lunes, 25 de enero de 2010

FERREIROS DEBE MORIR -parte II- (El regreso)

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“Negocios son negocios”, me había reiterado el gerente de programación del canal para convencerme. Y era cierto, la enorme suma de dinero que me pagarían por mi trabajo era la única razón para que hubiera aceptado volver a dirigir en una novela a ese estúpido, engreído, energúmeno y enorme –estaba cada vez más gordo– Roberto Ferreiros. No podía entender que semejante bodoque, quien no podía articular más de dos palabras seguidas sin babear, fuera el galán de un millón de mujeres en este país y de otros tantos en Latinoamérica. Eso era lo que aseguraba la presidenta del club de fans del actor, una horrible mujer de pelo platinado cuyas cejas depiladas en forzado arco pintaban en su cara una expresión de perpetua maldad que ostentaba aun durante el sueño (suposición mía porque –a Dios gracias– nunca he dormido con ella).

Pero un nuevo ingrediente se sumó para alimentar la hoguera de mi odio y era más poderoso que el que Ferreiros fuera un pésimo actor, que su panza lo anulara como galán y que escupiera al hablar (las salpicaduras captadas por la cámara eran un asco): Abigail Adams.

–Quiero presentarte a la estrella de la novela –me dijo una tarde el gerente de programación. Corrían los días previos a que empezara la grabación del mamotreto que tenía que dirigir y me arrastró de un brazo por los largos pasillos del canal–. Abigail, querida –susurró meloso–, te presento a Robles, tu director.

–Ay chico, ¡qué chévere cuanto honor!– me dijo la venezolana reina de belleza extendiéndome la mano.

No sé si besé su mano o su mejilla, si le dije “el honor es todo mío” intentado agravar mi voz y recordando alguna línea de una película de Mirtha Legrand, o si simplemente me morí. Debo haber muerto porque solo vislumbré un esfumado de la escena; he usado ese recurso muchas veces en mis trabajos y sé de lo que hablo. Para cuando volví de entre los muertos me había enamorado perdidamente de Abigail. En dos minutos planeé divorciarme de mi segunda mujer (incluso calculé cuánto debería pasarle por mes de acuerdo al tiempo que llevábamos casados), negué cualquier posible relación sentimental de Abigail con otro hombre y planeé dos o tres maneras posibles de abordarla con éxito. Después me dediqué a mirarla. Era mezcla rara de diosa y pantera, no, en serio, debía tener algo de sangre indígena y de vikingos. Vaya uno a saber. Esos mestizajes suelen resultar tenebrosos, pero en este caso la genética de Abigail regalaba, a quien pudiera mirarla, una piel sedosa de un exquisito dorado oscuro y una cabellera rubia que reptaba sobre su espalda deteniéndose justo dónde comenzaba el fabuloso trasero que adivinaba bajo la tenue falda roja. No lo he dicho todavía pero, seguramente por deformación profesional, tengo visión de rayos X. Y eso que todavía no hablé de sus ojos que eran rasgados y verdes. Debajo del izquierdo, un pequeño lunar castaño la convertía en lo que la definía: única.

Si conté todo esto es para explicar mis acciones posteriores.

El tema Abigail no me resultó fácil, la rubia era escurridiza como una anguila y conocía perfectamente la magnitud de su poder de modo que pospuse su captura para más adelante. Calculé que cuando termináramos el rodaje de la novela ambos estaríamos más tranquilos. Ferreiros me estaba poniendo los nervios de punta, al promediar el rodaje mi relación con ese boludo era insostenible. Baste decir que para aguantar sus veleidades de divo me apuntalaba con Valiums y Alplaxes con el desayuno y Jack Daniel’s a discreción.

Pero un día, cuando ya teníamos casi todo grabado, las promociones de la novela estaban en el aire, habíamos ofrecido la conferencia de prensa de presentación y sólo faltaba la escena de la muerte de Ferreiros me enteré.

–Este tipo es un pelotudo por dónde se lo mire –le dije a mi asistente– ¡¡Ferreiros, te dije que cuando escuches el disparo simplemente te caigas sobre la cruz que te marqué en el piso y nada más!! –grité medio desaforado al interrumpir la novena toma de una escena que debía ser fácil. Nada más fácil: la cámara uno registraba el revolver en la mano de Abigail que asomaba por la ventanilla de la limusina, se escuchaba el disparo y la cámara dos tomaba a Ferreiros cayendo sobre la vereda de la locación elegida. Eran exteriores legítimos, para lo cual habíamos pedido el permiso a la municipalidad, cortado el tránsito, dispuesto las luces, los micrófonos, el catering sin el cual nadie mueve un dedo…En fin, era un despliegue de treinta personas entre actores, extras y técnicos y el muy infeliz se empeñaba en arruinar todo.¿Cómo?, simplemente sobreactuando: tomándose el pecho con ambas manos, mirando alternativamente –y varias veces– al cielo y al suelo, abriendo y cerrado los ojos, temblequeando la mandíbula con la boca abierta, cayendo ridículamente y dando varias vueltas sobre sí mismo antes de quedar despatarrado en la mitad de la calle.

Para mejor hacía un calor de morirse y todos teníamos un humor de perros. Alguien me alcanzó una revista de espectáculos para que me abanicara. Se detuvo mi corazón cuando vi la tapa: Abigail y el salame de Ferreiros aparecían abrazados en una fotografía atrapados –aparentemente– in fragantti a la salida de una discoteca.

Dos cosas me decidieron, la foto y el hecho de que no iba a permitir que Ferreiros arruinara otra novela. Ya sé que alguno objetará mis métodos pero en el amor y en los negocios todo se vale. Soy el director y eso me da mucho poder (siempre que no se trate de gastar más dinero). Nadie me lo ha dicho abiertamente pero se rumorea sobre mi fama de meticuloso, quisquilloso y perfeccionista… no dejo cabos sueltos.

–Cortamos para comer –grité–. En media hora los quiero a todos en sus puestos. Abigail, corazón, dejame el revólver para que los muchachos de efectos especiales lo preparen nuevamente para el disparo.

Todo salió como lo preví.

La piel de Abigail es más sedosa de lo que imaginaba y la novela tuvo un éxito arrasador. La inexplicable muerte de Ferreiros en la escena final víctima de balas verdaderas nos aseguró como cincuenta puntos de rating desde el primer capítulo. Creo que la policía aún sospecha de la presidenta del club de fans, la gorda platinada de cejas depiladas en forzado arco y ataviada con exquisito mal gusto quien en algún momento oportunísimo hizo declaraciones poco felices sobre Abigail y el tarado de Ferreiros (Dios lo tenga en su santa gloria y no lo deje volver).


Cuento enviado a PN el 28 de enero de 2008. Consigna: "El fin justifica los medios"


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