viernes, 5 de febrero de 2010

EXTREMADAMENTE PUNTUAL

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Meto la mano en el bolsillo derecho del saco y tanteo las dos monedas y el caramelo de menta. Busco en el izquierdo y palpo el pañuelo y las llaves. Respiro tranquilo. El celular cuelga del cinturón. Como siempre, me asalta la idea de que algo espantoso me va a pasar, pero por suerte hoy no. Llevo el escrito en el portafolio con las dos copias, mi cliente puede confiar en mí. ¿Qué hora es? por ahí tengo tiempo para acercarme al árbol. Sí, es temprano, falta media hora para la audiencia y sólo tengo que cruzar la calle para llegar al juzgado del cuarto piso. Me sobra el tiempo, pero me aterra pensar que haya algo que no funcione y me impida llegar a horario.
Basta, basta…

Bajo el segundo jacarandá, empezando a contar desde Viamonte hay una baldosa distinta, es apenas más oscura que las demás, sólo yo la reconozco. Una vez tropecé con ella y por casualidad noté una luz que me hizo volver sobre mis pasos. Esa fue la primera vez. Desde ese día cada vez que paso por Plaza Lavalle no puedo resistir la tentación de bajar. No sé cómo pasa, pero al rozar la baldosa con la punta del zapato me diluyo y me cuelo por la rendija que apenas la separa del piso. Y es imposible no volver a ese lugar de certezas tan distinto a este vulnerable e impreciso mundo de abogados, boludos hablando por celular y colectivos llenos.

Allá voy.

Me disuelvo en una psicodelia de colores, mi cuerpo se desliza por un tobogán de vientos huracanados, y me arrastra una cascada de sensaciones epidérmicas que sacuden hasta el último de mis huesos. Estoy tan dolorosamente vivo que no resisto el deseo de gritar y lo hago tan fuerte que me dejo sordo. La mano de una mujer que no conozco me roza la entrepierna y me carga de erotismo y electricidad verde. Alguien me susurra en el oído una única palabra que me atemoriza un poco pero luego recuerdo cuan a salvo estoy aquí y me río con una carcajada que me da vuelta como un guante. Y así con la piel para adentro y las vísceras colgando como collares exorcizo el mal albur de mi mundo de abogados, boludos hablando por celular y colectivos llenos.

No sé cuánto estoy allí, el tiempo se enreda en las esquinas de enormes relojes cuadrados sin agujas y se demora o se acelera en lo que creo son números que no obedecen a sistemas conocidos.

Luego, muy a mi pesar, vuelvo dispuesto a enfrentar otra audiencia. Ningún cliente me ha tenido que esperar. Qué le voy a hacer así he sido siempre, extremadamente puntual.

Enviado A Perras Negras el 23 de junio de 2008. Consigna “Delirio incesante”.
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