
Mientras trataba de poner la bombita nueva me dio por pensar. Siempre pienso mientras hago otra cosa, es un vicio. Sobre todo cuando se trata de aquellas tareas que no me gustan, seguro que para hacerlas más llevaderas. Pero esta vez deseché todo pensamiento que me desviara de mi cometido, no podía fallar.
El asunto vino más o menos así: se quemó la lamparita del recibidor, la que dejo encendida cuando salgo para encontrar algo de calor a mi regreso. Me da un poco de miedo entrar oscura en la casa así que no me demoré en conseguir la escalera, ya que una conjunción de circunstancias irremediables –mi baja estatura y el cielo raso altísimo– no me permiten la alternativa de un banquito.
Tuve la precaución de cortar la luz porque me pareció patética la perspectiva de morir electrocutada, sin perjuicio de lo cual, me calcé zapatos con suela de goma (más vale que sobre y no que falte, ¿no?). Me até a la cintura un delantal con bolsillo al frente para poner la bombita nueva hasta que llegara el momento del cambio; eso me aseguraría las manos libres. No soy muy ducha en las alturas, mas bien les temo, y tengo gran respeto por las escaleras; tal vez se deba a que una de mis pesadillas recurrentes es que me desnuco cayendo por una de ellas; la recuerdo filosa, de mármol, rosado y frío. ¡Ah! y como último accesorio de protección me puse los anteojos, no porque no viera, sino como escudo contra probables motas de polvo que, en el vaivén del manoseo, pudieran ensañarse con mis ojos.
Me felicito íntimamente por tener en cuenta estos detalles que garantizarán el éxito de mi empresa. Si no estuviera aferrada a la escalera me palmearía la espalda pero el terror a caerme entorpece el ascenso; ni loca renuncio a la seguridad de la madera clara.
Por fin –estirando el brazo en alto– accedo a la lamparita quemada. La desenrosco y, con movimientos medidos, la pongo en el bolsillo. Con la misma mano y con un floreo, tomo la nueva que emerge reluciente; la dirijo al portalámparas. Un acople de naves espaciales me viene a la cabeza: “Houston, tenemos un problema”, pero no, enseguida me doy maña para enroscar la lamparita. Me aseguro de que quede bien ajustada y comienzo el descenso.
Ya en tierra firme, conecto la luz y enciendo el interruptor. ¡Habemus lux! –sonrío satisfecha– y lo celebro destapando una cerveza fría.
El líquido helado ahoga las lágrimas en mi garganta al pensar –eso pasa por pensar y suelo hacerlo mientras hago otra cosa– en que la cerveza fría debía habértela servido a vos después de que, sin tanta vuelta, cambiaras la lamparita en dos patadas.
Caigo en la cuenta, –y la certeza es como un golpe– de que hace ya un año que no estás conmigo.
Cuento enviado a La Nación el 24 de marzo de 2008. Enviado a PN el 12 de julio de 2008.
Registrado en safecreative Código: 1001305408675
No hay comentarios:
Publicar un comentario