lunes, 18 de enero de 2010

TRES HELENAS

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Tres Mujeres - Pablo Picasso



Helena subió la ventanilla del auto, el viento comenzaba a molestar y arremolinaba su pelo negro. El shopping abría sus puertas a las diez. Faltaban cinco minutos en su reloj cuadrado. Pisó el acelerador sin remordimiento alguno. La oferta de sábanas de Falabella era el único motivo que la empujaba hacia allá aunque se estaba arrepintiendo, una tormenta amenazaba con estallar de un momento a otro. El cielo del norte eran solo grises y violetas. Le fascinaban esos fenómenos meteorológicos tan estremecedores, tan aparatosos pero temía quedar atrapada en medio de uno. Prefería contemplarlos desde la seguridad de su décimo piso en la calle Amenábar. La sorprendía el contraste que ofrecía aquella Buenos Aires tan segura de sí a la luz del sol pero que se tornaba vulnerable y peligrosa cuando se hallaba a merced de esos aguaceros tropicales cada vez más frecuentes.

A través del visor de su casco Helena miró el Nisson micrométrico que se ajustaba a su muñeca. Ese modelo, en particular, mostraba tanto el paso del tiempo -con una miríada de veloces pelotitas verdes-, como su presión arterial y la atmosférica por medio de sendos hologramas. Este último dato ponía en evidencia la inmediatez de una tormenta que ya se anticipaba por el este. Aceleró. El centro comercial se recortaba contra el horizonte oscuro. No le dedicaría más de doce préxeles a cambiar esas botas decididamente estrechas que se había equivocado al elegir. Amaba las tormentas pero le provocaban temor; desconfiaba de sus poderes ilimitados. Sería mejor disfrutarla a través de los paneles de vitrix ultrafino de su casa que levitaba en el nivel setecientos veintidós de Axur city.

Helena buscó el sol para orientarse. No lo encontró. Las nubes negras no presagiaban nada bueno. Clavó su mirada en el sur; casi adivinaba el Egeo. De allí provenía el aire que traía rumores de tormenta y despeinaba su pelo largo y rojo. Venía del mercado de Eleusis y, aunque le pesaba la canasta repleta de pescado fresco y pan, apresuró el paso. Le gustaban las tormentas, eran un espectáculo único para ver pero desde su casa pues les tenía miedo. Sabía que obedecían al enojo de los dioses y había aprendido a sospechar de ellos en secreto; los intuía malvados y vengativos. Para los señores del Olimpo cualquier mezquindad era buena excusa para desatar sobre sus griegos las peores calamidades.

Un rayo, vocero de tempestades, cuarteó el cielo verdoso. Con la irrupción del trueno todo pareció quebrarse. Los átomos del mundo se disgregaron y volvieron a reunirse en una fracción de eternidad.

Durante ese ínfimo espacio de fractura se transgredieron las leyes del tiempo y del espacio. Atravesando planos paralelos, tres Helenas se abrazaron protegiéndose entre sí del mismo temor que las hacía una.



Este cuento fue publicado en Perras Negras en septiembre de 2008 bajo la consigna "personajes que no se conocen

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