil de Caetano.

Cada día que pasa me convenzo de que mi destino se trabó como la puerta del camarote por obra de esa maldita. Ahora que vivo aquí –lo de vivir es un eufemismo, claro- he tenido tiempo de observarlas y de vislumbrar el alma oscura de las tormentas. Las mueven sus mezquindades arremolinadas, sus odios cargados de vientos y sus rencores tronados hacia otras tormentas más poderosas, más devastadoras o más impresionantes.

Pero también hacen gala de su maldad vengándose de nosotras, las mujeres que como yo, tienen la habilidad de descubrirlas por el olor a resaca y peces muertos que en vano intentan disimular entre la claridad y la brisa.

http://www.youtube.com/watch?v=CyHylbVyT6c





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Enviado a PN el 26 de enero de 2008. Consigna 103. Tema CRUCERO bajo una TORMENTA

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